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Ser refugiado en Serbia: encierro forzoso y militarización a pesar de no registrarse casos de covid-19 entre los migrantes

Mientras las personas refugiadas en Serbia están encerradas forzosamente en campos, algunos de ellos custodiados por el Ejército, la ciudadanía ya lleva una vida normal y los políticos usan a los migrantes para su campaña electoral.

Soldados serbios registran a varios migrantes junto al campo de Sid. - REUTERS
Soldados serbios registran a varios migrantes junto al campo de Sid. - REUTERS/Marko Djurica

Muchos niños juegan y corretean de un lado a otro sobre prados ya sin hierba, rodeados de mini casetas blancas. Tras ellos, unas rejas que encierran ese lugar en el que viven y al que le llaman campo de refugiados. Y después, tanques y militares armados rodeando esa reja. Un poco más allá de ese recinto cerrado a modo de prisión, está la vida real, personas en las calles, terrazas llenas de gente, música balcánica y humo de cigarro que abarrota el espacio público como si nunca un virus hubiese paralizado la vida.

En Serbia, el estado de emergencia para contener una posible expansión del coronavirus se acabó el 6 de mayo. Los serbios son prácticamente libres, su desescalada tiene muy pocas restricciones a la vista del poco impacto de la covid-19 en el país. Pero los refugiados continúan encerrados a cal y canto, igual que durante las semanas críticas de la pandemia. El único alivio que  encuentran en la mayoría de campos es que, mientras duró el estado de emergencia, que comenzó el 15 de marzo, los campos oficiales de refugiados estaban rodeados de militares y tanques. Luego pasaron a ser custodiados por la Policía. A pesar de todo, en la localidad de Sid, al norte del país, muy cerca de Croacia, el Ejército sigue custodiando los tres centros que ahí existen.

Hombres uniformados, equipados con armamento y vehículos blindados de combate con pintura de camuflaje que vigilan a personas llegadas de Siria, Irak, Afganistán, Palestina y otros lugares en conflicto y guerra de los que huyeron hace tiempo. Y mucho menos ideal resulta para los campos destinados a familias, donde viven una gran cantidad de niños y niñas pasando las horas muertas correteando y jugando dentro de las rejas que cercan su espacio de vida.

Casi tres meses de encierro

"No podemos salir a comprar comida, la que nos dan es insuficiente. Hay un mini supermercado en el campo, pero los precios son más altos que en las tiendas de fuera", cuenta Bilal, un chico del Kurdistán encerrado en Krnjaca, un campo a las afueras de Belgrado. Las presiones de él y de otras personas encerradas, y también de las organizaciones de derechos humanos que trabajan en Serbia, llevaron a que se permitiera a los migrantes salir unos minutos a comprar, pero con limitaciones. "No nos dejan entrar con refrescos de vuelta, supongo que porque quieren que nos gastemos nuestro dinero dentro", continúa Bilal.

Un migrante reza en una mezquita improvisada dentro del campamento de Sid, Serbia. - REUTERS / Marko Djurica
Un migrante reza en una mezquita improvisada dentro del campamento de Sid, Serbia. - REUTERS / Marko Djurica

Muchas de estas familias encerradas vivían previamente en apartamentos alquilados. Pero con el comienzos del estado de alarma en marzo, las autoridades hicieron un barrido por las calles, llevándose forzosamente a todas las personas a los campos. "Hay muchas familias que tienen toda su ropa en las casas que alquilan, no tienen muda aquí y han pasado semanas sin poder cambiarse", explica Bilal.

"Antes de que comezase el estado de alarma había 6.000 personas acomodadas en centros y apenas unas semanas después había 9.000", relata Radoš Đurović, director ejecutivo de Azil u Srbiji, una organización de Belgrado y que provee apoyo legal y psicológico a personas en tránsito. Esto se traduce a que "los centros se hacinaron y las condiciones de vida empeoraron por la falta de espacio, de agua caliente o de productos de higiene para tantas personas", dice Đurović. Es decir, una enorme falta de protección contra la covid-19.

Hay que mencionar que estos lugares están gestionados por el Commissariat for Refugees and Migration de Serbia y financiados, en gran parte, por dinero que llega de la Unión Europea.

"El 16 de mayo, el presidente Aleksandar Vucic anunció la llegada del Ejército a Sid con la excusa de dar tranquilidad a la población local y de cuidar sus bienes frente a posibles ataques por parte de migrantes", explica Tomás D’Amico, fotoperiodista y voluntario de la organización independiente No Name Kitchen. Y aclara: "Es un capítulo más de la campaña de criminalización de la que son objeto las personas en tránsito y, en este caso, no promovida por los grupos anti-migrantes que operan a través de redes sociales, sino por el mismo Gobierno".

Tomás añade que, tras varios días preguntando a personas en la localidad, no se ha sabido de ningún robo ni problema con la comunidad migrante que justifique la decisión. Y, según información de ACNUR y de otras organizaciones de derechos humanos, en todo este tiempo no se han encontrado casos de covid-19 entre la comunidad migrante.

Una mujer migrante pasa junto a un control militar.  -REUTERS/Marko Djurica
Una mujer migrante pasa junto a un control militar. -REUTERS/Marko Djurica

Acusaciones de abuso de poder

Además de lo relatado, Simon Campbell, coordinador en terreno de la red Border Violence Monitoring, que recoge casos de deportaciones ilegales de personas refugiadas, conoció a 16 personas en Grecia que contaron que llevaban tiempo en Serbia, algo que pudieron demostrar con tarjetas de identificación oficial del campo en el que vivían. Era un grupo de chicos y hombres de entre 17 y 40 años de nacionalidades muy diversas. Algunos explicaron que llevaban viviendo en el campo de Tutin cuatro meses, otros cerca de un año. Un día, las autoridades les dijeron que se subieran a unos furgones para ir a otro campo de Belgrado.

Cuando el coche paró varios kilómetros después, esas 16 personas se encontraron que los agentes de Policía serbios los habían trasladado a la frontera con Macedonia del Norte y los obligaron a cruzar hacia el país vecino. Pasaron varios días allí, tratando de volver a Serbia hasta que los agentes macedonios los descubrieron un día y los deportaron a Grecia. Algo ilegal, pero que sucede desde hace tiempo. "Es una locura, pero somos testigos de cómo se ha usado la ley para frenar la expansión de la covid-19 con el objetivo de aumentar la represión contra las personas refugiadas", explica Campbell.

Además, Radoš Đurović recuerda que "el registro de asilo se ha detenido, por lo tanto, ninguna persona tiene derecho a abrir una nueva petición de protección". Y añade el director de Azil u Srbiji que se ha registrado un abuso de poder: "Agentes han golpeado y amenazado a las personas dentro de los campamentos". El experto considera que como estas personas "carecen de información, asesoramiento psicológico y legal en campamentos superpoblados", las autoridades aprovechan esta vulnerabilidad. Por su parte, el Belgrade Centre for Human Rights (BCHR) presentó una denuncia penal contra los guardias del Centro de Asilo Bogovađa tras descubrir que en la noche del 11 de mayo los agentes de la seguridad privada del centro abusaron física y verbalmente de algunos de los internos en este lugar: niños no acompañados.

La comunidad migrante como señuelo para conseguir votos

No parece haber sido difícil justificar hacia la opinión pública serbia esas imágenes donde niños y niñas juegan dentro de unas rejas, frente a camiones blindados y militares armados. O para justificar esa historia que publicó Azil u Srbiji, que relata cómo un trabajador del campo golpeó a un niño sirio de 14 años que pedía un pijama para cambiar su ropa. El discurso de rechazo hacia la enorme comunidad migrante parece estar sirviendo para ganar adeptos de cara a las elecciones que esperan celebrarse el 21 de junio (la fecha inicial era en abril).

Un migrante transporta leña en el campamento de Principovac para migrantes cerca de Sid, Serbia. - REUTERS / Marko Djurica
Un migrante transporta leña en el campamento de Principovac para migrantes cerca de Sid, Serbia. - REUTERS / Marko Djurica

Hay que recordar que si hay unas 9.000 personas en Serbia en la actualidad es por el cierre de fronteras de la Unión Europea en 2016. Pedir asilo desde fuera es imposible. En Grecia los derechos de las personas refugiadas se han ido minando, Serbia resuelve muy pocas peticiones de forma positiva y si una persona quiere pedir asilo dentro de la UE, no tiene más remedio que hacerlo in situ. Eso obliga a las personas a cruzar fronteras a escondidas. Y ha creado un cuello de botella en Serbia y en Bosnia de personas que buscan su oportunidad para llegar a Europa Occidental. Croacia y Hungría, países vecinos de Serbia,  realizan devoluciones en caliente y en muchas ocasiones con violencia contra las personas refugiadas como se lleva documentando y denunciando desde hace años.

Marta, activista e investigadora serbia que prefiere mantener su apellido oculto, explica cómo observó que en tan solo dos semanas, justo durante el comienzo del estado de emergencia, un grupo de Facebook serbio con publicaciones contra los migrantes consiguió 300.000 seguidores en apenas dos semanas. Al mismo tiempo, explica, los dos partidos con más posibilidad de ganar las elecciones hablan constantemente sobre los migrantes para conseguir atención. Pero, recuerda que "el partido gobernante no puede expresar directamente el sentimiento antimigrante debido al proceso de adhesión a la UE que está en marcha, por ello, no están usando el discurso de odio, sino acciones".

De hecho, hace unos días, el Ministerio de Defensa serbio anunció una licitación pública para la compra de 2,5 toneladas de alambre de púas para colocar alrededor de varios campos. Varias organizaciones locales de derechos humanos, como InfoPark, enviaron una queja al Gobierno. Unos días más tarde se canceló la decisión. Pero como explican defensores de derechos humanos, eso ya deja una vez más a la comunidad refugiadas en el punto de mira como su fuera "un grupo peligroso del que hay que protegerse o al que hay que aislar a la fuerza".

Mientras tanto, el estrés por aprovechar los meses de buen clima para cruzar fronteras aumenta. Rihan Gull tiene 20 años, es de Afganistán, ha pasado dos inviernos enteros sufriendo frío y abusos de poder en Serbia y junto a otras 50 personas vive en un bosque pegado a Croacia. Se escapó del campo en el que estaba, como hicieron los demás, muchos de ellos menores. Y quiere conseguir irse cuanto antes. No planea vivir en Serbia. Sabe que como afgano hay muy pocas probabilidades de que le den un asilo y la alternativa que le queda es la de los campos hacinados. Quiere alcanzar París, donde tiene familia, y pedir allí esta protección. Para mantenerse ocultos, un taxista al que conocen, les hace la compra. Ellos pagan la comida y la carrera y duermen a la intemperie. Llueva o haga sol.

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