Opinión
Nostálgicos

Periodista
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Qué caprichosas son las palabras. En 1936, cuando los militares de Melilla se levantaron contra la República, hubo algunos titubeos en el vocabulario. La prensa leal a la Constitución los llamaba "facciosos", queriendo subrayar la raíz ideológica del levantamiento. Aquel apelativo, sin embargo, no aludía por sí solo a la ruptura de la legalidad. Es por eso que circularon epítetos como "sublevado" o "rebeldes". Los militares desleales eran "rebeldes" porque se habían alzado en rebelión, un delito que desde los tiempos de María Cristina llevaba aparejada la condena a muerte. Dicho de otro modo, los generales africanistas eran ante la ley una hermandad de delincuentes.
Los golpistas evitaron llamarse a sí mismos “rebeldes”, pues eso habría sido una confesión criminal, y eligieron llamarse “nacionales” por sugerencia de Joseph Goebbels. Tras una visita del capitán Francisco Arranz a Berlín, el ministro nazi de propaganda aconsejó desestimar cualquier referencia a la rebeldía. Además, si los republicanos eran mencionados como "bolcheviques", la lucha de los "nacionales" sería entendida como un lance patriótico contra una conjura extranjera. En un giro irónico de la ley, los rebeldes franquistas terminaron condenando por rebelión a quienes habían permanecido fieles al orden de la República. Ramón Serrano Suñer lo llamó “justicia al revés”.
En plena Guerra Civil y como homenaje a José Antonio Primo de Rivera, Francisco Franco decretó que el 20 de noviembre sería en adelante un día de luto nacional. Lo llamarían “Día del Dolor”. Quiso la ironía que el Caudillo muriera en esa misma fecha, de modo que las misas falangistas de antaño tuvieron continuidad en plena democracia con una doble ración de martirologio. La Fundación Francisco Franco, que camina ya hacia la ilegalidad, ha anunciado eucaristías en un buen puñado de ciudades. Mingorrubio volverá a llenarse de flores. La bisnieta de Mussolini oficiará un coloquio en Madrid. Pese a las prohibiciones, La Falange amenaza con desfilar hasta Ferraz.
Año tras año, los periódicos informan sobre los devotos del 20-N sin ponerse de acuerdo en el vocabulario. Cuesta llamarlos “fascistas” aunque la mismísima Asamblea General de la ONU catalogó así al régimen de Franco. La etiqueta suena demasiado categórica. Por eso a los franquistas se les ha adjudicado el eufemismo de “nostálgicos”. En 1977, en las páginas de El País, Juan Luis Cebrián contaba que la Plaza de Oriente había acogido “una masa de buenos españoles desinformados, noblemente nostálgicos de un pasado en el que no pasaba nada malo porque, sencillamente, estaba prohibida la circulación de las malas noticias”.
Por lo visto, uno añora una dictadura igual que echa de menos el barrio de la infancia o un amor de verano. La RAE define la nostalgia como una suerte de “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Cabe entender que algunos señorones de buena cuna lloraran en su día los privilegios arrebatados. Lo que no tiene un pase es que la prensa llame también “nostálgicos” a chavales de secundaria cuya memoria apenas cubre el reinado de Felipe VI. Ahí reside precisamente la seducción de los discursos ultramontanos. A falta de un horizonte de futuro, los franquistas de nuevo cuño prometen un pasado que la gente no recuerda o no conoce.
La nostalgia, dice Svetlana Boym, no es solo un sentimiento de pérdida sino también un idilio con nuestras propias fantasías. De ahí que los nuevos populismos conservadores fabriquen mitos nacionales que no defienden la posibilidad del progreso sino la necesidad del retorno. La historia es abundante en estos fenómenos. En opinión de Boym, por ejemplo, la Revolución francesa no solo terminó con el Antiguo Régimen sino que hizo posible idealizarlo. Es la ausencia misma de un contacto directo con el franquismo lo que favorece que algunos jóvenes prefieran hoy las soluciones autoritarias.
Nos cuentan, además, que la nostalgia se ha vuelto contestataria. Este pasado verano, Espejo Público abordaba el fenómeno con un titular elocuente: “La nueva ‘rebeldía’ política: los jóvenes son cada vez más de derechas”. El eslogan se ha vuelto ya una especie de lugar común, entre otras cosas porque los propios dirigentes ultras se han encargado de repetirlo. “Apoyar a Vox es el mayor acto de rebeldía”, decía la formación ultra en una alocución dirigida a los jóvenes. El cambio es notable. Hasta hace bien poco, “rebeldía” era una categoría denigratoria que Santiago Abascal utilizaba para descalificar a la Generalitat de Catalunya.
Parece un nuevo caso de “justicia al revés”. El partido de Abascal, cuyos votantes ven con alguna simpatía el régimen nacido de la rebelión militar del 36, prosperó llamando “rebeldes” a sus adversarios democráticos. Con el tiempo, la ultraderecha ha terminado por desoír los consejos de Goebbels para abrazar la idea de la rebelión. "Votar a VOX es ser rebelde", dice Ignacio Arcas desde Murcia. “Juventud es rebeldía”, dice Javier Navarro desde Sevilla. No se trata, Dios nos libre, de una rebelión contra las élites económicas, la desigualdad social, la corrupción, los privilegios o el imperialismo. Se trata más bien de una rebelión en el sentido de un glorioso Alzamiento.
Hay muchas clases de rebeldes y muchas clases de nostálgicos. En los próximos días, con motivo del 20-N, saldrán a pasear los audaces, aquellos que agitan los trapos más extravagantes y van a calzón quitado contra las libertades democráticas. Hay otras nostalgias más sibilinas que celebran el 20-N con la boca pequeña y que se visten de seda con la esperanza de encandilar hasta al más reacio. Eso explica que Vox haya licenciado a un hooligan montaraz y torpón como Javier Ortega Smith para reemplazarlo por un escolar de buenas notas que añora la España de los toldos verdes y la herencia joseantoniana. Echaremos de menos al antiguo Vox. Y es que la nostalgia ya no es lo que era.
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