Entrevista a José Luis Villacañas, filósofo"La clave de la cultura política española está en que hemos sido un país pobre como las ratas"
El catedrático de la Complutense y autor de 'José Ortega y Gasset, una experiencia filosófica española', conversa con 'Público' de la actualidad política y de filosofía.

Sebastiaan Faber
Madrid--Actualizado a
"Cuando realizas una entrevista", les suelo decir a mis alumnos, "tienes un único objetivo: crear las condiciones para que tu interlocutora o interlocutor piense algo nuevo: una idea genuina que nunca haya expresado así. Esto significa, entre otras cosas, que tú anticipes y reconozcas las respuestas precocidas e invites a la persona —o la obligues— a ir más allá. Pero ojo: cuanta más experiencia dando entrevistas tenga, más te va a costar que esto ocurra".
Desde esta perspectiva, hablar con el filósofo José Luis Villacañas (Úbeda, 1955) es todo un reto. No solo porque, a lo largo de sus 70 años, ha dado muchas entrevistas, sino porque, como hijo y nieto de campesinos de Jaén que ha llegado a catedrático de la Complutense tiene muchas cosas muy pensadas. Por si alguien lo dudara, allí están sus más de 50 libros, además de la columna semanal que escribe desde hace más de quince años en el diario Levante.
La excusa para esta conversación —hemos quedado en su despacho, una tarde bochornosa de verano en una Ciudad Universitaria semiabandonada— es hablar de una de sus últimas obras: el monumental José Ortega y Gasset, una experiencia filosófica española (Guillermo Escolar, 2023). El libro aborda tres temas muy personales para el propio Villacañas: ¿Qué significa pensar modernamente en lengua castellana? ¿Qué implica liderar un proyecto pedagógico de regeneración nacional? Y, finalmente, ¿cómo se asume el inevitable fracaso de una empresa así? El relato que presenta Villacañas es trágico: aunque Ortega logró que la filosofía en español se convirtiera en un campo establecido de prestigio, carecía de instintos democráticos y cayó víctima de sus propios ambiciones y prejuicios. Aunque siguió fiel a su vocación, terminó su vida en la más completa soledad.
Me interesa hablar con Villacañas de Ortega, claro está. Pero la verdad es que también he acudido para que me explique la última crisis política: el desbarajuste socialista ocasionado por la revelación —otra más— de conversaciones privadas grabadas en secreto.
Si hay un tema omnipresente en la política española, es el de la traición. Grabar un diálogo sin permiso y amenazar con hacerla pública —la táctica de los Koldo y Villarejo de turno— traiciona la confianza del interlocutor, desde luego. Después, el contenido grabado sirve para que otros a su vez salgan, dramáticamente, para decir que se sienten traicionados, y así sucesivamente. La historia política de los últimos años —en la derecha e izquierda— ha sido una larga serie de traiciones: entre partidos, entre políticos, entre estos y sus votantes, e incluso de políticos a sí mismos, según se lean declaraciones de tipo "Yo en esa grabación no me reconozco", "No reconozco ese comportamiento como mío".
Ya: "Ese no he sido yo, ¡ha sido un íncubo!" (Risas.) Mira, hay varios aspectos aquí. En lo estrictamente político, se dan toda una serie de estructuras heredadas desde hace mucho tiempo. Pero el punto más básico es que en España nadie se fía de nadie. ¿Recuerdas lo que decía Platón, de que los malos no pueden ser amigos? Pues aquí, realmente, nadie es amigo de nadie.
Pues a mí siempre me ha parecido que, al contrario, en este país la amistad lo mueve todo.
"La política ha sustituido a la guerra como actividad económica. Y como esta actitud va implícita en los actores de modo permanente, nadie nunca se fía de nadie"
Lo que ocurre es que en España se dan complicidades, que es algo muy diferente de la amistad. Esta requiere convicciones compartidas. Por regla general, quien entra en el mundo de la política está atravesado por una aspiración de enriquecerse. Toda la clave de la cultura política española está en el hecho de que hemos sido un país de bajos recursos, pobre como las ratas, y la política ha sido una forma más de progresar económicamente. En este sentido, la política ha sustituido a la guerra como actividad económica. Y como esta actitud va implícita en los actores de modo permanente, nadie nunca se fía de nadie.
"Sánchez ha desaprovechado la oportunidad de reformar España porque aspira a dominar el PSOE"
Si no hay confianza ni convicciones confesadas, ¿puede haber traición?
Claro que no. Por eso me resulta patético que los políticos salgan y digan "he sido traicionado". Todos saben que la corrupción es estructural. ¡Si ya en tiempos de Alfonso XIII el Estado distribuía adjudicaciones a las cuatro o cinco constructoras principales del país a cambio de comisiones! Al final, como decía, el tema central en España sigue siendo la pobreza. Un hombre como Ábalos, que se ve con poder, ¿qué horizonte vital tiene? Tener cuatro amantes, cinco casas y, si puede, un barco. Que se recuerde, Ábalos jamás hizo una proclama juramentada de convicción alguna. Él puede decir: "A mí nunca me ha pedido nadie que confiese cuáles son mis ideales. Estoy en el puesto en el que estoy porque me han colocado aquí". En València, todos sabíamos quién era Ábalos y hasta qué punto había llegado a oscuros pactos de boca callada con Rita Barberá en el ayuntamiento. En otras palabras, cuando a Ábalos le ponen al mando del Ministerio de Fomento, no es porque no lo conozcan, sino precisamente porque lo conocen y porque todo el mundo sabe que es allí donde se mueve el dinero. Sabían que si había alguien con agallas y estilo para estar en ese sitio era él. Esta es la forma en que el poder político se relaciona con el económico. Y también es la razón de que nadie se fíe de nadie. Nuestro mundo sigue siendo el de la picaresca, en que el ciego puede presuponer que, si él se come las uvas de dos en dos y no protesta Lazarillo es porque él se las está comiendo de tres en tres. Nadie se fía de las intenciones del otro porque nadie confiesa cuáles son.
"En Valencia, todos sabíamos quién era Ábalos"
¿Esto solo ocurre en la política o también en otros ámbitos, como en el debate público? Lo pregunto porque usted interviene a menudo en él y no teme la polémica.
En realidad, la polémica no me gusta. Prefiero la conversación a la polémica, pero la conversación en España es de muy bajo nivel. Está demasiado volcada en identificar posiciones de poder y marcas personales.
¿Por qué?
Porque la conversación pública, en España, inexorablemente tiene una dimensión institucional, que muchas veces es universitaria. Esto significa que toda conversación está medida no por su contenido, sino por sus contextos: tu posición en la universidad, tu relación con ciertos grupos de poder o con ciertos grupos de media. Toda conversación está mediada por las expectativas aspiracionales de sus participantes. Pero esto significa que ninguna conversación puede ser franca, porque siempre está atravesada por una mirada corporativa, institucional, jerarquizada. Los historiadores universitarios, por ejemplo, no pueden conversar conmigo.
¿Y eso?
Si un historiador se pusiera a discutir con un filósofo, sería rebajarse. Porque la disciplina "Historia" obviamente tiene un nivel corporativo mayor que "Filosofía". Los historiadores, por tanto, pueden decir: "El Villacañas ese, que escriba lo que quiera de Historia, nosotros nos mantendremos en silencio".
"La dimensión corporativa de la conversación española está lastrada por los grupos de presión y los imaginarios de poder"
Me parece que los historiadores universitarios tampoco se hablan mucho.
Claro, porque ellos también están jerarquizados corporativamente entre sí. Un catedrático de Madrid, ¿cómo va a rebajarse tanto como para hablar con un profesor de Murcia, por ejemplo? Lo que quiero decir es que la dimensión corporativa de la conversación española está lastrada por los grupos de presión y los imaginarios de poder. Esto hace que sea muy complicado encontrar estímulos intelectuales en las y los colegas.
El panorama me suena a una neurosis colectiva radicada en una ansiedad de prestigio. Esta estructura social, ¿no mantiene a mucha gente presa en comportamientos que, en realidad, preferirían abandonar?
Sin duda. La ansiedad de prestigio y de reconocimiento constituye la clave de la amargura de la colegiatura. Pero no estoy tan seguro de que exista esa voluntad de cambio, fíjate. Más bien tengo la impresión de que buena cantidad de colegas míos han llegado a sitios adonde jamás soñaron que iban a llegar. Es precisamente la conciencia de que su posición se debe al azar, más que a sus propios méritos, y una secreta comprensión de ilegitimidad, la que explica por qué están dispuestos a defenderla con uñas y dientes. Por otra parte, esto también explica la falta de convicción que existe en España respecto de las instituciones, que nunca han dejado de ser coartadas de la promoción personal o del prestigio. No son estructuras en las que creamos de manera firme y por su propio valor. De ahí la fragilidad y la pobreza sempiternas de las instituciones españolas. Nunca han formado parte de un credo común.
"Los españoles somos un pueblo que se ha constituido al margen de toda confesión, al margen de toda necesidad de responder a la pregunta: "¿En qué crees tú?"
¿Un credo? ¿Por qué usa un término religioso?
Hay que ver los estratos históricos para comprender la genealogía de la situación presente. Los españoles somos un pueblo que se ha constituido al margen de toda confesión, al margen de toda necesidad de responder a la pregunta: "¿En qué crees tú?". Aquí nadie, jamás, ha dicho de manera expresa en qué cree, ni se ha mostrado dispuesto a cargar con las consecuencias. En su lugar, ha ido tirando, aprovechándose de todas las oportunidades que se le presenten. Esta es la mentalidad profunda del pícaro que mencionaba antes. Su fuerte es la flexibilidad. La comunidad no está constituida sobre convicciones confesadas comunes, sino sobre convicciones implícitas, supuestas, sobre la pretensión de que no se vea muy bien por dónde vas. En otras palabras, todo consiste en que no te descubran las convicciones. Ahora bien, esto conforma lo que yo llamo una comunidad negativa: la que sabe que solo será comunidad en la medida en que no rasques. Como rasques, ya no sabes qué te une al otro.
Y esto es un problema, porque…
Porque la modernidad se ha construido de otra manera: confesando, precisamente, qué es lo que te une al otro. Eso es lo que se llamó espíritu en la modernidad. Nosotros, en cambio, nos hemos construido en contra de ese valor. Por tanto, nos cuesta mucho estar en condiciones de configurar comunidades —chicas, medianas, grandes— que estén unidas por convicciones confesas. Es por eso que yo me he permitido escribir 800 páginas sobre Max Weber. (Risas.) Para decir: "Perdona, que la modernidad es esto: ser capaz de decir cuáles son tus convicciones y encontrar la comunidad de sus defensores".
Me consta que esta voluntad pedagógica suya es uno de los grandes móviles de su trabajo, sea en sus libros, en sus columnas, en su papel de profesor, o en su gestión institucional. Es una faceta de su perfil que comparte con Ortega.
Sí.
El fracaso de esa empresa en Ortega es un tema central en su libro sobre él. Apunta usted que, entre otras cosas, un error fatal de Ortega fue que quiso convertirse a sí mismo, como filósofo y pedagogo carismático, en el centro de su proyecto de regeneración nacional.
Sí.
Hace poco, usted afirmó estar "curado" de esta voluntad carismática de Ortega.
Sí.
Esto me gustaría disputárselo. En primer lugar, porque no creo que se pueda ser un pedagogo efectivo sin carisma —tiene que haber alguna relación libidinal con los alumnos— y, en segundo lugar, porque me consta que usted posee ese carisma.
¡No, no, no, no!
"Procedo de un mundo en que nadie es capaz de creerse poseedor de carisma alguno. La autopresentación carismática siempre ha sido el principio de la corrupción de la inteligencia"
¿No?
No. Yo nací en Úbeda en 1955 y me he formado con Antonio Machado y los regeneracionistas. Cuando viajaba de mi casa al instituto, en València, atravesaba la región más pobre de España, que es la que comienza en Albacete y llega hasta Jaén, donde todavía no hay autopista, ni mucho menos AVE. Esas son las tierras desoladas por las que yo, con 16 años, transitaba para volver desde Valencia a mi pueblo. Esa es mi experiencia. ¿Comparto el ideario de Ortega de regeneración, europeización, modernización de mi país? Sí. Pero con una diferencia fundamental. Ortega poseía todos los ingredientes para auto-presentarse de forma carismática. Formaba parte de la élite madrileña; tenía un periódico a su disposición, además de una editorial y una revista. Yo, en cambio, procedo de un mundo en que nadie es capaz de creerse poseedor de carisma alguno. De hecho, para mí, la autopresentación carismática siempre ha sido el principio de la corrupción de la inteligencia. Yo nunca me he tomado en serio a mí mismo. No me ha interesado lo que soy, sino lo que busco.
Lo que no impide que otros sí le tomen en serio.
En el sentido del carisma es una percepción que yo no comparto.
Pero cuando usted toma la palabra, cuando se pone a escribir una columna o un libro —tareas difíciles, fatigosas, que exigen un esfuerzo, vencer una barrera— hay algo que le mueve a hacerlo. Y, más importante, algo le dice que es legítimo que lo haga.
Sí.
Si no, se callaría.
Sí. Pero la verdad es que sobre esa contradicción solo se podría pensar en voz alta en situaciones muy personales, muy íntimas, a las que me resisto. Yo creo que lo único que mantiene viva mi voluntad de intervención es intentar acreditarme como alguien que merece respeto por su trabajo.
Una lucha constante.
La idea que me mueve es esta: "Ya sé que no he hecho bastante, pero aceptadme este intento más". Lo que quiero decir es que mi voluntad de intervención procede de una insatisfacción profunda.
¿Consigo mismo o con su país?
Conmigo mismo y con mi país, pero conmigo mismo fundamentalmente. Lo que me digo es: "Esfuérzate un poquito más, porque no te has esforzado bastante".
Esa disciplina y modestia no las tenía Ortega, quien se desengañaba en seguida si la gente no creía en su carisma o se negaba a aceptar su pretensión de liderazgo. En ese sentido, quizás, tuvo una actitud bastante más infantil.
Claro, eso es lo que le sucede al carisma. Aspira a la omnipotencia y si no la consigue, se enfada y echa la culpa a los demás por no reconocerlo.
Otra faceta que comparte usted con Ortega es que ambos escriben en castellano. Ser filósofo y nacer hispanoparlante configura un destino diferente de lo que significa criarse hablando francés, inglés o alemán.
Ciertamente.
Usted no solo se ha mantenido fiel a su idioma nativo, sino que se ha esforzado, con iniciativas como la Biblioteca Saavedra Fajardo, por reivindicar el pensamiento en español. Es en ese contexto que usted reconoce una enorme deuda de gratitud para con Ortega, que revistió el pensamiento en lengua castellana de legitimidad y prestigio. ¿Cuál es su relación con el idioma en el que escribe?
Para mí, pensar en español está íntimamente ligado con la idea de que la mera posibilidad de esto que llamamos nuestro país —España— pueda tener un futuro medianamente civilizado, pasa por usar el castellano como manera de comprender lo que nos ha faltado durante 500 años. En esto radica, para mí, la importancia del pensamiento en español. No es casual que, en el siglo XV, cuando se produce un debate sobre la traducción —¿es posible que todas las lenguas encarnen la razón?— sea el único momento en que España ha gozado de la libertad para tener una verdadera interlocución con Europa.
La historia posterior es muy diferente.
En efecto. Nuestra constitución como país se ha hecho guerreando, de forma instintiva, contra todo lo que ha sido la modernidad. Por tanto, para mí, la única manera que tiene este país de ser un país civilizado es comprender lo que no somos. Y no solo esto, sino comprender aquello contra lo que hemos luchado: todo lo que constituye el aspecto civilizado del mundo.
Aunque le reconoce a Ortega el mérito de conferirle legitimidad al español como lengua de pensamiento, afirma de forma contundente que él no es un modelo a seguir. ¿Por qué no?
No puede ser un modelo porque su forma de entender el español es demasiado carismática.
¿En qué sentido?
Su estilo es demasiado personal, barroco. Es demasiado poco pedagógico. Tiene demasiado lustre, demasiado brillo y fuego artificial. Su proyecto, profundamente pedagógico, en realidad requería un español más funcional y analítico. Para mí, la cuestión del estilo de Ortega está íntimamente ligada con su visión del trabajo intelectual. Él daba por supuesto que su intelecto era inconmensurable con el de cualquier otra persona de España. Justamente por eso no estaba dispuesto a construir un español al que se pudiera contestar. Simplemente no aceptaba la posibilidad de que pudiera haber un diálogo entre pares. Esto se ve muy bien en su forma de relacionarse con la América de habla española. Según Ortega, él allí portaba la modernidad. En el fondo, su posición carismática era muy autoritaria. Permitía una recepción magnífica, desde luego: Ortega buscaba deslumbrar y deslumbraba. Pero no estaba en condiciones para generar una comunidad científica como tal. De la misma manera, su programa universitario era demasiado universalista. Partía de la comprensión carismática no solo de su persona sino de la propia filosofía. ¿Qué significa esto? Significa que los temas, para Ortega, solo eran relevantes en la medida en que pudieran producir lucimiento, pero no en la medida en que tenían que estar atravesadas por un estudio profundo. Ortega tenía un gran olfato para los temas importantes de su tiempo. Pero si no le daban réditos inmediatos, los abandonaba.
A pesar de su gran olfato, por tanto, adolecía también de cierta ceguera.
No entendió que el pensamiento en español, para ser legítimo, tiene que acreditarse en la capacidad de pensar los tres o cuatro grandes tópicos que están íntimamente ligados a nuestro devenir histórico como país, como lo son la teología política, la razón imperial, el problema del colonialismo o la lucha contra la Reforma. En cambio, un tema como las relaciones entre literatura y filosofía nos es central en la tradición española, justamente por la carencia de pensamiento como tal. Lo que no comprendió Ortega, en otras palabras, es que mientras no aclaremos los temas centrales de nuestro propio padecimiento histórico, no estamos en condiciones de contribuir de forma universal a la experiencia de la inteligencia humana.
Para usted, en cambio, la tarea de comprender España como producto de un devenir histórico concreto se traduce en un proyecto político igual de concreto. Bajo esta luz, ¿cómo lee la crisis política actual?
Me decepciona que Pedro Sánchez no haya tenido una verdadera aspiración de construir una mayoría parlamentaria sustantiva —irreversible, permanente— capaz de gobernar el país a largo plazo e impedir que se imponga el proyecto de la derecha.
¿La mayoría actual no tiene esa permanencia?
Es imposible que la tenga. Tú no puedes decirle permanentemente a Esquerra, a Bildu o al BNG que te voten sin ofrecerles una estructura de Estado diferente. Mientras tanto, la derecha está envalentonada en lo que ha sido su aspiración desde el siglo XV: ser, como dice la Constitución de 1978, un único pueblo nacional. O sea, imponer la homogeneidad cultural. Si la derecha ha vuelto a creer en la viabilidad de su proyecto es porque ha visto que las élites catalanas y vascas no están en condiciones de proponer ninguna alternativa seria. Y Sánchez no ha hecho nada por evitar esta situación.
Lo que usted echa en falta es una apuesta federal mucho más contundente.
Echo en falta una apuesta federal real. Es decir, que sea capaz de ser asumida también de manera seria por Esquerra, Bildu y el Bloque. Sin ella, es imposible que el Estado evolucione de un modo medianamente razonable. Las posiciones plebiscitarias en las que Sánchez ha buscado refugiarse —el 5% de la OTAN o el genocidio en Gaza— son perfectamente compatibles con la involución institucional del Estado español. En el fondo, Sánchez está dejando pasar la oportunidad de aprovechar la mayoría parlamentaria que tiene, que es sólida. Pues mientras que no haya una España federal de verdad, los partidos de las minorías nacionales no tendrán motivo alguno para implicarse seriamente en el destino del Estado.
¿Por qué no la aprovecha?
Las lágrimas de cocodrilo no pueden ocultarnos que Sánchez es fundamentalmente un político del Partido Socialista Obrero Español y que su aspiración real es dominar el PSOE.
¿Y que el PSOE domine otra cosa, o simplemente que él domine el PSOE?
Antes que cualquier otra cosa, que él domine el partido. Creo que esto es lo que ha determinado su política, incluido el tratamiento de sus socios. Ha utilizado Sumar para matar a Podemos y viceversa, para quedarse con su electorado. Su mayor éxito es Illa y el control de la Generalitat por el PSC. Pero ese no es el problema. El problema es que nunca podrá gobernar este país si no tiene como socios a ERC, EH Bildu o el BNG. Porque esa es la mayoría parlamentaria y social de este país. Hacerse con el control del PSOE en Castilla La Mancha o Valencia no le hará ganar ningún voto decisivo. Hay una pulsión básica en el PSOE que confía más en los efectos derivados de dividir a la derecha que en construir una vía solvente de construcción de otro Estado. En el PSOE hay una fuerte cultura de verse como el partido de Estado, pero no existe el horizonte de otro Estado posible.
"En el PSOE hay una fuerte cultura de verse como el partido de Estado, pero no existe el horizonte de otro Estado posible"
Entonces, ¿las trincheras están mal puestas?
Este es el punto. Y es lo que hace débil a Sánchez respeto de la oposición de la derecha, que sabe que Sánchez no ha fraguado una verdadera alianza con sus socios. Aquí de nuevo nadie se fía de nadie. La estrategia de Sánchez ha llegado a un momento en que resulta muy difícil de sostener. Y lo dicho: lo peor es que está desaprovechando una oportunidad de configurar realmente un Estado nuevo.
Se le ha visto como un político sumamente ambicioso, pero usted parece decir que ambición es, precisamente, lo que le falta.
Ambición política, desde luego. O convicción. O la comprensión intelectual de un modelo de Estado capaz de curar la herida más profunda. Que la constitución del 78 fue un acuerdo que las minorías nacionales no podían considerar definitivo, dadas las circunstancias; que era inevitable que tantearán hasta dónde podían llegar en el camino a la independencia. Pero creo que ese camino está hecho y ha mostrado sus límites. Aquí el problema es la derecha, que también ha aprendido a considerar la constitución del 78 como un acuerdo circunstancial. Si se abriera un pacto federal se vería que la derecha no podría gobernar mientras no asumiera esta realidad. En realidad, ya comienza a saberlo cuando Feijóo coquetea con Puigdemont. Pero ese coqueteo no es sino más de lo mismo, circunstancialismo y oportunismo. Lo único serio es un pacto de Estado federal.
¿El tipo de convicción que, como decía antes, nadie en España se atreve a confesar en voz alta? Una cosa es que un político se atreva a proponer un proyecto ambicioso y otra, que crea en él. A mí, la verdad, siempre me ha costado detectar en Sánchez creencia alguna.
A mí también. El problema es el siguiente: si tú te atreves sin convicciones, eres un aventurero. Si, en cambio, tienes convicciones y no te atreves, estás siendo irresponsable. Si tienes convicciones ambiguas, confusas, irreales y coraje para realizarlas, eres un insensato. Sin embargo, si tienes convicciones y coraje y si, además, conoces la realidad, entonces es blanco y en botella: no puedes permitir que se hunda una mayoría parlamentaria como la que existe en estos momentos. Esa mayoría es estructural. No es circunstancial. Las minorías nacionales son compactas. Dominan sus territorios. Los partidos de la derecha no existen allá prácticamente. ¿Por qué no hacer ofertas serias de construcción real?
Es decir, federal.
Claro, porque la única construcción real del Estado español pasa permanentemente por el problema federal y no por ningún otro sitio. Es el único razonable según la historia de este país. Posiblemente eso obligaría a redefinir la realidad nacional castellana e incondicionalmente a cambiar el estatuto de Madrid capital.
Pero así volvemos sobre el problema de la confianza, que no deja de ser un elemento fundamental en toda estructura federal. Al fin y al cabo, sus entes constituyentes tienen que fiarse entre sí. Pero, ¿qué catalán hoy se fía de los andaluces? ¿Qué vasco se fía de los madrileños?
Ese es el problema, efectivamente. Es por eso que, en mi último libro, que se subtitula La revolución práctica de Calvino, muestro que la reforma calvinista es fundamentalmente la recuperación de tanta pluralidad como sea posible, con tanta unidad como sea posible. Esta es exactamente la base del espíritu federal. Sin una renovación de la actitud mental profunda no es posible este tipo de procesos cooperativos. Pero eso es lo que logran los pueblos civilizados.
A la zaga de esta última crisis, ¿qué toca hacer?
Ahora el programa de mínimos debe ser consolidar la posibilidad de que las minorías vasca, catalana, gallega y valenciana efectivamente sean constructivas respecto del futuro del Estado. Para mí, está claro que esto no pasa por mantener el Gobierno que tenemos. Bildu, Esquerra y el BNG tendrán que hablarles a sus votantes, para quienes dar un cheque en blanco a cambio de nada no es de recibo a largo plazo. Por lo tanto, el gobierno central tendrá que dar señales que convenzan a esos votantes de que va a haber una política constructiva que algún día esté en condiciones de llevar a unas estructuras federales capaces de lograr reconocimiento de estatus para sus minorías nacionales.
¿Y Junts?
Si el Gobierno hubiera podido neutralizar a Puigdemont de algún modo, no dándole el protagonismo que le ha dado, posiblemente la opinión pública española se hubiera dado cuenta de que los socios del Gobierno son razonables. Y en realidad, lo son. No hay que ver más que los discursos que ha hecho Bildu en los últimos tiempos o la actitud constructiva de ERC.
¿Qué hace falta para tener una mínima esperanza de renovar la mayoría actual?
Hace falta un programa político de verdad, no solo esquivar obstáculos como ha venido haciendo Sánchez. Ya no vale apoyar a Sánchez por apoyar a Sánchez. Hay que explorar la posibilidad de formar un gobierno nuevo. Para mí, esto significa nombrar inmediatamente a un político real al frente del Partido Socialista y, llegado el caso, explorar la posibilidad de otro presidente de Gobierno que pudiera reunir esas fuerzas de una manera más solvente, más operativa que el propio Sánchez, que se ha enfangado en una serie de flancos que ha debilitado su posición de manera creo que irreversible. Alguien de la mayoría socialista que sea bueno a nivel parlamentario y cuya principal tarea fuera ofrecer un camino político al parlamento español. Creo que Sánchez ya lo tiene muy complicado.




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