Opinión
Suicidio desde el ático
Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Don Alberto González Amador, el artista anteriormente conocido como novio de Ayuso, aseguraba ante el juez que está tan desesperado que sólo le quedan dos alternativas: suicidarse o irse de España. Tampoco se trata de opciones excluyentes, ya que mucha gente se suicida en Helsinki o en Vladivostok -mayormente a base de vodka-, mientras otros se quitan la vida en Albacete y siguen teniendo problemas con Hacienda. Con su flamante peinado, sinuoso y lustroso, González Amador bien pudo levantarse del estrado, ondular la melena y recitar el famoso monólogo de Hamlet: "Ser o no ser, he aquí el dilema". En especial los versos que prefiguran su martirio judicial: "Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales". Menudo ojo tenía Shakespeare, amigo.
Según Camus, plantearse si la vida merece o no la pena es el único problema filosófico verdaderamente serio, mientras que, para Nietzsche, la idea del suicidio ayuda a pasar más de una mala noche. De eso puedo dar fe, porque llevo dándole vueltas al tema casi medio siglo y la verdad es que duermo de vicio. Shakespeare va mucho más lejos ("morir, dormir, tal vez soñar"), ya que, al igual que aquel señor hipotético de Albacete, Hamlet teme que tras la muerte ("país desconocido, de cuyos límites ningún viajero vuelve") no concluyan para siempre los arduos problemas de la existencia. Lo de no ser resulta mucho más difícil de lo que parece. Hamlet ha sobrevivido a todos sus actores y Shakespeare es mucho más famoso ahora que cuando estaba vivo.
En cualquier caso, de entre todas las formas de suicidarse, González Amador ha elegido una de las más comunes y también de las más caras: quedarse en Madrid y comprarse un piso. De hecho, es la segunda vez que intenta matarse vía inmobiliaria, un procedimiento que yo llevo probando durante dos décadas, recibo a recibo, y al que no acabo de acostumbrarme. Primero lo intenté mediante la práctica del noviazgo y posteriormente a base de tabaco, pero carezco del coraje y de la inventiva de González Amador, quien no sólo se emparejó con la presidenta de la Comunidad de Madrid -con el peligro que tiene acercarse a Ayuso- sino que ahora acaba de meterse en otra hipoteca de 600.000 euros. Menos mal que sus empresas iban mal, porque le llegan a ir bien y se compra un rascacielos en la Plaza de España.
Chéjov anotó en su cuaderno el esqueleto de un cuento perfecto y aterrador en una sola frase: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". Podría ser la paráfrasis de los últimos años de González Amador, que no deja de acumular millones y millones, nadie se explica cómo, y mientras se decide entre matarse o irse de España, se compra un ático de lujo donde recitar monólogos desde la terraza. Dicen que el dinero no da la felicidad y, para demostrarlo, ahí tienen a Helen Ford, quien cumplió en sus propias carnes la paradoja de Chéjov: tras ganar medio millón de libras esterlinas jugando a la lotería, se agobió tanto que terminó arrojándose bajo un tren de cercanías.
Quizá la pobre mujer no estaba acostumbrada a manejar una fortuna, quizá lo de preguntarse si la vida merece o no la pena sea un hábito de millonarios ociosos. Sospecho que, si en vez de ser príncipe de Dinamarca, Hamlet hubiese tenido que sudar tinta para llegar a fin de mes -como este humilde escriba en un piso cochambroso-, seguramente no habría tenido tiempo de dedicarse a la metafísica. Shakespeare sabía de sobra de lo que estaba hablando porque le iba bastante bien en los negocios, no tanto el de la literatura como el de accionista de una compañía teatral y la renta de propiedades en Londres y en Stratford. Coquetear con el suicidio es un lujo que sólo pueden permitirse los millonarios y desde un ático en Chamberí se ve a vista de pájaro que la vida no es más que la muerte en cómodos plazos.
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