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Opinión Ciudades sin miedo

Contra la propagación del discurso del odio, el miedo, y la intolerancia, el mejor antídoto es el reconocimiento de la diversidad religiosa, política y cultural de nuestras ciudades.

Mensajes colocados en el memorial en Las Ramblas de Barcelona en recuerdo y homenaje de las víctimas de los atentados en Catalunya. REUTERS/Albert Gea

JAUME ASENS (*)

Los crueles atentados terroristas de Barcelona y Cambrils han sido un auténtico mazazo que ha perforado nuestras vidas. Con el atropello masivo, en la Rambla se vivieron momentos terribles de pánico. La gente huía despavorida de la muerte. La ciudad, sin embargo, no se dejó vencer por el miedo. Ya en los primeros instantes se vieron gestos de gran dignidad y solidaridad. Los bomberos, los servicios de emergencia y la policía municipal fueron los primeros en auxiliar a las víctimas. Se originó, poco después, una escena insólita y llena de esperanza. La ciudadanía se movilizó, rápidamente y de forma espontánea, bajo la consigna “No tinc por¡” (¡No tengo miedo¡). Un eslogan nada usual en este tipo de circunstancias que encabezara la marcha de este sábado en Barcelona. ¿Cómo se explica esta respuesta? ¿Con qué propósito se utiliza una aseveración tan rotunda?

Con ese mensaje de dignidad se expresa, sin duda, el convencimiento de que la mejor forma de combatir la barbarie es desafiar al miedo, volver a la normalidad y no renunciar a ser quienes somos. Se pretende cerrar el paso a posibles recortes de libertades en nombre de la seguridad, a la islamofobia y a las reacciones del populismo de derechas. Los destinatarios de este tipo de exhortaciones son los propios Gobernantes, el conjunto de la sociedad y, sobretodo, quienes están detrás de éstos o futuros atentados. Uno de los objetivos de los ataques indiscriminados era inocular miedo. Las intenciones parecen claras: destruir la democracia y un modelo de convivencia basado en la diversidad. En el instante en que el miedo aparece, en efecto, acostumbra a volverse pegadizo, sofocante y rápidamente contagioso. Uno de sus efectos es el aislamiento, la resignación y la sospecha del vecino. El miedo encoge, paraliza, vuelve a la gente conservadora y desconfiada. Con el miedo se rompen afectos, vínculos y se expande el individualismo con sus múltiples formas de insolidaridad y egoísmo. La sociedad, al final, se ensimisma en si misma hasta cerrarse en su intolerancia. Cuando eso sucede, entonces, el terrorismo ha ganado.

“Lo único de lo que tenemos que tener miedo es del propio miedo”. Con esa advertencia el ex presidente de los EEUU, Franklin D. Roosevelt, quería exhorcitar los peligros que acarrea la propagación del miedo y los gobiernos que hacen de él su política central. Los hombres libres –consideraba- no deben tener ningún miedo al miedo, porque eso puede costarles su autodeterminación. Con el dictatum del “sálvese quien pueda” se carcome los cimientos de la democracia. Es entonces cuando se genera el mejor caldo de cultivo del fascismo entre los ciudadanos asustados. El miedo conduce a la tiranía y permite jugar con las masas que callan. Otro presidente norteamericano, Thomas Jefferson, ya en el siglo XVIII lo recordaba. Decía que “cuando el Gobierno teme al pueblo, hay democracia; cuando el pueblo teme al Gobierno, hay tiranía”. La tarea primera y más noble de la política es, por eso, quitarle el miedo a la ciudadanía. Y ayudar a mantener su espíritu crítico.

Cuando se producen hechos traumáticos, no obstante, no son pocos los gobernantes que buscan justo el efecto contrario. Tras el atentado del 11-S, por ejemplo, otro presidente norteamericano, George Bush, utilizó ese sentimiento para emprender todo tipo de actuaciones difícilmente aceptadas en condiciones normales. A nivel externo, fue el acicate necesario para una “guerra global permanente” que ya estaba previamente planificada. A nivel interno, se convirtió en la coartada de reformas de todo tipo - policial, penal o social – que apuntalaban actuaciones seguritarias y neo-liberales. Una de sus primeras decisiones fue, precisamente, recortar ayudas sociales. Un país en guerra -sostenían- debía movilizar todos sus esfuerzos en derrotar al enemigo (externo e interno). Cada anuncio de medida antisocial iba acompañado de otro contra las libertades. Esa estrategia tiene su lógica: atropellar los derechos ciudadanos exige mantener a raya las libertades que permiten reclamarlos.

El miedo como elemento propagandístico ha servido históricamente como estrategia para cerrar filas e impedir cambios no deseados y, al mismo tiempo, favorecer que ocurran otros. Noemi Klein lo llamaba la doctrina del shock. En realidad, envenenar las ciudades de miedo es una medida eficaz para anestesiar su pulso y lograr que se acepten políticas impopulares. Una sociedad acongojada no sale a la calle a reclamar sus derechos arrebatos.

Con el estallido de la crisis, el miedo también se extendió por todo el territorio europeo como una mancha cancerígena. El miedo a no poder pagar las deudas, al desahucio, a no tener en el futuro una pensión, a la pérdida de unos ahorros o de un empleo cada vez más precario. La extrema derecha no surge de la nada. Se nutre, precisamente, de ese desasosiego y malestar. Lo aprovecha para provocar un repliegue identitario y buscar cabezas de turco entre los de abajo. Eso es lo que ha sucedido en la mayoría de países europeos. En el caso español, en cambio, movilizaciones como la del 15-M o la PAH quemaron los espacios de la extrema derecha. Contra todo pronóstico, la gente se sacudió la resignación, se organizó y llenó las plazas de las ciudades. Señalaban a los de arriba, a las élites, como responsables de la crisis en vez de los de abajo. Esa forma de ver las cosas fue una victoria clara contra el miedo.

Naturalmente, que el populismo de derechas haya ganado posiciones en el viejo continente tiene que ver con otro sentimiento que va de la mano del miedo: el odio. Una intensa sensación de desagrado o aversión que se dirige a quien se percibe como una amenaza: los diferentes, los recién llegados o los más vulnerables. La hostilidad creciente hacia las comunidades musulmanas tiene que ver con ese aumento del racismo, la xenofobia y los discursos del odio. Esa es en verdad la gran victoria del fascismo islamista, de Al Qaeda y el Estado Islámico, que recluta a quienes descubren en su mensaje el impulso para contraatacar. Tras la derrota de las revoluciones árabes, la intensificación del racismo occidental permite que sus filas se engrosen de forma ininterrumpida. A ello también ayuda, sin duda, las intervenciones bélicas como la ocupación en Palestina o la invasión sobre Afganistán e Iraq. O la proliferación de todo tipo de guantánomos repartidos por el mundo. Un esquema que encuentra su réplica asesina, como en el caso de Ripoll, entre los propios europeos de origen musulmán. De hecho, la islamofobia es una gran fábrica que alimenta el fundamentalismo yihadista en Europa. Gregroy Bateson nombró en los 60’ a este fenómeno como “cismogénesis complementaria”: los enemigos se retroalimentan como acción de respuesta a la acción del otro.

Las otras causas que hay detrás de esta “islamización del extremismo”, y quizás las principales, son la precariedad laboral, la falta de expectativas, la pobreza y el desarraigo. Visto desde esta perspectiva, las intervenciones exclusivamente seguritarias no son la panacea. Se deben tomar las medidas de control oportunas con una mayor coordinación policial. También hay que desarrollar mecanismos más eficientes para que el sectarismo religioso no se infiltre en los lugares de culto y capte jóvenes con identidades débiles como los de Ripoll. El riesgo de un atentado terrorista, sin embargo, siempre estará presente hasta que no se eliminen los problemas de fondo que lo originan. En realidad, una de las recetas básicas para disminuir esa amenaza es multiplicar los esfuerzos para construir ciudades más justas, cohesionadas, interculturales, acogedoras y solidarias. Hay que erradicar la discriminación y el aislamiento de la población musulmana para que ningún adolescente se sienta excluido.

Contra la propagación del discurso del odio, el miedo, y la intolerancia, el mejor antídoto es la defensa de la diversidad religiosa, política y cultural de nuestras ciudades. Con esa intención, hay que salir este sábado a la calle. Barcelona es una de las ciudades europeas con las movilizaciones más masivas a favor de acoger más refugiados, en contra de la guerra, de los CIEs y la política de cierre de fronteras. Mantener esa identidad, ese legado de ciudad de paz sin miedo, sí puede ser la auténtica victoria contra el populismo xenófobo y el fundamentalismo religioso.

(*) Teniente de alcalde de Barcelona 

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