Opinión
Fuego

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
El fuego me ha pillado, como a tantos, de vacaciones. Desde la ladera de la aldea gallega en la que he pasado los últimos días he visto arder montes enteros, mientras grandes columnas de humo ocupaban el cielo. Las lágrimas de San Lorenzo se han quedado este año al otro lado del firmamento, porque los humanos nos hemos encargado de ocultarlas tras nuestra propia asfixia.
El interior de Ourense está siendo uno de los puntos más castigados, por los que ha habido días en los que uno tenía que dividirse para vigilar todos los frentes, rezando sin acordarse de ninguna oración para que el bosque que te rodea no sea el siguiente. Es todo un cortocircuito el de combinar baños en la piscina y una vigilancia desesperada, pero nada comparado con las personas que lo están perdiendo todo.
La ubicuidad y la saña de las llamas es una clara consecuencia de la mano del hombre. Es difícil entender los motivos que llevan a alguien a prender fuego a un trozo de tierra, de su tierra. Los intereses especulativos y la pura piromanía no son suficientes para explicar el infierno desatado en las últimas semanas en diferentes puntos de España. Hay que ir más adentro, a la maldad sin ambages, para intentar hacerse cargo de qué le están o qué le estamos haciendo a la naturaleza.
La siniestra belleza de un incendio de noche es quizás una pista para asumir que, probablemente, algunos de estos desalmados solo quieren contemplar su propia obra, regalándole a su envenenado orgullo un paisaje que lleva su nombre, aunque sea el nombre del caos. El naranja irreal que llena el cielo cuando la luz de los astros es opacada por el humo y la muerte lleva la firma de quienes prefieren arrasar con el mundo antes de plegarse a sus exigencias.
Me pregunto si quien enciende la primera chispa es capaz de disfrutar después de la ola de fuego que se va comiendo el monte metro a metro, devastando un ecosistema que tardará años en recuperarse. Quizás sea solo el estado más extremo de la relación que la especie humana ha asumido frente al planeta, esa que le convence de que somos sus dueños y podemos explotarlo y maltratarlo de la manera que se nos ocurra.
Pero quien prende la llama no es el único autor de las miles de hectáreas condenadas, de los animales quemados vivos y de los entornos que nunca más serán como han sido durante millones de años. Los gobiernos autonómicos (porque, por más que mienta Feijóo, la competencia es de las autonomías) que recortan fondos durante el año y solo se acuerdan del monte cuando arde alimentan también un fuego que, aparte de lo anterior, ha acabado este año con unas cuantas vidas humanas, que desgraciadamente pueden no ser las últimas.
Durante los años que llevo veraneando en Galicia, he escuchado a menudo una frase: los incendios se apagan en invierno. Son incontables los expertos que insisten en que la extinción es solo la última parte de una cadena en la que la mayoría de esfuerzos y presupuesto deberían ser reservados para la prevención, que es mucho más eficaz. Cuesta asimilar que poderes públicos que se enfrentan a una situación que se agrava cada año no la tengan como prioridad, pero así estamos verano tras verano, echándonos las manos a la cabeza y preguntándonos por qué el caprichoso fuego se ceba siempre con los lugares más olvidados por el interés político.
Las llamas no han cesado mientras escribía estas líneas, y no cesarán mientras el lector o lectora las lee. El esfuerzo de brigadas, voluntarios y vecinos y el agotamiento de la propia naturaleza le pondrán un fin momentáneo. Los políticos volverán de vacaciones y se enzarzarán en la siguiente polémica. Mientras, de entre los troncos calcinados comenzarán a brotar algunas flores silvestres, cuyo futuro está más ligado al nuestro del que creemos. Tanto ellos como nosotros merecemos un planeta sin fecha de caducidad.
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