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Ansiolíticos Amelia, enganchada a los ansiolíticos desde los 16 años: "Me recetaban las pastillas como si fuesen caramelos"

Una consumidora de benzodiacepinas relata su proceso de adicción hasta que decidió someterse a un tratamiento de desintoxicación en el Proyecto Hombre: "Me di cuenta de que me estaba matando lentamente".

Las benzodiacepinas y los ansiolíticos provocan una gran tolerancia y adicción. / ARCHIVO
Las benzodiacepinas y los ansiolíticos provocan una gran tolerancia y adicción. / ARCHIVO

Amelia empezó a consumir benzodiacepinas a los dieciséis años. Un par de amigas sabían que tomaba algo, aunque desconocían qué era eso. ¿Benzo qué? Quizás les sonase más el término ansiolítico o alguna marca comercial de un medicamento usado para tratar la ansiedad, el insomnio y otros trastornos afectivos. Ahora, cumplidos los veintinueve, quiere sincerarse con toda su pandilla, pero... ¿por dónde empezar?

Ella achaca al choque cultural su iniciación en el consumo de benzodiacepinas. Llegó a España y se encontró con un país distinto, lo que le provocó una crisis de ansiedad. En el instituto tenía buenos compañeros, sin embargo la curiosidad que despertaba entre ellos le generaba angustia. "Yo era muy mona, tenía una acento pronunciado y me veían diferente, algo a priori positivo, aunque no quería llamar la atención y me aceleró el nerviosismo".

El médico de cabecera le recetó una dosis de 0,25 miligramos de alprazolam, un fármaco de la familia de las benzodiacepinas, tres veces al día. No obstante, a Amelia no le hacía efecto y empezó a tomarse las tres pastillas juntas cada mañana. "Con el tiempo, como seguía teniendo sensaciones horribles —me ahogaba, sentía un calor intenso, tenía náuseas y ganas continuas de ir al baño—, empecé a automedicarme".

Desde pequeña las manos le temblaban, pero la agitación aumentó cuando se matriculó en un ciclo formativo que exigía horas y horas de laboratorio. Entonces acudió de nuevo a la consulta de atención primaria para que le aumentasen la dosis, que pasó a ser de 0,5 miligramos por la mañana, por la tarde y por la noche. Sin embargo, ella se las apañaba para tomar una cantidad mayor, de una sola vez: cinco píldoras nada más levantarse.

"Yo controlaba y todavía no me consideraba una adicta, porque era un fármaco legal. Simplemente me convencí a mí misma de que había encontrado la solución a mi problema", recuerda Amelia, quien durante trece años se las ingenió para conseguir más pastillas. De forma accidental —asegura que las nuevas recetas no cancelaban las anteriores, por lo que en la farmacia seguían dispensándole una doble o triple medicación— o deliberada —le decía al médico que había perdido la caja, ponía como excusa que necesitaba más porque se iba de vacaciones o acudía a urgencias para aprovisionarse—.

Lo único que hacía era engañarse a sí misma. Todo valía con tal de sentir un alivio circunstancial, que desaparecía a medida que aumentaba su tolerancia. "Estaba todo el día dopada y tenía lagunas. Desde el segundo año todo se volvió confuso, pero nunca me hicieron un seguimiento adecuado, ni se cuestionaron la cantidad y el tiempo que llevaba consumiendo benzodiacepinas, ni me retiraron el tratamiento. Me daban las pastillas como si fuesen chuches o caramelos".

A los veinte años le subieron la dosis a un miligramo, tres veces al día. Ahora, casi una década después, se pregunta cómo no se percataron de que seguía teniendo acceso a las dos recetas anteriores de 0,25 y 0,5. "Llegué a tomarme más de diez píldoras diarias, hasta sumar siete miligramos. El médico no llegó a recetarme más de tres, si bien yo siempre encontraba el modo de hacer trampas. Tenía un problema grave, mas no quería aceptarlo".

Amelia regresó a su país y empezó a tomar clonazepam en gotas gracias a un médico privado que le suministraba tres frascos al mes, lo que le suponía un desembolso de 240 euros. No tuvo problemas para afrontar el gasto porque había abierto un negocio y con el dinero que ganaba podía permitírselo. "Para mí era tan prioritario como pagar la luz o el alquiler del piso. Un producto de primera necesidad al que no llamaba droga, sino medicamento".

Cualquier situación era un pretexto perfecto para atiborrarse a pastillas. Y todo le generaba tensión, desde una videollamada hasta salir de casa, incluso para ir al instituto. "Hace tiempo, para hacer esta entrevista, la Amelia de antes se hubiese tomado unas cuantas". Dice "hace tiempo", dice "la Amelia de antes", porque cuando volvió a España años después fue consciente de su adicción, aunque nada más aterrizar recurrió de nuevo al alprazolam.

"Hice un repaso de mi vida y me pregunté cómo había llegado hasta aquí, porque me di cuenta de que me estaba matando lentamente". Entonces decidió confesarle a sus padres que estaba enganchada a las benzodiacepinas y se puso en manos del Proyecto Hombre, a cuya sede madrileña acude cada mañana para realizar un tratamiento de desintoxicación que incluye terapias y diversas actividades. Allí, rodeada de otros, ha descubierto que no estaba sola.

Enfrentarse al dolor

Amelia, un nombre ficticio que ha elegido para preservar su identidad, lleva cinco semanas en el centro, donde ha podido echar fuera todo lo que le corroía por dentro. "Me ayudó mucho encontrar la raíz de mi ansiedad. No surgió por cambiar de país, sino que la llegada a España fue simplemente el detonante. Siempre había sido una persona nerviosa, retraída y miedosa, pero nunca me había enfrentado a la realidad. Por eso me gustaban las pastillas, porque me nublaban la mente. ¿A quién no le gusta olvidar el sufrimiento?".

Convencida de que hay que vivir el aquí y el ahora, decidió soltar amarras en una terapia de grupo. "Me enfrenté a lo más doloroso que una mujer puede sufrir y me liberé de la cadena de mi infancia: mi padre abusó sexualmente de mí". Contarlo en voz alta le quitó el peso que cargaba desde niña. Ahora, comenta, sabe de dónde partir. "He visto la luz, porque durante años fue un lastre. Ser consciente me devolvió ese pedazo de vida rota".

Hay que verbalizarlo, insiste la joven. "Es fundamental para poder recuperarse. Ninguna mujer debe callarse ante cualquier tipo de abuso. No debe darle vergüenza ni sentirse culpable. Si no se habla, se vuelve un tema tabú, surgen los traumas y tomas alternativas más complicadas, como me sucedió a mí. Como son legales, la gente piensa que las benzodiacepinas no son una droga. Pero sí, son una droga legalizada".

"Le puede pasar a cualquiera"

Amelia es consciente de que no puede "reparar" trece años en un mes, si bien la ayuda que ha encontrado en el centro la ha fortalecido. "Antes tenía miedo a sentirme una drogadicta o una yonqui. Ahora, en cambio, me río de esas palabras, porque si te descuidas le puede pasar a cualquiera: a tu vecina, a la dueña de la tienda, a la chica que cruza el semáforo…", advierte la paciente.

Un hecho que ha constatado la psicóloga Mercedes Rodríguez Rubio, quien subraya que la ingesta de ansiolíticos por parte de las mujeres es "abusivo" y atiende a diversas razones. "Puede deberse a problemas menores, no es necesario padecer un trauma grave o atravesar una situación tan dramática como la de Amelia, cuyo caso es puntual", deja claro la directora de Proyecto Hombre Madrid. "Son personas con una vida normalizada y la casuística es muy amplia".

La joven, de hecho, acude a un espacio donde reciben asistencia otros pacientes que se engancharon a las benzodiacepinas y a otras drogas legales e ilegales por diferentes motivos. Todos reman en la misma dirección y, con su relato, se apoyan entre ellos para enderezar el rumbo: "En este proceso, pese a que a otros pueda parecerles pequeño, cada paso es importantísimo", destaca Amelia, quien día a día se acerca a la meta.


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