Opinión
El modelo de vivienda que sobrevive a todos los planes

Por Julen Bollain
Economista
-Actualizado a
El nuevo Plan Estatal de Vivienda 2026–2030 presentado por el Gobierno de España ha sido recibido con gran entusiasmo en algunos sectores. No es para menos. Con un presupuesto récord de 7.000 millones de euros, una implicación estatal reforzada (60% de la financiación) y medidas orientadas a las personas jóvenes, el plan pretende ser una respuesta ambiciosa a uno de los problemas más urgentes del país. Parece que, por fin, esta vez sí se ha decidido mover ficha. Aunque el tablero sigue siendo el mismo de siempre.
Porque una cosa es inyectar recursos y otra muy distinta es cambiar las reglas del juego. Lo primero es necesario. Lo segundo es imprescindible. Y eso es, precisamente, lo que seguimos sin hacer.
El espejismo de las ayudas finalistas
Durante años, la política de vivienda en España ha estado marcada por la lógica de ayudar a las personas para que accedan a una vivienda en propiedad o en alquiler a través del mercado. Con subvenciones, préstamos, avales o bonificaciones fiscales. No obstante, esta es una política cuya finalidad es la de resolver casos individuales, no la de transformar las condiciones que generan el problema. Es decir, actúa sobre los síntomas, no sobre las causas estructurales del modelo de vivienda español.
El nuevo plan no rompe con esa lógica. Las ayudas anunciadas para jóvenes —hasta 30.000 euros para adquirir una vivienda protegida o hasta 10.800 euros para comprar en municipios pequeños— son presentadas como un impulso a la emancipación y a la cohesión territorial. Pero en realidad, reproducen el modelo de ayudas finalistas que deja intacto el fondo del problema: quién controla la vivienda y bajo qué reglas opera —o le permiten operar—.
Y no se trata de que esas viviendas puedan ser objeto de especulación. Porque en este caso, no lo son. Tampoco se trata de que el dinero vaya directamente al bolsillo de un rentista. Porque en este diseño, tampoco es así —aunque, al principio, muchos creyéramos que este era el caso—. El verdadero problema es más profundo. Lamentablemente, seguimos operando bajo la idea de que la solución pasa por dar dinero a quienes cumplen ciertos requisitos para que se conviertan en propietarios, en lugar de garantizar un derecho universal mediante políticas estructurales.
Un plan que no cambia las reglas del juego
Lo que no cambia es el hecho de que el acceso a la vivienda sigue dependiendo de que te lo puedas permitir. De que encajes en un perfil, cumplas unos criterios y seas capaz de asumir la deuda o los compromisos que implica la propiedad. Se ayuda a quien está en condiciones de responder a las condiciones del mercado, sin construir un sistema alternativo.
Tampoco cambia el modelo de tenencia predominante. Seguimos apostando por la propiedad individual, incluso aunque sea protegida, en lugar de diversificar los modelos de acceso mediante alquiler público, cooperativas en cesión de uso, vivienda pública de gestión directa o modelos comunitarios.
Y tampoco cambia el volumen de parque público estructural. Cada vivienda que pasa a manos privadas, aunque sea con condiciones de uso y venta restringidas, es una vivienda que sale del dominio público. Es una solución parcial, útil para quien la recibe, pero que no fortalece el sistema colectivo de garantías habitacionales.
Dicho esto, que el Estado aumente su implicación en la materia es una buena noticia. Que la vivienda protegida tenga calificación permanente y no pueda ser descalificada ni revendida libremente, también. Que se plantee limitar el peso del alquiler turístico o que se actúe contra los pisos turísticos ilegales también son medidas necesarias y urgentes. Y que se hable de despoblación y territorio y se propongan ayudas para municipios pequeños, también es positivo.
Pero estas mejoras no deben nublar la visión de conjunto. La política de vivienda no puede reducirse a paquetes de ayudas. Necesita una arquitectura institucional que garantice el derecho a un hogar al margen de la propiedad o la renta individual.
¿Y si pensamos en políticas universales en vez de finalistas?
Frente a las ayudas finalistas, condicionadas y dispersas, existen otros caminos. Es necesario construir un parque público amplio, estable y bien gestionado, en régimen de alquiler o de cesión de uso. También se deben establecer precios máximos de referencia en el alquiler, especialmente en las zonas tensionadas. Urge implementar un sistema de acceso universal, no condicionado, basado en derechos y no en méritos. Además, hay que apostar por modelos habitacionales colectivos, cooperativos y no especulativos, donde el valor de uso prevalezca claramente sobre el valor de cambio. Y, por supuesto, blindar jurídicamente la vivienda protegida, sí, pero sin convertir la política pública en una herramienta para facilitar la adquisición de patrimonio individual, aunque sea en condiciones tasadas.
Y es que la vivienda no puede seguir tratándose como un premio que el Estado otorga si cumples una lista de requisitos, si demuestras solvencia o si tienes suerte en un sorteo. La vivienda es un derecho que debe estar garantizado para todas las personas, de forma estable, digna y desvinculada de su capacidad económica.
Eso requiere más Estado, más comunidad, más instituciones públicas y más regulación. Pero, sobre todo, requiere un cambio de lógica. Dejar de pensar en cómo ayudar a la gente a acceder al mercado y empezar a pensar en cómo construir un sistema público que garantice hogares para vivir, no ladrillos para acumular.
Este nuevo plan puede ser un paso. Pero si no viene acompañado de un cambio estructural, seguirá siendo lo de siempre. Ayudas que alivian a algunas personas, sin transformar nada. Porque transformar la política de vivienda no es solo cuestión de recursos, sino de voluntad para cambiar las reglas que hoy excluyen.
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