Opinión
Multiverso y rescate de una mujer a punto de morir

Periodista y escritora
-Actualizado a
He vuelto unos días a Barcelona, mi Barcelona, la ciudad donde viví cerca de 30 años, el lugar donde nacieron mi hijo y mi hija, una casa para mí. Estoy instalada en el piso de un amigo. Las casas de las amigas y amigos son el mejor destino para las veraneantes de la melancolía. Todos los libros que veo en sus estanterías y sobre mesas y sillas me interesan. He cogido dos al azar: El mejor de los mundos imposibles. Un viaje al multiverso del reality shifting, de Gabriel Ventura (nuevos cuadernos anagrama, 2025); y Estímulos. Vida, cine y política, de Joaquim Jordà (Arcadia, 2023), una selección de Jordi Balló y Albert Elduque.
Noto que, desde que dejé Madrid definitivamente, voy poco a poco regresando a lo humano. Los últimos diez años en la capital han resultado el paseo por un desierto de roca. Siento la necesidad de esponjarme, hidratación mental. Probablemente me serviría cualquier lectura alejada de la idiotez o la falsa reflexión rentable. Sé de qué hablan Ventura y Jordà porque lo conozco.
Hace algún tiempo, más o menos un año pero podría ser la mitad, viajé a la Barcelona de los años 90 del siglo pasado para rescatar a una mujer al borde de la muerte. Ella estaba tumbada en el suelo del amplio recibidor de un piso del Passeig de Sant Joan. El recibidor tenía el tamaño de dos salones medianos y sus paredes permanecían a medio empapelar para siempre con rayas verticales de color salmón. Cuando llegué, ella no sabía qué hora era, si ya había amanecido o estaba a punto de anochecer, y yo tampoco. Mi misión era recogerla del suelo de parqué y traérmela al presente, tumbarla en mi cama de hoy, contarle que las cosas habían acabado saliendo bien.
Habían transcurrido ya tres décadas desde el momento en el que la mujer estaba ahí tumbada, semiinconsciente, y la actualidad. Por su cuerpo y su ser habían pasado todos los hombres compañeros de viaje de Jordà o los que se les parecían. Habían exprimido la naranja de su corazón hasta dejarla convertida en una cáscara agria por la que ya no se podía ni pasar la lengua.
Desde mi 2025 yo recordaba con todo detalle aquel día de su 1995 o 96 en el que decidió dejarse morir a escasos metros de la puerta de entrada de su casa. "Ve a buscarla", me dijo alguien. "Ella sigue allí".
Así que me armé de valor y viajé treinta años atrás para arrodillarme junto al cuerpo de aquella mujer de veintisiete o veintiocho, acariciarle la cabeza, retirarle el pelo de la cara pegada al piso, susurrarle que ya pasó, que hay un futuro en el que yo, sentada a este teclado, puedo contar su historia, la mía sin dolor, en un lugar donde los hombres de entonces han desaparecido y gente amiga me presta lecturas para retomar nuestro diálogo.
Desde que la rescaté sigue en mi cama. Aún no ha despertado. Parece que descansa.
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