Opinión
Miedo y asco en Euskadi

Por Javier Salas
-Actualizado a
"No me extraña que estés cansado, ni Pocholo se coge tantos pedos seguidos”, me dicen por teléfono. Estoy en la habitación del hostal en Bilbao y de fondo se escucha la jarana callejera. Pero no puedo más. He dado algunas vueltas por la ciudad, abarrotada hasta los topes de día y de noche. Pero nada, el gusanillo fiestero está muerto. Y eso que aquí hay razones para animarse: cambiar algunas de las mujeres que me he cruzado por el camino con las que veo en Bilbao es como cambiar a Ángel Cristo por el Circo del Sol. Las chicas de aquí son especialmente bonitas, vistosas diría yo. Zapatos, bolsos, flequillos, cinturones, pañuelos y pendientes exclusivos, como hechos a medida, hacen de las nereas, begos y arantxas un festival barroco de belleza femenina. Además están tremendamente morenas, un tueste de piel recién llegado de Castro, Laredo, Santoña, Noja y Comillas. Como todo el mundo sabe, Cantabria es a los vascos lo que Mallorca a los alemanes.
Ponerse moreno ha sido algo realmente difícil de conseguir por estos lares en los últimos días: el cielo encapotado me ha tomado cariño. Antes de salir de casa, cogí un único pantalón largo y un jersey de rayas, “por si acaso”. Dado el otoño que me acompaña, repito más la ropa que Wally.
La gente vive intensamente sus fiestas en la capital vizcaína. En cada plaza hay alguna historia montada, acompañada por el gentío a pesar de que el txirimiri no cesa de caer. Las txoznas –casetas– están abarrotadas casi a cualquier hora y sé que eso, en cualquier otro momento de mi vida, me hubiera hecho feliz. Pero veo las ofertas de los katxis –minis– que están baraticos, con el mismo interés que las de bragas de abuela color carne en el Rastro. Veo los grifos de cerveza y parecen cobras relucientes a punto de atacar. Veo las pistas de baile improvisadas en la calle al ritmo de shakiras y chayannes y me recuerdan a los zombis de George A. Romero. Veo los conciertos de rock duro vasco y me provocan el mismo malestar que los conciertos de rock duro vasco.
Para los amantes de los seriales: no apareció ningún novio agraviado a buscarme o, por lo menos, no me encontró. Yo sí me había encontrado con ella, sí, la chiquilla de los ojitos inquietos sobre la que escribí la última vez. En la estación de autobuses. Me quedó bien claro – “No me sigas; a ver si estoy tomando el sol en la Concha y apareces allí por sorpresa”– que le haría ilusión que me acercara a verla a San Sebastián, dado que yo no tenía muy claro cuál sería mi próxima etapa después de Bilbao.
Naturalmente, le encantó verme por Donosti. Salimos de pintxos con sus amigas y yo recuperé cierto gusanillo que no tardamos en matar: hacer botellón de txakolís es original, pero no lo más recomendable, especialmente si se le tiene manía a la sidra. En cuanto a ella, digamos que hay partido. Veremos.


