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Marina de la Vega, la espía que pasó judíos por la frontera y cazó nazis en España

Fue espía de la Resistencia gala y también organizó huelgas contra Franco. Apenas se la recuerda, porque de los espías solo nos quedan imágenes borrosas y clichés del cine.

La espía española Marina de la Vega.
La espía española Marina de la Vega. Los créditos son EL EXILIO RESISTENTE: CANTABROS EN LA RESISTENCIA Y LA FRANCIA LIBRE (1940-1945). Editorial Librucos

Sobre Marina de la Vega y de la Iglesia no sabemos demasiadas cosas, que es lo que pasa con aquellos cuyo oficio consiste en no dejar que nadie sepa demasiadas cosas. Ni el lugar de nacimiento, oigan. Que si Torrelavega, que si Castro Urdiales (esta parece ser la verdad). Cántabra, en cualquier caso. Año 1923, familia con posibles e ideales. Republicanos, masones. El padre se llamaba Alberto, y ejercía como abogado y registrador de la propiedad. También andaba chamarileando en política, dentro de los radicales que comandaba Lerroux. Llegó a puestos de copete, no crean. Director general de Prisiones. Apenas un mesuco, en 1935. Malos tiempos para el cargo, que ya Victoria Kent duró añito y poco. Pero esa es otra historia...

La nuestra nos lleva al norte, más allá de los Pirineos, porque era pedigrí peligroso el de Marina para su época. Trece años al empezar la guerra civil, apenas muchacha en edad de escuela y trenza. Primero Francia, donde estaba sola, exiliada, sin los padres que quedaron al sur. Amigos de la familia, una familia de prestado. Una que también emigra. A México. Cada vez más lejos, cada vez más rápido. Se pone la cosa fea en Europa, Marina, se pone la cosa fea. Así que Marina escucha a las raíces y vuelve a España, a la capital, donde está su madre. Catorce añitos, viaje en un vagón de ganado hasta arriba de personas con ojos de buey marchito. Vivir del malvivir. Papá está en la cárcel, en Cádiz, por delito consumado de masonería. Seis años, multa de 50.000 pesetas, expulsado de su puesto en la función pública. Al tío Ernesto lo fusilan en Albacete, noviembre de 1939. No llega a ver esas desgracias Miguel de Unamuno, amigo de la familia, que tantas veces les dio caramelos y le hizo bromas con aquella voz profunda de cascarrabias a medio enfadar.

Tiempos sin tiempo. No hay abrazos para la muchacha que vuelve desde tierras francesas. No hay abrazos, porque no hay familia, solo queda la madre, la madre que trabajaba para la administración, que ha perdido el puesto, que fue represaliada, que vive oculta para no recibir más castigo. Nada nos ata aquí, nada nos ata. Así que vuelven a tirar de contactos, hablan con unos conocidos de León, allá va la moza, a ver si pudiera empezar de cero, nosotros estamos demasiado marcados.

Y en León le cambia la existencia a Marina. Porque conoce gente. Gente. De esos que no te dicen dónde trabajan. O te lo van contando poco a poco. Ya sabes, hay oídos en cada carrejo, en cada bárcena. A veces los nuestros escuchan también para los de enfrente. Pero es joven Marina, bisoña, rostro de inocencia. Marina es, también, lista, muy lista. Sabe sonreír cuando lo que necesita la situación es sonreír. Tiene memoria, tiene ideales. Cuentan que si fue un amigo que conocía a un amigo que tenía alguien dentro de los servicios diplomáticos franceses. Servicios secretos de los aliados, por extensión. Espías, nada menos, si prefieren palabras gruesas. Y tú, Marina... ¿no estarás interesada en...? Lo estaba. Redes de evasión y resistencia. Salvar vidas y jugarse la vida.

Aquello se llamaba Base España, y Marina estuvo allí un par de años, entre octubre de 1942 y septiembre de 1944. Agente P2, categoría continua, rango como jefe de servicios de enlaces. La única mujer, por añadir. Al final de su hoja de virtudes hay una observación. "Agente de gran antigüedad y servicios muy meritorios". A saber qué esconden esas palabras. Recabar información en España, que era país aliado de los nazis. Viajes con personas de ojos bajos que se hacen pasar por sordomudos. Alojar exiliados franceses, realizar enlaces, servir como eje de comunicación entre los Pirineos y Madrid. También, claro, falsificación. Documentos, cédulas. Franceses de la Resistencia, judíos. Cruzaban los montes, llegaban donde Marina, conseguían nueva imagen, nueva existencia. Un futuro. En la capital de España había una red de pisos francos habitados por quienes perdieron la guerra pero se negaban a seguir perdiendo en la paz. Un médico para hacer curas, un sastre que proporcionaba ropas con las que cambiar harapos y apariencias. Vía Portugal, Marruecos y Argelia huían todos aquellos a los que una vez salvaron.

La Policía española tenía ojos sobre ella. Estrechamente. En varias ocasiones bordeó el desastre, toqueteando esa pastilla de cianuro que siempre tintinea en los bolsillos, por si acaso. Y eso que disimulaba. Viajes por todo lo alto, vestidos ostentosos, sonrisa desarmando catetos a mitad de camino entre ignorancia y maldad. Si aparentas tener pasta nadie te pregunta nada, dijo mucho tiempo más tarde, en una entrevista que le concedió a Natalia Junquera para El País. Al final, todo era demasiado peligroso, la Segunda Bis, contraespionaje del fascio, oliendo cada una de sus huellas. Huida, cruzando el Bidasoa, aguas gélidas de septiembre. Solo llevaba un cartón de tabaco y una docena de manzanas, recordaba. Empezaba el otoño de 1944 y a Marina de la Vega la desmovilizaron poco más tarde. Un año después, reconocimiento. Medalla de la Resistencia Francesa. Su tono dorado, su cruz de Borgoña. Final para las aventuras.

Solo que no.

Aun quedaban de aquellos que una nunca quiso existieran. Nazis, nazis huidos, tipos con las manos manchadas de sangre que aprovecharon caos, impunidades y gobiernos afines para tirarse una vida magnífica mientras otros contaban cráneos en fosas comunes. Aquí tuvimos a montones, por España. Skorzeny, por ejemplo, que tomaba alegremente vermús casi cada día en bares selectos de los madriles. Eso no es justo, quizá pensó Marina. Eso no es justo, no es justa la impunidad, no es justo que se olvide y se mire a otro lado. ¿Afán de aventuras? ¿El gusto por una vida distinta a todas? Puede. Pero, sobre todo, que eso no es justo.

Se les dice soldados sin uniforme. ¿Cometido? Buscar. Buscar nazis. Buscar nazis para llevarlos ante los tribunales, para que paguen por todo aquello que hicieron y mandaron hacer. Para que no envejezcan entre aperitivos castizos. Yo quiero cazar hijoputas con esvástica, y coincide que España está llena de ellos. Así que... pum, para allá que se fue, siempre cargando dos pistolas que nunca, dice, llegó a usar. ¿Y cómo lo hacías, Marina?, preguntaban. Oh, eso qué importa, una no cuenta sus secretos. Solo, en fin... lo hacía. Localizábamos, íbamos donde ellos, a un maletero con mordaza y cuerdas. Luego, para Francia. A que recibiesen juicio justo, para que pudieran ver una vez en la vida lo que es la Justicia.

Cinco años haciendo amables viajes transfronterizos y se vuelve nuestra muchacha a Madrid. Para estar con su madre. Es 1950, aquí siguen las cartillas de racionamiento. Qué feo es todo, qué triste, qué diferente. Allá arriba tienen libertad, aquí tenemos a un tipejo despreciable con voz de pito y grotesquez generalizada que no calza corazón. Así que sigue. A su manera, Marina sigue. Lucha antifranquista, ahora. Octavillas, enlace otra vez, huelgas. Pasó varias veces por calabozos y similares, porque los tiempos... Pero debió parecerle apenas anécdota. Si ellos supieran. Ahora ya no lleva la pastillita. Contaba muchos años más tarde que uno de sus compañeros se mató en la cárcel, dándose cabezazos contra la pared. Para no hablar. Para que no le hiciesen hablar.

Decía también, en aquella entrevista que vimos, lo de las manías. Constantes. Mira, es que fueron tantas veces. Y te jugabas el pellejo, no era cosa baladí. Que si nunca se sienta de espaldas a las puertas. Que si pide habitaciones en el primer piso de los hoteles, por aquello de saltar en caso necesario. Que si mira siempre dónde hay interruptores. Sí, interruptores. A veces hay que apagar la luz de golpe.

Marina de la Vega murió en junio de 2011. Se llevó recuerdos, secretos y silencios. Se llevó, también, un página de la Historia sobre la que decir "yo sí, yo hice".

No todos pueden...

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