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Grande, de una tosquedad amable, incluso simpática, Prisciliano Castro (Talayuela, 1945) es de esas personas que hablan con las manos. Son enormes. Con ellas enganchó un día al alcalde Ruiz-Gallardón de la chaqueta –eso cuenta- mientras su voz ronca acompañaba el gesto: “Hasta que no me arregles esto, tú de aquí no te mueves”. Y el alcalde le arregló aquello. Como antes, otros concejales y otros regidores se plegaron a la testarudez del cacereño, que en 1964 vino a buscarse la vida al sur de Madrid, a la periferia de tejados de uralita y aceras de barro, y fue el sur de un Madrid de ladrillos, parques y servicios el que terminó agradeciéndoselo.
Hace unos años que dejó la presidencia de la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid (FRAVM) para volverse a su tierra, “ahí, por la parte del pantano del Rosarito”, explica. Y como además de cabezota es inquieto, se ufana Prisciliano de haber conseguido, en las municipales de 2015, el primer concejal de Izquierda Unida para su pueblo. Porque -por terminar con los atributos- Castro se define, por encima de todo, “comunista, republicano y ateo”.
“Lo mamé en casa, de mi padre, que tuvo que salir corriendo del pueblo cuando en el 36 llegaron los falangistas de Jarandilla. Y lo aprendí de Radio Pirenaica, que escuchaba con cinco o seis años subido a una banqueta. ¡Mi madre se ponía negra!”, exclama. Justifica sus pocos estudios en que fue “un crío de los que, entonces, se usaban para cualquier cosa. Mi hermano hoy lo recuerda y se queja de padre. Pero, ¡joer!, es que no quedaba más remedio”.
Prisciliano se encargaba de guardar las cabras –“sin poder probar la leche porque era para venderla”- y de robar bellotas de las fincas de los terratenientes. Con 13 años se empleó en la recogida del algodón, cuando las peonadas de trabajo se cambiaban por lo que fuera. “En los años 50, no funcionaba el dinero. Al terrateniente, que era un marqués, no lo conocía ni la madre que lo parió. Se trabajaba por lo que te quisieran dar”, asegura. “No llegaba a tanto como lo pintó Miguel Delibes, pero sí: era la España de los Santos Inocentes”.
Era la Extremadura cortijera y cruel de la que, con 18 años, decidió desertar junto a la mujer a la que había conocido en otra de sus muchas faenas: el deshoje de tabaco. “Nos casamos y la liamos”, se ríe. “Cuando estaba Tita embarazada de mi primer hijo, mi hermano nos dijo que nos fuéramos para Madrid. Después de dos meses en su casa de Orcasitas, compré una chabola en Pozo Blanco, una habitación de nueve metros cuadrados por 13.500 pesetas”.
Chabolista indomable
Describe Castro aquel poblado, por el que hoy pasa la M-40, como “un barrizal sin luz, sin agua corriente –la recogían las mujeres del camión cisterna, cuando venía- sin servicios. Estoy seguro de que hoy somos más pobres que entonces, pero entonces no teníamos las condiciones de vida que tenemos hoy”. Él, con su salario de 400 pesetas –“porque también es verdad que lo que nunca faltaba entonces era trabajo”- trató de ampliar la chabola. “Y cada vez que yo levantaba la cocina -para no tener que guisar con el infernillo de petróleo que dejaba un olor de la leche en la habitación- venía la Guardia Civil y me la tiraba”, y da un golpe con la mano en la mesa, como si se lo estuvieran haciendo hoy.
El cabezota no se dio por vencido y en el erre que erre consiguió que la “benemérita” terminase haciendo la vista gorda al nuevo lar. Después vinieron las fuentes para el poblado; más tarde los palos de la luz, las farolas. Y en la pelea por mejorar Pozo Blanco se encontró Prisciliano con el PC. “Gracias a un vecino, nos reuníamos clandestinamente en los campos de futbol del barrio o en los bares. Pero el Partido Comunista –se queja- nunca entendió la reivindicación vecinal. Su prioridad era el mundo del trabajo, eran las CCOO, porque las asociaciones las había inventado la gente, por necesidad; no eran un invento del PC”.
En el 68 fundó junto a otros la Asociación de Vecinos de Orcasitas, que no fue la primera de Madrid pero sí la que se atrevió contra los gobiernos municipales de la dictadura. Y recuerda Castro una anécdota con el alcalde García-Lomas: “Yo trabajaba de noche en General Eléctrica. Gracias a un técnico conseguimos que nos recibiera el alcalde que, a las 10 de la mañana, se estaba fumando un puro, el tío. Le explicamos los problemas del barrio. Y ¿sabes lo que nos soltó? Dijo: ‘Si me entero de que entre estos que han venido hay un comunista, lo mando fusilar a las seis de la mañana”.
Lejos de “acojonarse” –como dice Castro- la asociación siguió trabajando. “Celebrábamos asambleas a las que nos enviaban falangistas, ‘representantes del gobierno’, les llamaban ellos. Lo que conseguimos, lo hicimos montando cristos en los periódicos –como el Diario Madrid- o esperando al concejal de turno para asaltarlo hasta que nos recibía”. También gracias a personajes como el padre Oltra, que había sido confesor de Franco, y levantó unos barracones de madera para que pudieran estudiar los chavales del poblado. Entro otros: los cuatro churumbeles que ya tenían Prisciliano y Tita.
Además de la iluminación, las fuentes y las casetas-colegio, el logro que más orgulloso hace sentir a Castro es el derecho de realojo. “Las empresas nos iban echando para fuera, para construir viviendas. Te daban lo que fuera y te mandaban para Toledo. En la Asociación de Orcasitas lo recurrimos y el tribunal nos dio la razón: ganamos el derecho al realojo in situ, que los vecinos tuvieran allí su propia vivienda”.
De Pozo Blanco a Moratalaz
Al él le tocó el realojo en el año 1974, cuando la Chrysler (hoy Peugeot) se hizo con los terrenos de Pozo Blanco. A Prisciliano y familia, el Instituto Nacional de la Vivienda (INV) les ofreció un modesto piso en la séptima planta de un bloque de ladrillo en Moratalaz. Y en él ha residido Castro hasta su jubilación. “Pagué 500.000 pesetas, pero financiadas a 30 años. Me salía por unas 1.000 pesetas al mes y yo ya estaba ganando 11.000”. Pero claro… el barrio también necesitaba mejoras a ojos del inquieto.
“No había cabinas de teléfonos, ni buzones de correos, el pan nos lo servía una furgoneta cada mañana, porque tampoco había comercios. Y lo más grave: no había colegios y veníamos todos con una prole de tela”. A unos metros de su casa, Prisciliano consiguió montar la también histórica Asociación AVANCE en unos barracones que aún siguen acogiendo a los vecinos de Moratalaz. La asociación fue legalizada en el 77.
“Tras las muerte de Franco, los concejales empezaron a darnos cancha”. Concejales como Florentino Pérez a quien, pasados los años, supo agradecer Prisciliano. Apoyó la Ciudad Deportiva del Real Madrid como presidente de la FRAVM, a cambio de la Casa de Campo del Oeste; “las Torres de la Castellana, no, jamás”, niega tajante. En abril de 1979, la llegada de Enrique Tierno Galván a la alcaldía de Madrid –dice Castro- “lo cambió todo”.
“Tierno no era un gestor, era un filósofo; un personaje del que aprender mucho. Era humano, cercano, humilde. Y, a partir de ahí, Madrid da un vuelco. Con la izquierda se crearon centros culturales, deportivos, las zonas verdes… la calidad de vida. En los años 80 los municipios dieron un vuelco. Nosotros teníamos un barrio para dormir. Y conseguimos un barrio para vivir”.
Un barrio en el que hoy es una estrella. “Don Prisciliano ¿cómo está?”, le paran por la calle los vecinos con los que se cruza camino de los barracones de AVANCE. Presidió la asociación hasta 2004. Lideró durante 17 años la Federación Regional, FRAVM. En 2007, Gallardón le impuso la Medalla de Oro de Madrid tras llamarle “imperativo de justicia social”. Él se ríe con el calificativo y prefiere no responder. Sí tiene buenas palabras para la alcaldesa Carmena: “Hay mucha inquina contra Manuela y es una tía extraordinaria”. ¿El problema de Madrid hoy? Desde la distancia que le da su retiro cacereño, concluye: “Que hay demasiados coches”.
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