Opinión
Aborto, derechos formales y debates reales

Por Verónica Martínez Barbero
Portavoz de Sumar en el Congreso
-Actualizado a
El derecho al aborto es la afirmación de que ninguna persona puede ser reducida a su capacidad reproductiva, de que su cuerpo y su vida le pertenecen solo a ella. No es solo una cuestión sanitaria, sino un acto de autonomía personal y de justicia social. Y como tal, exige un compromiso constitucional firme: que las mujeres podamos decidir, sin obstáculos, sin juicios morales y sin desigualdades territoriales.
La propuesta del Gobierno de coalición para reconocer el derecho al aborto en la Constitución ha despertado un torrente de reflexiones jurídicas y tensiones políticas.
Hay quien sostiene que solo si se incorpora al artículo 15 -el que protege la vida y la integridad física y moral- podrá hablarse de un derecho verdaderamente fundamental. Otras defendemos que hacerlo en el artículo 43 -el que reconoce el derecho a la protección de la salud- puede ser igualmente sólido, siempre que se vincule expresamente a los principios de dignidad, integridad y autonomía.
La historia constitucional nos ha enseñado que la fuerza de un derecho depende mucho más de su texto que de su ubicación. Hay derechos situados fuera del catálogo de los fundamentales que han alcanzado tal condición por su contenido, y derechos formalmente fundamentales cuya eficacia ha resultado precaria.
La evolución del derecho a la protección de datos personales es un ejemplo paradigmático: surgido del artículo 18, el Tribunal Constitucional acabó reconociéndolo como un derecho autónomo, esencial para la libertad individual en el siglo XXI.
Desde la perspectiva contraria, hemos podido comprobar que la simple existencia formal de un derecho no asegura su cumplimiento. La igualdad, derecho fundamental sui generis, lleva décadas consagrada en el artículo 14, pero la realidad demuestra sus límites. Persisten brechas de género, salariales y territoriales, pero también otras menos visibilizadas como el racismo estructural, que condiciona el acceso a derechos básicos. Algo similar sucede con la libertad de expresión, reconocida como derecho fundamental en el artículo 20, pero en la práctica vulnerada por la Ley de Seguridad Ciudadana —ley mordaza—, que ha permitido sancionar protestas y limitar la crítica política. Esta contradicción —la existencia de derechos fundamentales sin efectividad real plena— debería servirnos de advertencia: lo importante no es el rango, sino la fuerza normativa y política con la que los poderes públicos se comprometen a hacerlos efectivos.
La Sentencia del Tribunal Constitucional 44/2023 confirmó precisamente esta mirada amplia. En ella, el Tribunal vinculó el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo con tres pilares esenciales: la dignidad (art. 10 CE), la integridad física y moral (art. 15 CE) y la protección de la salud (art. 43 CE). Esta doctrina deja claro que el aborto no es un conflicto entre derechos, sino la expresión de un único derecho: el de las mujeres y personas gestantes a decidir libremente sobre nuestro propio cuerpo. La dignidad exige que esa decisión sea libre; la integridad, que sea segura y respetuosa; y la salud, que las administraciones competentes garanticen su acceso en condiciones efectivas.
Con todo, y también pese a su reconocimiento legal, hoy el aborto no siempre está garantizado. En muchas provincias hay dificultades para acceder a él; las objeciones de conciencia lo dificultan; y las personas jóvenes, migrantes o en situación precaria siguen enfrentando barreras administrativas o sociales que lo complican.
La propuesta actual del Gobierno para reformar la Constitución va, por tanto, en la dirección correcta, al reconocer el aborto como un derecho constitucional es un paso que nos acerca a una democracia más igualitaria y moderna.
Sin embargo, la formula elegida carece aún de la ambición necesaria para convertirse en una auténtica garantía, carece de la valentía de la propuesta que hace ocho meses hicimos pública desde el Grupo Parlamentario SUMAR. Y no por razones de topografía, sino de letra.
Al texto actual -que recordemos que aún está en primera vuelta dentro del Gobierno y que luego tendrá que llegar al Congreso- le faltan referencias explícitas a la dignidad, la integridad física y moral y la autonomía, que son el núcleo constitucional de la libertad reproductiva. Y le sobra, en cambio, la apelación genérica a los “derechos fundamentales”, una fórmula que, aunque bienintencionada, abre la puerta a interpretaciones problemáticas y debates ya superados, como la supuesta “colisión” con el derecho a la vida o con la libertad de religión y culto.
Además, su redacción debe ser inclusiva, para no dar la impresión de que se excluye a otras personas gestantes, cuyo derecho al aborto ya reconoce la ley.
En esta "contienda", lo que se espera de quienes creemos en la igualdad es que sepamos distinguir entre lo importante y lo accesorio. Y que no caigamos en trampas discursivas que buscan hacer de un debate jurídico un campo de batalla político. Porque la lucha por el derecho al aborto une a las feministas del mundo entero, y lo que ahora necesitamos no son matices que nos separen, sino un horizonte común.
Como todo diálogo, el debate constitucional solo es útil si nos lleva a actuar; si solo sirve para hablar, se convierte en coartada. Nosotras tenemos claro que lo que nos jugamos no es un artículo, sino nuestra autonomía. Por eso batallaremos por el mejor de los textos, pero sin perder de vista lo importante: ninguna Constitución será completa mientras sigamos teniendo que justificar el derecho más básico de todos: el de decidir sobre nuestro propio cuerpo y nuestro propio destino.

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