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Centenario de la Revolución rusa Los nostálgicos del zar

El estreno de una película sobre Nicolás II provoca una polémica entre los seguidores de los Romanov, vinculados a la iglesia ortodoxa y a la extrema derecha, que incluso han llegado a amenazar con quemar los cines.

Concentración en Moscú con retratos del zar Nicolás II y la llamada "bandera de los Romanov". - AFP

ÀNGEL FERRERO

El pasado 15 de marzo se cumplieron cien años de la abdicación del zar Nicolás II tras la Revolución de febrero. Aquel día el emperador entregaba a dos diputados de la Duma el documento donde renunciaba oficialmente al trono, una medida que, según anotó en su diario personal, consideraba necesaria “para salvar Rusia y mantener la tranquilidad del ejército en el frente”.

Fue un acto prosaico, lejos de la pompa y lujo que caracterizaron a los Romanov: el documento se firmó en el vagón personal del emperador, que entonces se encontraba estacionado en Pskov. “A la una de la madrugada abandoné Pskov con el pesado sentimiento de lo que había experimentado. A mi alrededor todo es traición, cobardía y engaño”, confió a su diario Nicolás II. En poco menos de un año, la dinastía Romanov, hasta entonces la más longeva de Europa, era historia.

"Los cines arderán"

La casualidad ha querido que el centenario de estos hechos prácticamente coincida con una polémica en torno a una película sobre el último zar. El film en cuestión se titula Matilda y relata la relación entre la bailarina polaca Mathilde Kschessinska ─encarnada por la actriz polaca Michalina Olszańska─ y Nicolás Romanov ─interpretado por el actor alemán Lars Eidinger─ antes de que éste se casase con Alejandra Fiodórovna en 1894 y fuese coronado emperador dos años después. Aunque ningún historiador disputa esta historia, la película, que aún no se ha estrenado ─lo hará en octubre de este año, un mes antes del centenario de la Revolución rusa─, se ha encontrado ya con la oposición de los sectores más conservadores de la sociedad rusa.

Natalia Poklonskaya, exfiscal de Crimea y hoy diputada en la Duma, ha pedido a la Fiscalía investigar si la película ofende los sentimientos religiosos

Natalia Poklonskaya, exfiscal de Crimea y hoy diputada en la Duma, ha asegurado que la historia es una fabricación y ha pedido a la Fiscalía investigar si la cinta ofende los sentimientos religiosos. Este cargo tiene su base legal en que tanto Nicolás II como su familia fueron canonizados por la Iglesia ortodoxa rusa en un proceso no exento de polémica, incluso en el seno de la propia iglesia: en 1981 los miembros de la familia real fueron reconocidos como mártires por la Iglesia ortodoxa rusa en el exilio, pero en el año 2000 la Iglesia ortodoxa rusa sólo los reconoció como “portadores de la pasión”, ya que no fallecieron como resultado directo de su fe cristiana, aunque el texto del Sínodo de Moscú afirma que vivieron su cautiverio y ejecución con la “humildad, paciencia y mansedumbre” propias de “los libros del Evangelio”.

Cuestiones teológicas aparte, la canonización es un hecho: en el refectorio del Monasterio de San Pedro de Moscú (Vysokopetrovsky monastir). Por poner un ejemplo entre tantos, puede encontrarse un fresco en el que los miembros de la última familia real aparecen coronados con la aureola de santidad junto a otras personas canonizadas por la Iglesia ortodoxa rusa. La representación de Nicolás II manteniendo relaciones sexuales fuera del matrimonio ─y el avance de la película no deja lugar a dudas de la presencia de este tipo de escenas en la cinta─ son consideradas por los sectores más conservadores como una blasfemia.

Un grupo de activistas ortodoxos que se hace llamar Estado Cristiano–Sagrada Rusia ha ido incluso todavía más lejos y enviado cartas de amenaza a decenas de salas de exhibición. “Los cines arderán”, advertían. Si las primeras protestas fueron recibidas con estupefacción ─¿cómo un capítulo secundario de la vida de Nicolás II puede generar semejante controversia?─ la acción de Estado Cristiano–Sagrada Rusia provocó franca preocupación, al punto que un grupo de 70 cineastas publicó una carta abierta por iniciativa de Kinosoyuz (el sindicato de directores) lamentando las llamadas a la censura. “No queremos que nuestra cultura vuelva a caer bajo el peso de una nueva censura, no importa cuán poderosas sean las fuerzas que la inicien”, escribieron sus autores al comparar lo sucedido con casos anteriores en los que feligreses de la Iglesia ortodoxa rusa han pedido la cancelación de obras de teatro o incluso destruido obras expuestas en una muestra de arte.

La representación de Nicolás II teniendo relaciones sexuales fuera del matrimonio son consideradas por los sectores más conservadores como una blasfemia

El propio director de Matilda, Alekséi Uchitel, presentó el 8 de febrero sendas quejas formales contra Poklonskaya y Estado Cristiano-Sagrada Rusia en la Fiscalía. “Por una parte, toda esta controversia aporta algo de publicidad... pero cuando se realizan amenazas, protestaré contra todas y cada una de ellas”, declaró Uchitel al diario The Moscow Times.

Ese miso día el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, denunció a los “extremistas” que amenazaban el estreno de la película, calificando sus acciones de “inaceptables”, pero al mismo tiempo apeló a la responsabilidad de los cineastas. Los artistas, dijo, “deben explicar que no tienen ninguna intención de insultar los sentimientos de otros”. Días después la Duma se comprometió sin fisuras a defender la película. “La ley protege los derechos y libertades de los ciudadanos. El Comité de Cultura de la Duma de Estado continuará protegiendo la libertad de creación de los rusos”, aseguró en un comunicado. “Los ciudadanos tienen todo el derecho a indignarse y expresar su punto de vista, pero cuando esta indignación se transforma en agresión y vandalismo es inaceptable”, declaró a la agencia Interfax el presidente del comité, el director de cine Stanislav Govorujin, miembro de Rusia Unida.

Fotografía de 1914 del zar Nicolás II y su familia. - AFP

Fotografía de 1914 del zar Nicolás II y su familia. - AFP

“La revolución es inevitable”

Significativamente, de Nicolás II tanto la Iglesia ortodoxa rusa como los sectores más conservadores destacan su vida familiar y no su gestión política. Y lo hacen por buenas razones: las derrotas en la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y la Primera Guerra Mundial, y su apego a la autocracia y aversión a las reformas ─introducidas con notable retraso respecto a sus homólogos europeos─ hicieron que la monarquía crease toda las condiciones para la producción de sus propios sepultureros. “¿Por qué todos tus amados héroes […] combatieron tan mal contra los japoneses y al pueblo ruso lo matan y mutilan tan bien, y con tanto celo?”, preguntaba a un amigo monárquico el escritor Maksim Gorki en una carta fechada en agosto de 1912. Para Gorki, hiciese lo que hiciese el zar, “la revolución es inevitable”.

Tanto la Iglesia ortodoxa rusa como los sectores más conservadores destacan de Nicolás II su vida familiar y no su gestión política

“Nicolás II heredó de sus antecesores no sólo un gigantesco imperio, sino una revolución, y no le legaron ninguna cualidad que le hubiera hecho capaz de gobernar un imperio, ni siquiera una provincia o un condado”, escribe León Trotsky en su Historia de la revolución rusa. “Ante el histórico maremoto cuyas rugientes olas se aproximaban cada vez más a las puertas de su palacio, el último de los Romanov oponía solamente una indiferencia bovina. Parecía como si entre su conciencia y la de su época existiera algún tipo de obstáculo, transparente pero absolutamente impenetrable".

De todas las características personales de Nicolás II, Trotsky destaca su banalidad e incapacidad para valorar la magnitud de los acontecimientos que sucedían en su país. “El diario del zar es el mejor de todos sus testimonios”, afirma. “Día tras día, año tras año, en sus páginas se arrastra un deprimente registro de vaciedad espiritual. 'Paseé y maté a dos cuervos. Bebí té al amanecer'. Paseos a pie, paseos en barco. Y de nuevo los cuervos, y de nuevo el té. Todo ello limitando con la fisiología. Las descripciones de las ceremonias religiosas son anotadas con el mismo estilo que una fiesta”.

Gorky, mucho más duro en su juicio de Nicolás II, juzgaba en la carta a su amigo monárquico antes mencionada que a ojos “de toda la gente honesta del mundo este hombre se presenta como el fenómeno más siniestro, sangriento e hipócrita de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Es un fabricante de cadáveres, un destructor de vida, algo más terrible que la peste; juega con las vidas del pueblo ruso como un ciego juega al ajedrez […] Cuando el gobernador de Ufá escribió en su informe que 47 personas habían muerto mientras reprimía una revuelta obrera, el zar escribió en una nota al margen del informe: “¡Qué lástima que fuesen tan pocos!” […] El general Kazbek, comandante de Vladikavkaz, le explica en un informe personal que logró sofocar unos disturbios sin haber efectuado un solo disparo. El zar “amable”, que ama al pueblo ruso, le aconsejó instructivamente: '¡uno ha de disparar siempre; siempre disparar, siempre, general!” […] Es un hombre indiferente al destino de Rusia. Cuando el acorazado Petropavlovsk fue hundido, [el almirante Stepán] Makárov falleció; Nicolás II fue notificado. 'Ya lo sabía', le contestó tu jefe, y comenzó a disparar a los cuervos a través de la ventana con una pistola tipo Montecristo. Esto, relatado por un ayudante suyo".

Un fiel de la iglesia ortodoxa rusa sujeta un retrato de Nicolás II. - AFP

Un fiel de la iglesia ortodoxa rusa sujeta un retrato de Nicolás II. - AFP

Esa misma incapacidad que mencionaba León Trotsky se hizo extensiva al gobierno, ilustrada por la cesión, bajo presiones de la nobleza y los terratenientes, de Serguéi Witte, su eficaz ministro de Finanzas (1892-1903) y defensor de un amplio programa de reformas políticas y económicas, y su confianza hacia consejeros tan cuestionables como el místico Grigori Rasputín. “Esta selección operaba de manera tan sistemática ─señala Trotsky─ que el presidente de la última Duma, Rodzianko, el 7 de enero de 1917, con la revolución ya llamando a sus puertas, se aventuró a decir al zar: 'Su majestad, no queda ningún hombre honesto o de confianza en torno a Usted; todos los mejores hombres han sido cesados o se han retirado. Sólo permanecen los de dudosa reputación".

El tren del emperador en Pskov como metáfora: sin poder avanzar hacia una monarquía parlamentaria de tipo británico ni retroceder a la autocracia, todo lo que le quedaba al zarismo era entrar en vía muerta y ceder el paso a nuevas fuerzas políticas. “¿Cómo podía Rusia, con su desarrollo atrasado, a la cola de las naciones europeas, con su magros fundamentos económicos, desarrollar un 'conservadurismo elástico' de formas sociales, y desarrollarlo para el beneficio particular del liberalismo profesional y su sombra de izquierdas, el socialismo reformista?”, se preguntaba Trotsky. La suerte estaba echada.

El 'nuevo Imperio ruso'

A pesar de la restauración de símbolos prerrevolucionarios que siguió a la desintegración de la Unión Soviética ─y su particular convivencia con los símbolos soviéticos en la ideología conservadora de patriotismo de Estado que el Kremlin promueve actualmente─, de la figura del último zar los rusos tienen una apreciación por lo general menos positiva que de la de sus predecesores, en particular del fundador del Imperio ruso, Pedro I (1682-1721).

Según el último estudio del Centro Levada (independiente), un 32% de los rusos confesó no haber reflexionado nunca sobre los acontecimientos de febrero de 1917, mientras que un 23% suscribió la frase de que “la abdicación tuvo consecuencias tanto positivas como negativas” para el país, un 21% consideró que “la caída de la monarquía condujo a la pérdida de la gloria nacional rusa” y un 13% que su desaparición supuso, por el contrario, un avance para Rusia. La valoración positiva hacia Nicolás II es, con todo, más personal que política: preguntados por qué período de la historia rusa fue el mejor de todos, un 32% señaló su preferencia por la administración Putin, seguido por la URSS de Brézhnev (29%) y, muy por detrás, el período prerrevolucionario (6%), la URSS de Stalin (6%), la perestroika (2%) y la administración Yeltsin (1%). Para un 24% es difícil inclinarse por alguna de las respuestas anteriores.

En el plano político, sólo un pequeño y extravagante partido aboga por la restauración del zarismo

En el plano político, aunque la extrema derecha se ha apropiado de la llamada “bandera de los Romanov” ─una tricolor negra, amarilla y blanca utilizada por el Imperio ruso entre 1858 y 1896─ y celebra sin tapujos el zarismo ─especialmente los años de mayor expansionismo militar y rusificación, su antiliberalismo y su papel de garante del cristianismo ortodoxo─, sólo un pequeño y extravagante partido, el Partido Monárquico de la Federación Rusa, aboga por su restauración. Fundado en 2012 por el exdiputado derechista Antón Bakov y con sede en el municipio de Kosulino (2.644 habitantes), en el óblast de Sverdlovsk, para su quijotesca y reaccionaria empresa el Partido Monárquico de la Federación Rusa ha reclutado al príncipe Karl Emich de Leiningen como heredero del trono tras abandonar éste el luteranismo y convertirse al cristianismo ortodoxo.

En calidad de tal, y bajo el nombre de Nicolás III, Karl Emich de Leiningen es el jefe de Estado del nuevo Imperio ruso (rossiskaya imperiya), una micronación proclamada por Bakov en 2011, no reconocida evidentemente por ningún otro Estado del mundo ─y cabe suponer que desconocida para todos ellos y hasta para la mayoría de los rusos─, a pesar de lo cual incluso expide pasaportes sin ninguna validez, menos la de curiosidad para coleccionistas.

En febrero de 2017, Bakov ─autoproclamado archicanciller del “Imperio ruso”─ intentó comprar tres islas al gobierno de la República de Kiribati, en el Pacífico, para anclar su micronación a una parcela de tierra. Bakov declaró que esperaba la llegada de “un gran número de patriotas rusos descontentos con el régimen de Putin”. El 27 de febrero, la BBC informaba sin embargo que el gobierno en Tarawa no cedería las islas Malden, Caroline y Starbuck a Bakov, aplazando nuevamente sine die los sueños imperiales del político monárquico. La primera como tragedia, la segunda como farsa, que decía aquel.

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