Opinión
Con Franco vivíamos mejor. Hambre

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
-Actualizado a
Primero murió mi padre. El Jaro le decían de apodo. Por el color del pelo y por rojo. Venía de la guerra. Llegó herido y se murió de hambre y de miseria. Qué lástima, no lo mataron las balas, pero lo mató la miseria que es mucho peor enemiga. Más vengativa y sanguina. Mi madre, la pobre, no pudo hacer nada por él y se murió, como digo, de hambre y de miseria. Dejando que se lo comieran poco a poco esas dos heridas. Ni siquiera las tres – la del amor, la de la muerte, la de la vida – que escribiera el poeta.
Antes de morir me llamó a su lecho y acudí con cierto reparo a aquel camastro, que olía a limpio, a lavanda y a agua fresca, por los afanes de mi vieja, aunque la muerte estuviera allí rondando muy cerca. Para pedirme que cuidara de mi madre. Que la dejaba en mis manos. ¡Menuda petición y menudas manos, incapaces de sostener ni a un gorrión! Que para eso era el hombre de la casa. Como antes lo fueron él y el abuelo.
Para ejemplificarlo, me contó que siendo un niño de apenas diez años, su padre le llevaba a arar con el burro. A los dos juntos, burro y muchacho, emparejando la yunta. Acollaraba a uno y a otro, les echaba el yugo encima de la nuca, unía el tiro y el varal al arado, mientras él guiaba el timón de la reja que destripaba la tierra igual que se desuella a una oveja. Con un latiguillo fustigaba al burro, con cuidado de no dar al hijo. Araba, araba y se le oía decir: – ¡Arre burro, vamos hijo! ¡Arre burro, vamos hijo! –. Y en ese "vamos, hijo" se encerraba el alma de la dignidad de la pobreza. Un "vamos" lleno de amor. La esencia del cariño de un padre que jamás tuvo un hueco para acariciar a su hijo y mucho menos para decirle te quiero. Un padre que echa el yugo sobre la nuca de su muchacho porque tienen que comer, equiparándolo a una bestia. Sin embargo, no le dice "arre" como si fuera un burro, le dice "vamos, hijo". Para convertir una sola palabra en el aliento de la grandeza de la supervivencia.
Al poco tiempo se murió mi hermano, como era más pequeño – apenas dos añejos – no pudo resistirlo y también se murió. De hambre. Se murió en brazos de mi madre, la muy desdichada, pues no hay peor cosa en la vida que se te muera el ser que ha salido de tus entrañas, sin poder poner remedio ni desagravio. Entonces nos echaron de la casa, que era arrendada y no podíamos pagarla, ni el dueño y señorito "albergar a personas de nuestra calaña". Y nos fuimos a vivir a una casilla por un campo baldío. Huyendo, alejándonos, de odios añejos y venganzas nuevas a cuenta del Jaro, aunque ya no existiera: que no te raparan el pelo en la plaza, que no te obligaran a beber aceite de ricino para soltar tu vientre delante de toda esa gente, que no te pegaran un tiro en la sien aunque llevaras de la mano a tu hijo. Vaya casilla, llámala mejor cuadra, sin leña, sin muebles, sin ropas, sin cama. Y sin padre.
Yo dormía en un pesebre, donde comen las mulas, igual que un belén, y mi madre se acostaba debajo de mí y mi abuela al otro lado. A las tres o las cuatro de la madrugada, horas antes de que amaneciera, se levantaban las dos y se ponían a hacer cordetas como unas locas. A la luz de una vela o, por no gastar, a la luz de la luna y de las estrellas. Las cordetas son las cuerdas para atar la mies que van cortando los segadores. Tenían que hacer un haz, cada haz tenía veinticinco madejas y cada madeja veinte cordetas. Hacían un haz y les daban un duro. Y con ese duro compraban lo que podían. Poca cosa se podía comprar con un duro. Pero todos los días tenían que hacer su haz, para conseguir su duro. Si no conseguían el duro, ese día no comíamos. Entonces mi madre ponía un poco de agua a cocer en un puchero, con algún yerbajo o tubérculo, para echarle algo al cuerpo – para engañar al cuerpo – y por lo menos entrar en calor. Te acostabas y no te podías dormir porque te dolía por dentro. Bueno, no era dolor exactamente, quizás fuera algo peor que el dolor: era como una corriente en el interior, una corriente negra, fría y dañina, un pozo hondo y oscuro en el que te brujían las tripas. Por eso yo estaba todo el día llorando, porque estaba enfermo, la misma enfermedad que mató a mi padre y a mi hermano: la puta hambre.
Los viernes me agarraba mi madre de la mano y me llevaba a pedir de puerta en puerta. A pedir limosna. Descalzo. En algunos sitios te daban algo y en otros no te daban nada. Cuanto más tenían, menos te daban. Algunos días, como digo, no pillábamos nada, y estábamos toda la mañana y la tarde de punta a punta del pueblo para volvernos de vacío. Sin nada – sé de sobra que estoy repitiendo la palabra – que llevarnos a la boca. Al otro día la misma operación. Si nos daban un cachejo de pan era para mí. No me lo comía, lo devoraba. Y notaba cómo caía a mi estómago, pues me entraba un calor placentero, una especie de anestesia, de letargo, al haber calmado por un momento a esa alimaña, a esa fiera que me arañaba y desgarraba por dentro. Mi madre, que era una santa pero sin poderes milagrosos, se quedaba sin comer, hasta que nos daban otra coseja. Si nos la daban se la comía ella, porque ahora le tocaba. De no echarse un mendrugo a la boca, unos altramuces, unos garbanzos resecos y duros, ya no podía más y se caía de culo. Ya no podía andar más porque estaba desmayada. No sé de dónde sacaba las fuerzas esa mujer fibrosa, sin carnes, si se alimentaba del aire, pero seguía adelante: con una mano pidiendo y con la otra arrastrándome. Así era. Así tenía que ser si no queríamos morirnos de miseria y de hambre.
Transcurridos tres años, falleció la abuela. Tres años ya de paz. Ese tiempo de paz que trajo tanto bueno. Todo lo bueno, a la madre patria. Al menos ella corrió mejor suerte: murió de pulmonía y de tristeza. Pulmonía por unas corrientes de aire frío, muy traicioneras, que pilló una noche de hielo en la rebusca, siempre a escondidas: un cubito de aceitunas para echarlas en agua con tomillo y romero, cuatro patatas enraizadas, un racimo de uvas pasas, unos tomates podridos que ya no quieren ni las moscas. ¿Y la tristeza? La tristeza porque se le había enquistado en el hígado el sufrimiento y la injusticia.
Se murió la abuela y la enterramos como pudimos. Nos pasó la de siempre: no teníamos dinero para pagar el entierro. Al sepulturero y al cura, que nos amenazaba con no enterrarla en cristiano, en sagrado, si no pagábamos. Así que pusimos una latilla a los pies de la muerta, de cuerpo presente con su mortaja blanca, en la entrada del cementerio y la gente buena que pasaba, pero más pobres que una rata, iban echando alguna moneda. Calderilla. Cuando tuvimos lo justo, cerramos la caja que por caridad nos había hecho un carpintero primo segundo del Jaro con cuatro tablones, y pudimos entregársela a la tierra. Todavía recuerdo a mi madre contando las perras de la lata, una y otra vez, con su tintineo, compulsivamente, hasta que dijo: – ¡Adiós, madre, que ya tenemos bastante!
Fue una pena, porque al morirse la abuela mi madre no podía dejarme solo en la casilla, porque era demasiado pequeño y tenía miedo a que esos hombres me hicieran algo. Siempre con esos miedos hostigando como un perro rabioso. Su aliento de terror en tu nuca. Yo era un estorbo, mi madre me tenía que llevar medio a rastras porque me cansaba y, claro, no podía andar muy deprisa y perdía mucho tiempo en la cosa de las limosnas. Es muy triste tener que pedir, peor es pedir y que no te den nada. Yo pedía y lloraba y mi madre nunca podía darme nada.
Ahora la tengo aquí a mi lado, yo cuido de ella, tal y como me pidió el Jaro. Tiene noventa años y ha perdido la cabeza. Ya ni siquiera me conoce. Se levanta de la mecedora y comienza a andar por la habitación, muy agitada, dando pequeñas carreras. Habla y habla sin parar, frases sin sentido. Siempre mirando para detrás como si la persiguieran. A veces se pone frente a mí, me mira tiernamente desde sus ojos acuosos y estira su mano derecha en ademán de pedir limosna. Yo agarro su mano y con la misma ternura le doy unas galletas María. Su mirada, lastimosa e inquieta, suplicante, se transforma entonces en sosiego, en paz angelical, en gratitud eterna.

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