El intento del Santo Padre por aclarar las cosas me sumerge en abismos de confusión en los que me extingo ante la incertidumbre que me provoca la debilidad de mis creencias. Quisiera tener una fe inquebrantable como los doctores de la Iglesia que, valiéndose de ella, no tienen que devanarse los sesos en cuestiones transcendentes y es, paradójicamente, esa costumbre de no pensar la que les otorga la condición de sabios.

A la abolición del limbo, que dejó millones de almas al pairo –lo que, sin duda, provocará un incremento imprevisible en la cuantía de los fenómenos poltergeist y de ectoplasmas deambulando por doquier–, se suma ahora la desaparición del purgatorio como ente físico, como espacio de tortura purificadora que blanqueaba nuestras almas: el paraíso era de peaje.

Si nos atenemos al catecismo, donde se detallan los estatutos de la religión católica, la práctica totalidad de los que abandonaron esta sana costumbre de vivir se encontraba allí, puesto que en gracia, lo que se dice en estado de gracia puro, no ha palmado nadie salvo, claro está, alguna de las criaturas sobrenaturales directamente emparentadas con el Mismísimo que tuvieron aquí, en la Tierra, su purgatorio particular.

Ahora resulta que el purgatorio no es un espacio físico, de donde se deduce que el cielo y el infierno sí lo son, y aquí es donde mi mente, presa de un vértigo místico, cae en la desesperación al intentar situarlos en el cosmos infinito que nos ampara y, a falta de un GPS espiritual que guíe mi mirada, renuncio. Creo que mejor que intentar comprender dónde acabará mi alma, será encontrar un buen sitio donde ir los sábados por la noche.