Opinión
Divertirse es estar de acuerdo

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Saltaba la noticia hace unas semanas, destapada por una investigación de los compañeros de El Salto: los festivales Sónar, Viña Rock, Resurrection Fest, Monegros Desert Festival, Arenal Sound, el FIB de Benicàssim o Brava Madrid, entre otros, controlados por las mismas estructuras financieras, han pasado a estar participados por la compañía israelí KKR. Una entidad que, entre otros negocios, se dedica a la promoción inmobiliaria de los territorios ocupados ilegalmente en Palestina.
En un momento en el que ya cuesta que el genocidio de la población palestina ocupe las primeras planas, asistimos a cómo los tentáculos del criminal Estado de Israel llegan a todas partes. Incluidos espacios de cultura, de diversión y de vanguardia artística que deberían estar firmemente posicionados en la defensa de los derechos humanos. La realidad es que, mientras algunos de estos festivales se intentan desmarcar del fondo israelí, el complejo entramado global que se ha adueñado de todo evento que arroje beneficios sigue operando sin pausa.
Sabemos que es difícil el boicot total a Israel, cuya limpieza étnica se sigue disculpando con la machacona cantinela de la defensa propia por parte de las empresas más grandes del mundo. Habríamos de dejar de consumir las marcas más populares de refrescos, ordenadores, champús o comida rápida. Pero asistir a un festival de música no es o no debería ser lo mismo que zamparse una hamburguesa de McDonald's.
Resulta chocante y bien triste que estos espacios, por más mercantilizados que estén –y si hay una industria cultural mercantilizada, esa es la de los grandes festivales– sean incapaces de escapar a esas perversas lógicas. Más allá de ser un negocio, los festivales siguen representando las citas musicales más concurridas y populares del país, convocando a personas que en muchos casos marcan esos días en el calendario con meses de antelación, se reúnen con amigos a los que no ven el resto del año y se dejan atravesar por las propuestas artísticas y discursivas de artistas gigantes, grandes, medianos y modestos.
En los festivales he pasado algunos de los días y las noches más felices de mi vida, he presenciado espectáculos que vivirán en mi memoria para siempre y he experimentado momentos de comunión con la música, con el arte, conmigo mismo y con la humanidad en su conjunto. Resulta doloroso pensar que, buscando repetir esas sensaciones, haya que transigir con aportar económicamente a un fondo vinculado con el genocidio.
La alternativa, claro, es ejercer el boicot y perder el dinero –solo el Sónar ha permitido la devolución de la entrada por motivos éticos–, renunciando a la oportunidad de ver en directo a artistas que, en un ecosistema musical saturado de festivales, probablemente no haya otro modo de ver. La conciencia de cada uno dictará la última palabra, pero no debería ser el asistente quien tenga que medir en una balanza ética si el concierto de su grupo favorito merece dar dinero a fondos cómplices con el holocausto del siglo XXI.
Tampoco debe de ser fácil estar en la posición de los artistas, aunque son docenas los que ya han decidido su postura, cancelando sus actuaciones en la lista de festivales marcados por las siglas KKR. En otra vida tuve un grupo y actué en algunos de estos eventos, por eso sé lo difícil que habrá sido apostar por sus principios, perdiendo, además del dinero del caché de cada uno, una plataforma necesaria para aquellas formaciones que están en vías de crecer. Vaya mi admiración para todos ellos.
Han sido más decididos que yo. Mi #ProblemaDelPrimerMundo de hoy es que tengo entrada para el Brava Madrid en septiembre y confieso que no he resuelto qué hacer. El festival no ha activado la devolución de abonos por esta razón, por lo que si decido no ir será a costa de perder ese dinero. En el tiempo que queda deberé decidir si sus vínculos con Israel pesan más que los de esas marcas de las uno, simplemente, no puede escapar. O si, de nuevo, habrá que poner la tarjeta en el datáfono con una pinza en la nariz.
Mientras tanto, no deja de acudir a mi cabeza una frase que estudié en la facultad, en una clase de Teoría de la Comunicación: divertirse es estar de acuerdo. Acuñada por los filósofos Adorno y Horkheimer en su obra Dialéctica de la ilustración, da cuenta de que, en un mundo dominado por los medios de comunicación masivos, adscribirse a la masa siempre es una renuncia a sus complejidades, especialmente cuando esta te atrae desde lo festivo.
En el sistema tardocapitalista, si te lo estás pasando bien en un lugar siempre es a costa de las miserias que han podido ser necesarias para generarlo. Casi un siglo después del aforismo, este no puede ser más pertinente: aunque nos convenga olvidarlo, tener un iPhone significa transigir con el trabajo infantil, vestir de Zara significa aceptar condiciones laborales abusivas, y comprar huevos en el súper condena a las gallinas a una existencia atroz. Ahora, además de todo eso, debemos responder si bailar hasta el amanecer en un festival compensa la explotación de los territorios ocupados en Palestina. Es el mundo en que nos ha tocado vivir.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.