Opinión
Pues que se lo paguen

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Este verano por fin pude visitar Bastogne y las Ardenas. Llevaba desde la adolescencia planeando un viaje que había nacido de mi fascinación por la Segunda Guerra Mundial, alimentada por la épica heroica del cine bélico pero sobre todo por las historias que me contaba mi abuelo Benigno sobre la Liberación de Europa, la Nueve y la decepción que habían sentido cuando se dieron cuenta de que a los Aliados no se les había pasado por la cabeza cruzar los Pirineos y liberar también a los españoles del franquismo asesino.
Por eso me resultó en un principio un poco complicado gestionar mi desencanto al llegar y encontrarme con una plaza del General McAuliffe destartalada y sucia y un Museo a las afueras del pueblo con entradas casi a precio del Louvre y un parking de acceso de pago. E inmediatamente me vino a la mente mi viaje por Normadía unos años atrás, donde sí pude sentir el respeto y el cuidado por la memoria. En contraste lo que vi en Bastogne me pareció pura mercantilización y un intento -bastante descarado- de sacar tajada del impacto cultural y emocional que aún sigue teniendo esa obra de arte televisivo que es Band of Brothers.
Es por tanto entendible que por unos instantes me sintiera tentada -como en mis tiempos de estudiante- de recurrir a Max Weber y sacar la baza de las diferencias entre la ética protestante y la católica. De repente volví a tener dieciocho años y el pelo cortísimo y me vi explicándome a mi yo actual cómo el alemán -que era listo como una ardilla- defendía que la ética protestante no solo había sido la responsable del nacimiento del capitalismo sino también la culpable de haber convertido las relaciones entre los individuos en relaciones basadas casi exclusivamente en el utilitarismo y la monetización.
Pero entonces me acordé de que existen en España guarderías para plantas y le arreé una colleja imaginaria a mi yo del pasado por caer en simplificaciones que no llevan a ninguna parte, aunque le di la razón en eso de que Weber había sido listo como una ardilla. Porque mientras hacemos chistes en redes sobre holandeses que te piden un Bizum por cinco céntimos y suecos que no dan de cenar a sus invitados, resulta que aquí tenemos que pagar para que nos cuiden las plantas cuando nos vamos una semana a Benidorm porque no tenemos a nadie que vaya a nuestra casa a regarlas en nuestra ausencia.
Pero es que además esto está sucediendo en un país en el que hasta hace cuatro días la mayoría de nosotros tuvimos la suerte de haber sido criados, cuidados, atendidos y queridos por una cohorte de personas que iba más allá de nuestras madres y padres: nuestras abuelas, tías, primas mayores y hasta algunas de nuestras vecinas. Esta circunstancia puede tentarnos a caer a reescrituras del pasado reciente de este país -esa masa informe que conforma la España preSánchez y que abarca también el franquismo- mediante ficciones nostálgicas sobre una imaginaria Arcadia donde reinaban la armonía, la prosperidad y la paz entre hermanos.
El cuento infantil con el que se nutren en la actualidad gran parte de las fantasías fascistas patrias, mientras la cruda realidad es que muchos nos criamos en ciudades que se estaban recuperando de la epidemia de la heroína cuando fueron de nuevo golpeadas por la desindustrialización y en las que estaba normalizado que existieran núcleos chabolistas. Así mismo, la familiaridad y la mayor cercanía entre vecinos no pueden hacernos olvidar que tras ellas muchas veces se escondían tensiones, rencillas que daban pie a todo tipo de cotilleos e incluso a la falta de intimidad y privacidad, ni mucho menos tapar el hecho incontestable de que los cuidados estaban a cargo exclusivamente de las mujeres. Sin embargo, en poco tiempo hemos pegado un salto brutal entre la vecina cotilla que te entraba en casa a no tener siquiera la confianza suficiente con alguien como para pedirle que nos riegue las plantas cuando estamos de vacaciones.
Esta ruptura de los lazos sociales más básicos -incluidos los más superficiales, que no por ello son menos esenciales para la buena vida- es debida a que se está quebrando el equilibrio social entre la comunidad -las relaciones basadas en la solidaridad y la reciprocidad- y la asociación -las conexiones que nos sirven para alcanzar un fin- en beneficio de esta última. Porque entender los vínculos sociales y los cuidados como objetos exclusivamente de consumo, o como algo que nos “renta o no nos renta”, es asfaltar el camino que nos lleva directos al trumpismo y al mileinismo y, por tanto, a un mundo en el que priman la mezquindad, el egoísmo y en el que los derechos se transforman en servicios. Tal y como hemos hecho con la vivienda.
Es esta la misma lógica, que también impera en la imparable privatización del espacio de nuestras ciudades, donde las terrazas se han adueñado de las aceras mientras que la tala de árboles y las plazas duras nos impiden disfrutar del exterior durante las horas de sol abrasador a la vez que se cierran los parques públicos en las olas de calor o dejan que sean invadidos por eventos privados que priorizan el consumo -que se reduce principalmente a comer pero sobre todo a beber alcohol- y en los que están comenzando también a desaparecer las fuentes de agua y los bancos públicos. De esta manera, para poder gozar de la sombra, resguardarnos de la lluvia, dar un paseo o simplemente descansar se nos obliga a tener que ser usuarios de locales de hostelería o de centros comerciales. Lo cotidiano y gratuito pasa así a estar mediado por transacciones económicas. Y en un mundo en el que solo se nos permite disfrutar de aquello que nos podemos pagar no es difícil llegar a creer que se es mejor, más digno, más listo y más apto que aquel que no se lo puede permitir.
Poner en duda las normas de respeto más básicas -como puede ser ceder el asiento en un autobús, por ejemplo-, alimentar el individualismo, el egoísmo y el aislamiento social o menospreciar las actitudes amables que no nos reportan en apariencia ningún beneficio personal, es la exitosa fórmula que ha encontrado la Reacción para que colaboremos voluntariamente en el desmantelamiento de los principios básicos que regulan y favorecen la convivencia. Y con ello nos cargamos lo poco que hemos logrado salvaguardar de un Estado de Bienestar que se basa en la solidaridad y en el altruismo y que impide que se pueda hacer negocio con todos nuestros derechos y necesidades básicas.
Pero frente a las apologías hobbesianas del egoísmo vendido como falso empoderamiento personal, y la defensa de darwinismo social como motor social, que no son más que fantasías enarboladas por aquellos que parten con ventaja en una carrera amañada para la mayoría de nosotros desde la línea de salida, tenemos la obligación política de comenzar a reivindicar sin pudor un mundo basado en los afectos y en los cuidados. Reforzando y reivindicando los pilares que todavía mantienen en pie el Estado de Bienestar pero también aprendiendo y aceptando que, como ciudadanos, tenemos que responsabilizarnos y entender que somos objeto y sujeto de cuidados, así como beneficiarios y sostenedores del bienestar común y público.
Sin embargo, nos mantienen ocupados y distraídos con las constantes guerras culturales creadas artificialmente con el único objetivo de provocar malestar social para romper así la comunidad. Por eso es prioritario que desde los sectores no reaccionarios se tome de una vez por todas la iniciativa en el debate público. Tenemos que ser capaces de opacar y acorralar los discursos derrotistas, insolidarios y de odio que nos arrastran hacia la ciénaga reaccionaria y neoliberal. Tenemos que conseguir que ser buena persona vuelva a ser sexy otra vez.
Necesitamos para ello ser capaces de alcanzar un nuevo pacto social que ponga en el centro el Humanismo, el altruismo, los cuidados, los afectos y lo común. Como también necesitamos recuperar el optimismo y el buen humor para perder el miedo a decir que queremos más y no menos. Más Estado, más impuestos, más escuelas infantiles, más ecologismo, más regulación, más peatonalizaciones, más vivienda pública, más zonas verdes, más árboles, más aceras, más plazas, más amabilidad, más feminismo, más diversidad, más comunidad. Un relato de futuro realista, esperanzador y solidario que silencie los ladridos rabiosos de aquellos que a la salida de misa exigen hundir un barco.
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