Opinión
Alejandro Sanz en la puerta del insti

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Tradicionalmente en criminología se ha clasificado a las víctimas a partir de la evaluación del riesgo: de esta manera nos encontramos con víctimas de alto, medio y bajo riesgo. Esta evaluación se hace atendiendo a las circunstancias personales, laborales o sociales de cada víctima. A pesar de que la victimología —la clasificación y estudio de las víctimas— es una disciplina importante para comprender y combatir los delitos violentos, esta evaluación del riesgo, si no se hace desde una perspectiva correcta y respetuosa, es doblemente problemática. En primer lugar, porque al poner el foco en las decisiones y las condiciones vitales de las víctimas, sin tener en cuenta que muchas de estas coyunturas se escapan por completo a su control —especialmente los condicionantes de género, clase, color de piel u orientación sexual—, se corre el riesgo de que se utilicen más como una excusa que como una explicación, estigmatizando y revictimizando a quienes tendríamos que haber protegido. Y en segundo lugar, porque esta clasificación no deja de reflejar el viejo prejuicio clasista de dividir a las personas en gente de primera y gente de segunda categoría, un recelo que se acentúa especialmente cuando hablamos de delitos sexuales, cuyas víctimas suelen ser mayoritariamente mujeres, la infancia y personas del colectivo LGTBIQ+.
Esta evaluación del riesgo ha demostrado, además, ser una rémora en muchas investigaciones criminales, no solo porque la mayoría de esos crímenes podrían haberse evitado —si como sociedad hubiéramos puesto todo nuestro empeño en acabar con los condicionantes sociales que llevan a la exclusión social y, por tanto, a la mayoría de los comportamientos calificados de alto riesgo—, sino porque no sería la primera vez que los prejuicios de los investigadores —y la asunción de que las vidas de estas víctimas tienen menos valor que las de las consideradas de bajo riesgo— se han materializado en investigaciones negligentes. Así ocurrió, por ejemplo, en los casos de Dean Corll o John Wayne Gacy, en los que las denuncias de las familias de los muchachos desaparecidos, todos de clase obrera, fueron sistemáticamente ignoradas por las autoridades. Así mismo, Joe Rifkin, Willie Pickton y Rex Heuermann, el asesino de Gilgo Beach, asesinaban a trabajadoras sexuales porque eran conscientes de que la Policía ni siquiera se iba a molestar en investigar sus muertes. Los tres fueron arrestados gracias a que alguna de sus víctimas logró huir o por la insistencia y la presión de las familias de las mujeres que habían asesinado. Otro ejemplo palmario de esto lo encontramos en la forma en la que se desarrolló la investigación de los crímenes de Peter Sutcliffe, una de las más chapuceras y controvertidas de la historia criminal reciente del Reino Unido, pues la Policía solo empezó a tomarse en serio los asesinatos cuando Sutcliffe comenzó a asesinar víctimas de bajo riesgo, "víctimas inocentes".
Y es que el prejuicio patriarcal en torno a los crímenes de naturaleza sexual —y la mayoría de los asesinatos seriales tienen una clara motivación sexual— sigue siendo mayoritario, pues todavía exigimos a las víctimas de estos delitos —tanto a las que han sobrevivido como a las que no— que demuestren su integridad y su respetabilidad antes, durante y después de haber sido atacadas. Seguimos exigiendo, por tanto, que demuestren que son víctimas ideales, que no se merecían lo que les pasó y que opusieron resistencia. Y el factor determinante de esta ideabilidad, de esta pureza, especialmente en las mujeres, sigue siendo la sexualidad. Pues el patriarcado entiende el sexo como un acto de dominación, algo que "nos hacen a las mujeres" y con el que irremediablemente perdemos valor.
Esto ha hecho que, incluso desde algunos sectores del feminismo, se afronte el sexo y la sexualidad en las mujeres como algo problemático, casi desde una óptica cercana al puritanismo patriarcal. Pero tenemos que aprender a deconstruir la sexualidad femenina desde una perspectiva ajena y opuesta a la moralidad patriarcal hegemónica para que, al fin, la mujer se convierta en un sujeto activo, deseante, lejos de culpas y señalamientos; que nos permita hacernos dueñas de nuestro deseo, de nuestro cuerpo y de nuestro consentimiento.
Sin embargo, todo está en contra de esta pretensión: los usos sociales, la moral hegemónica y la propia ficción —que moldea el pensamiento y nos proporciona patrones de comportamiento que ansiamos imitar— siguen afianzando el concepto tradicional y patriarcal de la sexualidad femenina. De esta forma, la tradición y la moralidad se han ido diseñado a través de relatos en los que el amor se identifica con relaciones asimétricas de dominación masculina, en muchos casos travestida de cuidados y protección, y que además queda configurada también mediante otro factor decisivo: la brecha de edad.
Desde los griegos, con Pigmalión; pasando por La pequeña Dorrit, de Dickens o la delicada Sabrina, envuelta en bellos vestidos de Givenchy; hasta el cine actual más palomitero, hemos ido atravesando los siglos, disfrutando y aprendiendo de grandes ficciones que nos han convencido de que las chicas y las mujeres jóvenes son apenas un esbozo de ser humano: un proyecto en barro al que moldear, educar y amar por hombres mayores que gozan de una posición de poder. Unas relaciones asimétricas en las que ellas son poco más que un sujeto de deseo pasivo, un trofeo que exhibir o una dama en apuros a la que rescatar.
Por tanto, nada de lo sucedido en la última semana con Alejandro Sanz nos ha pillado por sorpresa. De hecho, si hacemos un repaso de la historia del rock narrando exclusivamente las vivencias de las groupies, apenas unas adolescentes, y del trato que muchos de nuestros ídolos les infligieron, se nos haría muy complicado volver a escucharlos sin sentir un escalofrío por todo el cuerpo. Como tampoco es extraño que muchas de nosotras nos hayamos dejado convencer de que este tipo de relaciones son sanas, naturales y románticas. Y sin bien no todas ellas son delictivas —ni creo tampoco que como sociedad tengamos que judicializarlo todo, pese a los intentos del juez Peinado— no es menos cierto que tenemos la obligación social de señalar y, si es necesario, censurar públicamente conductas que son claramente patriarcales y dañinas para muchas adolescentes y chicas jóvenes.
Por eso mismo, tenemos que aprender a poner el foco en el comportamiento de estos hombres —de la misma manera que muchos criminólogos prefieren atender a los hábitos y las circunstancias de los victimarios y no de las víctimas—, porque cuando ponemos el foco en las chicas que cuentan sus experiencias con hombres adultos, ricos y poderosos cometemos el mismo error de base que se encuentra en la evaluación del riesgo en criminología: escrutinar a quienes padecen un comportamiento que ellas han vivido como abusivo y dañino, cuestionando así a la parte más débil, reproduciendo la dicotomía y la jerarquía entre buenas y malas víctimas —buenas y malas mujeres—, para acabar justificando las acciones de la parte poderosa.
Está claro que la edad de consentimiento es, como todas las decisiones de corte legal y social, arbitraria, lo que no quiere decir que sea errónea. Se estableció para proteger a los y las adolescentes porque estos tienen derecho y capacidad para tomar decisiones sobre su cuerpo y su sexualidad que les permitan desarrollarse y conocerse en libertad. De esta manera, los amparamos de las intervenciones, el control y los prejuicios religiosos, morales y políticos de su familias. Pero hemos descuidado la obligación social de protegerlos también mediante una educación sexoafectiva integral y adaptada a todas las etapas de maduración, y sin ella es más complicado que aprendan a establecer relaciones simétricas y sanas entre iguales, sustentadas en el respeto y la autonomía personal, y reguladas por el deseo y el consentimiento.
Cuando yo era adolescente no era extraño encontrarse a la puerta del instituto señores en la treintena que iban a buscar a sus novias quinceañeras. Las costumbres sociales han mudado y la puerta de los institutos, ahora, ha sido sustituida por mensajes directos y comentarios en Instagram que dan acceso directo a toda clase de ridículos aprendices de pacotilla de Humbert Humbert —incluidos los ricos y famosos —que ignoran que Lolita fue concebida como una sátira y una crítica hacia este tipo de adultos gotescos. Igual va siendo hora de volver a recordárselo.

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