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Guatemala, una primavera posible

En una comunión sin precedentes en la historia del país centroamericano, gentes de todas las clases sociales han salido a la calle para dignificar la política, encarar un pasado desgarrador y afrontar un presente que, hasta hace muy poco, parecía no tener escapatoria

Un pueblo, el guatamalteco, que se levanta y se quiere digno.- REUTERS

CLAUDIO ZULIAN

En Guatemala, ahora, hay orgullo y esperanza. Los ciudadanos han “botado” un presidente corrupto ocupando la plaza de la Constitución de la capital durante más de cuatro meses. El expresidente Otto Pérez Molina y la exvicepresidenta Roxana Baldetti están ahora en la cárcel acusados de ser los cabecillas de una trama –“la línea”— que se enriquecía a costa de los aranceles aduaneros del país. En una novedosa sintonía, gente de todas las clases sociales dice sentirse orgullosa de haber contribuido a tener un país más digno. Un sentimiento que es también un necesario alivio para una conciencia colectiva herida por un pasado doloroso y un agobiante presente que, hasta hace poco, parecía no tener escapatoria. Todos, ahora, respiran: se han demostrado a sí mismos que las cosas pueden cambiar.

En una novedosa sintonía, gente de todas las clases dice sentirse orgullosa de haber contribuido a tener un país más digno

En este sentido, la elección del nuevo presidente, Jimmy Morales, conocido cómico de la televisión, no debe engañarnos. Sus principales valedores fueron los militares ultramontanos de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (AVEMILGUA) y el pequeño partido de derechas Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación), pero Jimmy Morales ha recogido, sobre todo, el voto del descontento. Se ha presentado como un candidato anti-sistema y muchos que no querían votar a políticos de la vieja guardia, identificados con los desastres del país, le han otorgado su confianza o se han abstenido. El neo-presidente mismo sabe que no tiene un cheque en blanco. En una entrevista televisiva, poco después de su elección, se le preguntó directamente qué haría si la calle exigiera su dimisión dentro de unos meses. El periodista interpretaba correctamente el sentir de la gente que, ahora que ha medido su poder, no está dispuesta a olvidarse de ello.

Por otra parte, las elecciones presidenciales del pasado 25 de octubre llegaron demasiado pronto para los participantes de las movilizaciones: Otto Pérez Molina dimitió el 3 de septiembre. En tan corto lapso de tiempo, las movilizaciones de mayo-agosto no pudieron expresar nuevas formas de organización y nuevos líderes. Su onda expansiva todavía no ha alcanzado las instituciones, más allá del hecho de que éstas se sienten vigiladas por los ciudadanos. Un proceso parecido sucedió en España con los indignados del 15-M: se necesitaron cuatro años para que aquella protesta ciudadana cuajara en un profundo cambio político, con nuevas organizaciones y nuevos actores que de un modo u otro recogen las aspiraciones de entonces.

La anulación del proceso que condenaba a 80 años al dictador Efraín Ríos ha afectado profundamente a la conciencia colectiva

Las movilizaciones han sido, además, sólo el último de los sucesos que están afectando profundamente la conciencia colectiva de Guatemala. Uno de los hitos anteriores más importantes de este cambio ha sido el procesamiento por genocidio del dictador Efraín Ríos Montt en 2013. Los poderes afines al dictador consiguieron finalmente anular el proceso que lo había condenado a 80 años de cárcel. Pero la población pudo hablar libremente, por primera vez en muchos años, de lo que había pasado durante la guerra civil que ensangrentó el país entre 1960 y 1996, causando 200.000 muertos y 45.000 desparecidos —el 93% de los cuales imputables al Ejército y el 3% a la guerrilla, según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. La comisión estaba amparada por la ONU y era uno de los puntos de los acuerdos de paz entre el Estado —ya democrático— de Guatemala y las guerrillas coordinadas en la UNRG, que se firmaron en 1996. Los acuerdos contenían muchos aspectos positivos para un futuro desarrollo pacífico del país, pero fueron muy poco respetados por el Ejército y los poderes afines a la oligarquía del país. Por ejemplo, el Ejército no se reformó, los mandos siguieron siendo los mismos, se negó cualquier información sobre los muertos y desaparecidos –alegando que nada se sabía. En cambio, se siguió amenazando y a veces asesinando a quienes intentaban las primeras acciones legales para identificar y culpar a los autores de tanta violencia.

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En muy contadas ocasiones, después de los acuerdos de paz, se habían podido demostrar judicialmente las monstruosas prácticas y la culpabilidad del Ejército, de la Policía y del Estado en general. En 1999 apareció el llamado “Diario militar” – un documento interno del Ejército, donde se reporta información sobre el secuestro de 183 personas, el tiempo que pasaron cautivos en las cárceles secretas y la fecha de la ejecución extrajudicial de la mayor parte de ellos. En 2005 se halló fortuitamente el Archivo de la Policía Nacional, que se había escondido de mala manera en un edificio en desuso, para ocultar toda prueba de la implicación de la Policía en las actividades represivas de la guerra civil. Estos dos hallazgos han sido de los pocos elementos que han permitido probar jurídicamente la implicación del Ejército y la Policía en la peor guerra sucia de toda Latinoamérica. De hecho, ha sido la mortal eficacia de ambas instituciones, que aniquilaron una generación entera de profesores, maestros, estudiantes, periodistas, políticos, sindicalistas, líderes obreros y campesinos, la que ha conseguido que se sepa tan poco de lo sucedido en Guatemala durante la guerra civil.

La guerra civil en Guatemala tuvo, además, una particularidad ligada al hecho de que se trata del segundo país con la más alta proporción de población indígena de toda América Latina (el primero es Bolivia). La oligarquía criolla ha sido y sigue siendo profundamente racista. Hasta el punto de que la modernización del siglo XIX se hizo despojando a los indígenas maya de las propiedades comunes que aún les quedaban y obligándoles por ley a trabajar en las fincas cafetaleras con los sueldos que decidieran los propietarios. Una muy original mezcla de liberalismo y feudalismo.

La modernización de Guatemala se ha hecho despojando a los indígenas de las propiedades comunes

En razón de todo ello, la guerra civil 1960-1996, tuvo también un aspecto de sublevación indígena. Una sublevación muy mal comprendida por la guerrilla, que interpretaba la realidad según los esquemas del marxismo en términos de oposición obreros y campesinos contra el capital. Unos esquemas en los que no había sitio para la especificidad de la población maya. De hecho, la experiencia de los fracasos de la guerrilla guatemalteca respecto del problema indígena es un elemento importante en el nacimiento del Movimiento Zapatista – hasta el punto de que uno de los más lúcidos dirigentes guerrilleros guatemaltecos, Mario Payeras, exilado en México, fue acusado por la autoridades mexicanas de ser uno de los fundadores del zapatismo.

En las ciudades y en las montañas, el Ejército de Guatemala desató una clásica y feroz represión de los movimientos guerrilleros. Al mismo tiempo, con la excusa de “quitarle el agua al pez”, esto es, de impedir que la población apoyara a los guerrilleros, perpetró un genocidio cuyas víctimas fueron sobre todo los mayas de la “franja transversal norte”. Una zona del país en la que, para desgracia de sus habitantes, se encontró petróleo en los años 70 del siglo XX, desatando los imaginables apetitos de la oligarquía local y mundial. Para hacernos una idea de las dimensiones de este genocidio baste pensar que de los 200.000 muertos y 45.000 desparecidos, el 80% fueron mayas habitantes de estas regiones. En el informe de la Comisión para el Esclarecimiento de la Memoria Histórica hay censadas 626 masacres, que a menudo atañían a poblados enteros: niños, mujeres y ancianos incluidos. El Ejército fundió en una sola acción los viejos reflejos de represión indiscriminada de los “indios” heredados de la colonización española y adoptados por la oligarquía criolla después de la independencia, con el moderno concepto de “reorganización social” a través del genocidio, cuyo cánones prácticos y teóricos establecieron los nazis en los años 30 y 40 del siglo XX.

Después de años de ser estigmatizados y marginados, los familiares de los muertos y desaparecidos hablan finalmente de ello

Todo lo anterior nos puede dar una idea de los traumas que pesan en la conciencia colectiva del país y de lo fácil que ha sido hasta ahora utilizar el recurso del miedo en una sociedad herida y desarticulada. También nos puede dar una idea del alivio que ha supuesto el proceso y la condena del dictador y el exgeneral Ríos Montt, uno de los mayores responsables de las matanzas de los años 80, que se ha librado de la cárcel por una triquiñuela legal, pero no ha podido evitar el juicio. Y de cómo este hecho sentó un precedente que llevó a la caída de otro militar, el expresidente Otto Pérez Molina, quien, entre otras cosas, también había participado en el genocidio de los años 80, al mando de los temidos “Kaibiles” —la tropa especializada en contrainsurgencia y responsable de muchas masacres. Después de años de ser estigmatizados, socialmente marginados, acusados de querer reparaciones sólo por afán crematístico, ahora los familiares de los muertos y desaparecidos a manos del Ejército hablan finalmente de ello públicamente. La conciencia colectiva empieza a rearticularse y a encontrar el camino de la verdad.

Sin embargo, el país encara enormes desafíos. En estos momentos hay en Estados Unidos más emigración guatemalteca que durante la guerra civil. Personas que en buena medida se podrían definir como “refugiados” de una guerra que no dice su nombre: la guerra de las pandillas. Una guerra que deja su cotidiano lote de muertos: unos quince al día en todo el país.

La violencia de las pandillas tiene que ver con la violencia de la guerra: no sólo por la cultura de la impunidad que propaga la imposibilidad de castigar los crímenes cometidos entonces, o por la naturalización de la violencia extrema, sino también porque la guerra tuvo como objetivo retener toda la riqueza y los privilegios de una oligarquía acostumbrada a sacar sus ganancias de una explotación ilimitada de los trabajadores.

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La oligarquía guatemalteca, las poquísimas familias que poseen buena parte del patrimonio nacional, sigue teniendo aún hoy reflejos coloniales: sus ganancias no provienen de la innovación tecnológica o de la sagacidad comercial, sino de las exacciones al resto de la sociedad. No paga impuestos y se conjura para mantener unos salarios bajísimos. Por el mismo reflejo de pura avaricia explotadora, ha preferido vender los recursos del país a las empresas extranjeras o aliarse con los narcotraficantes antes que liderar un desarrollo industrial o tecnológico. Guatemala es un país con uno de los mayores índices de desigualdad de toda Latinoamérica. Dos datos lo pueden ilustrar: es el país con el mayor índice de malnutrición infantil de todo el continente (casi el 50% de los niños, el 80 % de los niños indígenas) y también el que tiene, estadísticamente, la flota de aeronaves privadas más grande. En la capital hay lujosos centros comerciales a escasos centenares de metros de barrios de chabolas sin los mínimos servicios.

En su actitud, la oligarquía ha tenido un formidable aliado: EEUU. A la superpotencia del norte tal comportamiento le ha venido como anillo al dedo. Le ha permitido explotar los recursos naturales del país sin ningún obstáculo y cada vez que la población guatemalteca ha tenido alguna exigencia social, ha considerado que se atacaban sus propios intereses y ha echado una mano a la oligarquía local para desatar una feroz represión. No se trata aquí de antiamericanismo vintage: en 1998, durante una gira por los países de la región, el presidente Clinton pidió públicamente perdón por el apoyo dado por EEUU a las fuerzas armadas guatemaltecas durante la guerra civil.

Guatemala es el país con el mayor índice de malnutrición infantil de todo el continente y también el que tiene la flota de aeronaves privadas más grande

El ejemplo más claro de esta triste dinámica fue el fin de la llamada “revolución de 1944”. Desde esa fecha un Gobierno democrático, presidido primero por Joaquín Arévalo y luego por Jacobo Árbenz, inició una serie de reformas de corte socialdemocrático, para que los guatemaltecos tuvieran seguro social, instrucción y sanidad, pública, y otros derechos sociales modernos. Cuando el Gobierno puso en marcha una reforma agraria, la United Fruits, la empresa americana que poseía vastísimos territorios en el país dedicados al cultivo de las bananas, consideró que ya se había traspasado cualquier límite. Uno de sus más importantes asesores legales era el propio director de la CIA, así que no le fue difícil apelar a su Gobierno. EEUU organizó en 1954 el primer golpe de Estado “a la chilena”: en vez de ocupar el país como lo habían hecho en Haití (1915-1934) o en República Dominicana (1916-1924) o de invadirlo (Nicaragua, Honduras, Panamá), organizó una tropa guatemalteca a las órdenes del coronel guatemalteco Castillo Armas, que derrocó al Gobierno democrático e instauró una dictadura inmediatamente reconocida por el Gobierno de EEUU. Naturalmente, la oligarquía local tomó su venganza sobre sindicalistas, líderes políticos e intelectuales y sobre la población en general. Había nacido la imagen de la república bananera.

En Guatemala, como en otros países de la región, parece reproducirse cíclicamente una dinámica trágica. Quiera o no quiera la oligarquía local —apoyada por EE UU— las inercias culturales mundiales y las necesidades de la administración del Estado y de las propiedades acaba por generar una clase media de funcionarios, maestros, universitarios, ingenieros y contables, y una clase obrera (ahora ya clase media también) que a la postre exigen tener voz política y acceso a la riqueza del país. La oligarquía se niega a ceder el más mínimo poder y riqueza y emprende una matanza, con la esperanza de reorganizar la sociedad a su medida. La última de estas matanzas, que tuvo su clímax a finales de los años 70 y comienzos de los 80, ha generado la sociedad actual: desarticulada, empobrecida, tensa y violenta. Es la Guatemala de las pandillas.

La sociedad guatemalteca se está rearticulando y es capaz de encarar su propio pasado y exigir el fin de la corrupción


Sin embargo, 30 años después, la sociedad guatemalteca se está rearticulando – aunque sea con dificultad. Es capaz de encarar su propio pasado y de exigir el fin de la corrupción. Y esta vez no es probable que la oligarquía pueda plantear de nuevo una matanza a gran escala. No habría ahora ninguna cobertura ideológica global, como en cambio sí pasó en tiempos del anticomunismo visceral de Reagan. La actual Administración estadounidense, por el contrario, está ahora más interesada en ayudar a estabilizar el país y a propiciar cierto desarrollo, aunque sea sólo para contrarrestar la penetración china en Nicaragua (China va a construir allí un segundo canal que conectará el Atlántico con el Pacífico). El apoyo sin fisuras de la administración Obama a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG – el organismo jurídico internacional que acusó a Roxana Baldetti y a Otto Pérez), a la anterior fiscal general Claudia Paz y Paz, que fue pieza clave en la acusación de Ríos Montt, y la neutralidad ante la caída por la presión de la calle del expresidente Otto Pérez Molina, así lo demuestran.

Eso no quiere decir, por otra parte, que los viejos reflejos agresivos de la oligarquía no sigan allí. Bien lo saben los líderes de las protestas contra la explotación indiscriminada de los recursos naturales del país, una vez más vendidos a las compañías extranjeras – entre las cuales hay varias españolas: Iberdrola e Hidralia, por ejemplo. Muchos de estos líderes han sido asesinados —a veces aprovechando la violencia común como pantalla—, y otros han ido a parar a la cárcel por acusaciones enteramente construidas ad hoc.

El pueblo ha enviado un claro mensaje al nuevo presidente de que sus decisiones se vigilarán de cerca

Pero la sociedad se está moviendo. Es consciente de los graves problemas que acechan, pero está orgullosa y esperanzada. Ha demostrado su fuerza y se ha visto capaz de sacudirse de encima décadas de corrupción y mal gobierno. Ha pasado un claro mensaje al nuevo presidente de que sus decisiones se vigilarán de cerca. Se ha alineado con la corriente mundial de demanda de dignidad y libertad que también ha sublevado a otros pueblos del planeta. Su extraordinaria diversidad cultural puede ser una baza para abrirse al mundo de manera original y su empoderamiento ya es un ejemplo para toda Latinoamérica.

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