Opinión
La fractura generacional sí existe

Escritora y doctora en estudios culturales
En unas declaraciones recientes, Elma Saiz, ministra de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, afirmó que "algunas voces tratan de sembrar una peligrosa fractura generacional en torno al sistema público de pensiones", a lo cual añadió, acto seguido, que "el sistema es un pacto entre generaciones". Estas aserciones, junto al tuit que las acompaña, contienen parte de verdad, pero también una dosis de inexactitud que ejemplifica la confusión generalizada en torno a un malestar que está carcomiendo las biografías de los jóvenes (y no tan jóvenes). Sin ánimo de arrojar más leña a un fuego desolador, pero movida por un afán constructivo con el que intento, a menudo, iluminar zonas sombreadas del debate público, creo necesario complejizar un problema urgente que, más allá de la indeseable dicotomía entre "buenos y malos" según la edad, merece reflexión.
En primer lugar, atacar las pensiones de nuestros mayores calificándolas de robo supone un embiste injusto al Estado del bienestar en su conjunto, tanto como un ansia revanchista que no soluciona nada, desde el momento en que arrebatar derechos al vecino no amplía los propios. Los jubilados actuales han conquistado, a base de trabajo, unas garantías cuya protección no debería cuestionarse. Ahora bien, de ahí a asegurar que dicha conversación refleja "guerras que no existen" —hasta en el mero deslizamiento desde la palabra fractura al término guerra— es un error reduccionista que opaca reivindicaciones legítimas por parte de una juventud cuyo futuro se extiende hacia incertidumbres insoportables. Desde, al menos, la crisis de 2008, es un hecho constatable que la juventud ha perdido poder adquisitivo. Ni sus sueldos ni su patrimonio pueden equipararse a los que un día lograron otras franjas etarias; y ambiciones tan básicas como adquirir una vivienda en propiedad o incluso pagar el alquiler rozan la quimera, poniendo en riesgo la construcción de un proyecto propio, sea este formar una familia o lograr labrarse una vida medianamente digna.
Quienes experimentamos aquella crisis al albor de nuestras carreras profesionales hemos atestiguado la progresiva decrepitud de los servicios públicos; hemos aceptado empleos miserables o caído en las redes del paro; en ocasiones, hemos emigrado y, además, hemos comprobado un deterioro de la tan manoseada meritocracia mientras se incrementaba la desigualdad social. La pelea por los CV de algunos políticos podría leerse, por ejemplo, desde la frustración que provoca la continua mendacidad meritocrática a los más perjudicados. Una puede aducir que los mayores tampoco caminaron por un sendero de rosas, pero lo que realmente modifica la perspectiva y convierte al fenómeno de la fractura generacional en una realidad histórica tangible no es eso, sino la magnitud de las tragedias por venir —difícilmente remediables en una o dos legislaturas— y el miedo al transcurrir del tiempo conforme se recrudecen. Porque resulta que la existencia innegable de dicha fractura abarca muchos más vectores que los meros datos económicos.
Como ya dejé escrito en Vivir peor que nuestros padres (Anagrama, 2023), tal sima es también ecológica. Se sostiene sobre incendios, inundaciones, constantes récords de temperatura y la salud mermada por una contaminación química que antes causaba menos estragos; se afianza en cada estudio científico que demuestra que los nacidos más recientemente ya habitan un planeta con un clima más inestable y aterrador que el de sus abuelos. Estas circunstancias amenazan la vida tal y como la hemos conocido, incluyendo la economía mundial, hasta el punto de que pensar en un sistema de pensiones a largo plazo implica —cuanto menos— ingenuidad, pues para ello se precisa de una naturaleza que responda: sin agua, tierra fértil o patrones estacionales poco resistirá lo demás. Si a la situación descrita se suman los tambores de conflicto bélico mundial (ahora sí: de guerra), con su consiguiente cohorte de carné joven, potencialmente combatiente; el renovado protagonismo de las armas —también las nucleares— ; y el desequilibrio geopolítico que está conduciendo a la claudicación de las soberanías europeas, no es de extrañar que los jóvenes (y no tan jóvenes) andemos un tanto inquietos. Aplíquese al combo un entramado digital caracterizado por la desinformación y la vigilancia, y hallaremos la fórmula perfecta para un fracaso civilizacional que afecta de manera más profunda a quienes aún no peinan canas.
Mi argumentación —mutatis mutandis defendida por numerosos economistas, científicos, y filósofos como Jorge Riechmann o Santiago Alba Rico—, se ancla en una percepción compartida asimismo por buena parte de la ciudadanía que, justamente, clama por que se ponga en marcha ese pacto intergeneracional soñado. Pero un compromiso realmente transversal no debería cimentarse apenas en reivindicar la sostenibilidad inmediata del sistema público de pensiones; junto a ese elemento, hay que atender a la zozobra ramificada en cada hogar: a sus vertientes climáticas, habitacionales, laborales, algorítmicas y militares. Hay que escuchar el pánico y la rabia calando como lluvia fina los huesos del futuro para evitar que el reguero desemboque en más odio. Ahí sí, tendría que darle la razón a la ministra.
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