Opinión
'Carneys' y 'Starmers'

Por Pablo Batalla
Periodista
Los liberales iban a perder estrepitosamente las últimas elecciones en Canadá. Las han ganado. Los laboristas iban a perder con no menor estrépito las últimas elecciones en Australia. Las han ganado también. La poción mágica de Mark Carney y Anthony Albanese ha sido un antitrumpismo robusto y solemne; el presentarse ante su electorado como un negativo exacto del agente naranja. Entretanto, en un tercer país anglosajón —el país anglosajón originario—, el Reino Unido, se verifica el fenómeno inverso. Los laboristas iban a avasallar a sus adversarios en las últimas elecciones generales de allá y efectivamente las ganaron, cabalgando sin esfuerzo el hartazgo masivo del país hacia los conservadores. Pero entonces, una vez instalado Keir Starmer en Downing Street, se pusieron a ser, no anti-tories, sino más y mejores tories que los tories, y han entrado en una rápida decadencia que ya tiene una contante y sonante expresión electoral: el éxito de la ultraderecha de Nigel Farage en las últimas municipales. La moraleja se escribe sola.
Las victorias de la ultraderecha a veces parecen inexorables; un fantasma que recorre el mundo y llega antes o después a todas partes, a todos los palacios de gobierno. Carney, Albanese y sus remontadas de época demuestran que ese triunfo no está, ni mucho menos, escrito en las estrellas. Hasta en las condiciones de partida más desfavorables se les puede ganar. Lo que pide la era no es fascistas, pero ni tan siquiera pide radicales, sino que pide auténticos. No hay radicalidad alguna en los primeros ministros canadiense y australiano. Carney viene de las finanzas y fue gobernador del Banco de Inglaterra; el Partido Liberal es más un Ciudadanos que un PSOE. Albanese sí ha militado en la Labor Left Faction, el ala izquierda del Partido Laborista Australiano, pero como primer ministro —se convirtió en tal en 2022— protagonizó lo que los periodistas del país describieron como un giro centrista. Hablamos de establishment, de hombres del régimen, del centro exacto del Overton bipartidista; no de outsiders, ni tan siquiera de figuras semiperiféricas, con un pie dentro y otro fuera del sistema. Pero en países que parecían masivamente dispuestos a un electroshock trumpista, el electorado los acabó prefiriendo a ellos antes que a los conservadores Pierre Poilievre y Peter Dutton, políticos, ellos sí, alineados con el ala derecha, nacional-populista, de sus respectivos partidos. Frente a ellos, identificados como "el Trump canadiense" y "el Trump australiano", Carney y Albanese supieron encarnar mejor ese valor crucial que es la autenticidad; un patriotismo progresista en el que lo progre no se presenta en la forma frívola que a veces tiende a tomar, sino con el dramatismo de un asunto de orgullo nacional a vida o muerte. "Canadá no está en venta", dice Carney a Trump en el Despacho Oval, repitiendo ante él el ritornello de su campaña, que dejó tras de así algunos discursos históricos. Con Poilievre, los votantes canadienses no tenían del todo claro que no lo fuera a estar.
Frente a esto, el error Starmer es el error Harris; una alelada repetición de los fallos calamitosos que condujeron a la segunda victoria de Trump. Esta tampoco estaba escrita en las estrellas, pero Kamala Harris y su equipo se empeñaron en facilitarla desplegando una campaña timoratamente centroderechista, en la que el vigor y la solemnidad se reservaban para, no ya agradecer escuetamente, sino colmar de elogios una y otra vez a siniestros neocons como Dick Cheney, por prestar su apoyo a la demócrata. "Quiero agradecer a tu padre, el vicepresidente Dick Cheney, por su apoyo, y por lo que ha hecho para servir a su país", decía, por ejemplo, Harris a Liz, la hija del exvice de George W. Bush. A la postre se demostró lo que ya entonces era evidente: que Cheney no movilizaba un voto, que los republicanos antifascistas caben en un taxi y ya se habían pasado a los demócratas en 2016 y 2020, pero la indignación del electorado de origen árabe o afín a la causa palestina contra el carnicero de Iraq sí podía movilizar una buena bolsa de votos hacia terceros partidos o la abstención.
Starmer caerá, por obtuso e inepto, y será recordado como uno de esos homúnculos crepusculares que, en los cruces de caminos históricos, se empeñan en no estar a la altura de la responsabilidad que se les confiere. Y tal y como sucede con los incorregibles demócratas —en cuyo seno empieza a escucharse el runrún de una nueva candidatura de Harris en 2028—, apetecería alegrarse mucho, si no fuera por lo que viene detrás.
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