Opinión
Un pedazo de hombre
Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Seguro que no soy el único que estos días se ha tomado como un empeño personal recomendar Maspalomas. La nueva película del sello Moriarti es quizás el primer intento de nuestro cine por explorar la vejez marica: el protagonista, un homosexual de 76 años, se ve obligado a retroceder en su desarrollo vital cuando le ingresan en una residencia de su Donostia natal, tras décadas viviendo con su pareja en el enclave gay que da título a la cinta. Rodeado de desconocidos, de nuevo en la casilla de salida de la ciudad donde fingió ser quien no era durante medio siglo, la libertad y la identidad adquiridas en Gran Canaria desaparecen de la noche a la mañana.
En una de las escenas que este personaje comparte con su hija –impresionantes interpretaciones las de José Ramón Soroiz y Nagore Aramburu–, esta le echa en cara que, tras su salida del armario y su huida a Maspalomas, la relación entre ambos quedó interrumpida hasta el punto de que no conoce a su nieto y ni siquiera ahora, estando los dos en la misma ciudad, le pregunta por él. Y es ahí, incapaz de verbalizar sus emociones y enrocado en una fiereza cobarde que le hace daño sobre todo a él, cuando en su interior se impone lo que posee de hombre sobre lo que posee de marica.
Porque convivir durante décadas con otros gays no tiene por qué hacerte menos hombre. De hecho, con el paso de los años, la identidad de la G del colectivo se ha vuelto tan elástica que hay quien se ha visto con la capacidad de retorcerla hasta el delirio. ¿Realmente tengo yo algo que ver con Jaime de los Santos, el complemento gay-chic de la actual ejecutiva del PP, al que conocimos yendo de compras con la mujer de Rajoy? ¿Me une a él una cuestión más profunda que con un heterosexual que defienda el derecho a una vivienda digna, algo que afecta al colectivo LGTBIQ+ como al que más?
Aunque no sea un objetivo primario de la película firmada por Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi, el protagonista de Maspalomas ejemplifica la enrevesada tensión entre privilegio (ser un hombre) y disidencia (no ser hetero), que en el caso de los gays mayores suma además la mala educación que recibieron durante el franquismo. Esa que, exagerando la norma cishetero hasta la caricatura, les enseñó que no hay un fracaso peor que el de no ser un hombre de verdad, incluso si te follas a otros hombres.
Esa homofobia interiorizada –la que nos han inyectado a todos, maricas incluidos, cuyos tentáculos son profundos y complejos– es contra la que se irá rebelando el personaje de la película, cuyo éxito no es solo afirmar su identidad cuando pensaba que ya no le esperaban más armarios, sino el de renunciar a esa masculinidad que algunos llaman tóxica, como si hubiera alguna parte sana de la misma.
Porque ni encarnar lo marica pasa por ejercer la homosexualidad –si fuera así, no nos reconocerían y nos violentarían de niños, mucho antes de tener deseo sexual– ni ser un varón con una vida sexoafectiva homosexual te convierte automáticamente en marica –un gay de derechas nunca formará parte de lo que yo llamo colectivo–. Lo que nos une y nos hermana a los maricas de todas las generaciones y de todas las partes del mundo no es acostarnos o enamorarnos de hombres: es esa derrota de la masculinidad que nuestra mera existencia propone.
La supremacía de lo macho sobre lo femenino (o debiéramos decir: sobre todo lo que no sea masculino) es probablemente la primera y más nuclear discriminación de las sociedades humanas. Por eso renunciar a ser un hombre, por naturaleza, por principios o por empeño personal, es la más imperdonable de las traiciones. E incluso con la conciencia de vivir enfrentados a ella, esa masculinidad sublimada sigue colándose en nuestras vidas, sumidas en la fricción de lo que debemos, lo que podemos y lo que queremos ser.
Ese resto todavía no disuelto, ese pedazo de hombre que todavía queda en nuestros cuerpos maricas aunque no queramos, aunque nos rebelemos contra él, me ha pinchado en alguna parte profunda y tierna mientras veía Maspalomas. Porque, como muestra la película, lo que llamamos armario no es una pantomima que hacemos para los demás con mayor o menor éxito, ni un periodo de nuestra vida que acaba en un momento dado. El armario es el fracaso del hombre que debíamos ser, que se esperaba que fuéramos, y que puede volver a aparecer por muchos cuartos oscuros en los que nos perdamos, o por muchas marchas del Orgullo que acumulemos.
Pero eso no es una mala noticia. Aunque quienes nos odian estén intentando detener el avance, esos añicos de la normatividad son cada vez más pequeños, por más incómodos que resulten. Si este es el precio de aceptarse, de ser visible y de habitar con alegría los márgenes, ya es mucho menor de lo que han pagado las generaciones anteriores. Por más que, como ocurre en el filme, nos cause dolor la mirada de un familiar al que sentimos que hemos complicado la vida por no encajar en el molde.
Si llego a la edad de Vicente, el protagonista de Maspalomas, estoy seguro de que me habrá compensado la complejidad de la disidencia frente la engañosa superioridad de la norma. Porque me habrá permitido descubrir, fabular y moldearme con muchas piezas más aparte de ese pedazo de hombre.
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