Opinión
Cuando el acosador es el jefe y el jefe es el líder

Por María Eugenia Rodríguez Palop
Profesora de Filosofía del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Eurodiputada (2019-2024)
Paco Salazar hacía gestos de felaciones a empleadas de Moncloa, exigía que les enseñaran el escote o salía del baño con la bragueta bajada. Las denuncias cayeron en un agujero negro. Primero porque no existían, luego porque el anonimato dificultaba mucho la investigación, después porque el sistema informático se había “ofuscado” y, finalmente, porque la baja de militancia de Salazar hacía inútil seguir indagando. El PSOE ha pedido disculpas, se ha comprometido a investigar seriamente, y Pedro Sánchez ha asumido la responsabilidad en primera persona.
La Fiscalía de Violencia contra la Mujer de Málaga ha abierto diligencias contra Antonio Navarro, líder del PSOE en Torremolinos, por un supuesto acoso sexual a una militante. Los socialistas conocían su caso desde hacía un mes, pero hasta ayer no se le abrió expediente disciplinario ni se le suspendió de militancia. No obstante, el Sr. Navarro está convencido de que no tiene motivos para dimitir. Sigue de concejal y diputado provincial.
El Partido Popular enfrenta también acusaciones graves de acoso sexual aunque con la particularidad de que se han acabado resolviendo con una performance declarativa. El caso más sonado es el del senador y alcalde de Algeciras, José Ignacio Landaluce, que aún continúa en su puesto. El PP dijo haber activado un protocolo que nadie ha visto todavía y que, curiosamente, no exige adoptar ninguna medida cautelar a nivel interno, solo esperar a la justicia. Las dos concejalas que denunciaron el acoso sistemático de Landaluce, afirmaron que su historia era la de “muchas otras” que nunca hablarán porque tienen “miedo”.
En fin, se trata solo de algunos ejemplos recientes y sangrantes de los que se habla en estos días.
Desde 2023, todos los partidos políticos están obligados por ley (Ley 10/2022) a contar con protocolos para “prevenir, detectar y combatir” el acoso sexual dentro de sus filas, y, de hecho, todos lo tienen ya. El problema es que estos protocolos son insuficientes, a veces también opacos o inaccesibles, y no logran desactivar una cultura partidaria profundamente masculina. Los partidos son máquinas oligárquicas dominadas por varones o por lógicas masculinizantes que favorecen el imperio del silencio, el cabildeo y las represalias. Cuando las hay, las denuncias se ignoran o no se tramitan con agilidad, y si se adoptan medidas suelen ser cosméticas o tardías. De manera que, aunque el acoso sexual está muy extendido, no hay apenas motivación para denunciarlo. Su normalización, los estereotipos de género, la falta de transparencia y de relaciones de confianza, o el miedo a la pérdida del puesto de trabajo, desalienta a las víctimas y estigmatiza a las que denuncian.
Según la última Encuesta Europea de Violencia de Género contra las Mujeres (2024), una de cada tres mujeres trabajadoras (31%) en la UE ha experimentado acoso sexual en su lugar de trabajo. En España, según datos complementarios de la Macroencuesta de 2024, hablamos de un 28%. Es decir, millones de mujeres sufren diariamente hostigamiento con connotación sexual y, en un 32% de los casos, el acosador es el jefe, un colega o un cliente. A las más jóvenes se les acosa en mayor medida porque son más precarias y dependientes, y esa vulnerabilidad es pasto de una masculinidad hiperventilada. Un 42% de mujeres de entre 18 y 29 años, probablemente, primerizas, encuentran a su depredador cada vez que van a trabajar. El ciberacoso es también un gran problema para ellas. En España, dos millones de mujeres han recibido mensajes sexualmente explícitos, ofensivos y humillantes, de manera virtual. Las cifras, aún subestimadas, son espeluznantes.
Por suerte, en nuestro país tenemos ya una cobertura legislativa y en la Unión Europea también. La Directiva UE 2024/1385 sobre violencia contra las mujeres, obliga a los Estados Miembros a implementar medidas de prevención, formación y protección antes de 2027. España ha ratificado, además, el Convenio 190 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre violencia y acoso, que es un instrumento internacional muy ambicioso. Protege a quienes trabajan, a quienes buscan trabajo o han sido despedidas; amplía el acoso a todas las relaciones, a las reuniones fuera de la oficina, a los lugares donde se descansa o se come, instalaciones sanitarias o de aseo y vestuarios, a los viajes de trabajo, los cursos de formación laboral, eventos o actividades sociales, a las comunicaciones relacionadas con el trabajo, incluidas las digitales. No distingue entre ámbito público y privado, economía formal e informal, zonas rurales o urbanas. Y garantiza que la inspección de trabajo mire donde nadie mira, incluso en las casas.
La violencia sexual en el trabajo deteriora la salud de las mujeres, afecta a su dignidad, y a su entorno familiar y social. Impide que accedan al mercado laboral, permanezcan en él y progresen como merecen. Cuando esa violencia se practica en y desde los partidos políticos, cuando el acosador es el jefe y el jefe es el líder, el abuso de poder se multiplica y esas consecuencias se agravan. Poner todos los medios por acabar con ella no es solo una cuestión de coherencia y ejemplaridad.
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