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El elixir de la eterna juventud

El imperio de Yegorov es un sorprendente finalista del último Premio Herralde de novela. No es el tipo de obra que suele convencer al jurado del galardón que lleva el nombre del editor de Anagrama, más inclinado a favorecer empeños literarios más arriesgados y menos comerciales.

Se lee de un tirón, atrapa de forma instantánea sin decaer un instante, y resulta tan gráfico y directo que es imposible sustraerse a la impresión de que se asiste a la proyección de una trepidante película de acción.

El libro tiene potencial para convertirse en un éxito de ventas, pero no como esos tochos monumentales que surgen de factorías de ficción que tienen más de producto industrial que de fruto de la imaginación. Por el contrario, el cordobés Manuel Moyano –conocido sobre todo por sus notables relatos cortos- efectúa desde el esfuerzo individual un ejercicio notable de concisión: reduce a menos de 200 páginas lo que en manos de Ken Follet habría sobrepasado las 1.000.

El resultado recuerda más a un guion de cine que a una novela, pero aún así es una buena novela que utiliza con gran habilidad instrumentos tan diversos como el diario de viaje, el relato de aventuras antropológicas, la investigación médica, el correo electrónico, la transcripción de interrogatorios, el trabajo detectivesco, la acción trepidante, la intriga y la ciencia ficción.

El imperio de Yegorov incorpora un gancho eficaz, un viejo recurso narrativo que entronca con una de las aspiraciones más arraigadas en el inconsciente colectivo del ser humano: el elixir de la eterna juventud, la fórmula mágica que, más allá de otras quimeras como la piedra filosofal, dé a la especie que reina en el planeta la llave para vencer a la muerte y a la misma idea de Dios.

A Moyano no le importa que, observado desde una mínima perspectiva racional, ese argumento roce el absurdo. Lo que le importa es que, al menos mientras se lee la novela -lo que no debería exigir más de tres o cuatro horas- esa posibilidad fantasiosa tiene credibilidad literaria, ese pariente cercano de la credibilidad cinematográfica, que salva tantas y tantas películas con tramas descabelladas si se da en ellas la necesaria combinación de imaginación y talento.

Informa Anagrama de que, antes incluso de su publicación en castellano, se habían empezado ya a vender los derechos de traducción. No es de extrañar. El potencial comercial de El imperio de Yegorov salta a la vista. Como libro y como embrión de una película de éxito, que tendría como escenarios las selvas de Nueva Guinea -en las que aún perviven culturas indígenas primitivas-, Japón y Estados Unidos, con un marco temporal que arranca en 1967 y llega hasta 2042.