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Uno en la multitud

JOSÉ ANDRÉS TORRES MORA

Es frecuente que los parlamentarios recibamos avalanchas de correos electrónicos de ciudadanos que nos hablan en nombre del pueblo. En sus cartas se suelen encontrar expresiones tales como 'el pueblo quiere', 'el pueblo opina', 'el pueblo necesita', o acusaciones como 'ustedes no defienden el interés del pueblo' o 'no representan al pueblo'.

También es frecuente escuchar en la tribuna intervenciones de diputados nacionalistas que hablan en nombre de Catalunya, de Galicia o de Euskadi, y por supuesto de España. Los que hablan en nombre de la nación catalana, gallega, vasca o española no necesariamente representan a todos los diputados de las circunscripciones que conforman cada uno de dichos territorios, ni siquiera de la mayoría de los representantes de los mismos, a veces se trata de diputados que pertenecen a grupos muy minoritarios, pero sus palabras, y la representación que se atribuyen, cubren la totalidad del territorio al que se refieren, incluidos los pájaros, los árboles y los aperos de labranza, además de los ciudadanos que los habitan, hayan votado o no a esos partidos. También en la izquierda hay partidos que hablan en nombre de la clase obrera, por más que una elevada proporción de la clase obrera vote a la derecha, y por más que una importante proporción de los electores de esos partidos de izquierda sean de clase media.

Usamos palabras grandes, tan grandes que no caben en el mundo real, que no caben en la vida de la gente, palabras que son más útiles para aporrear el mundo que para entenderlo y cuidarlo. El siglo XX debió haber servido para advertirnos de que la indiscutible fuerza de conceptos como nación, clase y pueblo es difícil de contener en los límites de la convivencia democrática. Por eso deberíamos asegurarnos de volver a confinar semejantes conceptos en el mundo de la academia, para ser medidos, analizados, estudiados; pero nunca dejados sueltos en el mundo de la vida, a merced de la furia caliente que nace de la necesidad, o de la fría ambición de poder de quienes usan los más nobles ideales para satisfacer las más bajas pasiones. En ocasiones usamos esas palabras de manera rutinaria, dejándonos llevar por la inercia de la historia de las ideas políticas, sin siquiera pensarlo dos veces, sin ser conscientes de los peligros que conllevan, de que los antecedentes penales de dichos conceptos pesan mucho más que sus éxitos académicos.

Por eso es necesario ser prudente cuando se habla en el nombre del pueblo. Cuenta Hannah Arendt

en Sobre la revolución que el tipo de poder contra el que se rebelan los revolucionarios termina influyendo en la configuración del poder que nace de su revolución. Los revolucionarios americanos se rebelaron en la Guerra de la Independencia contra el poder limitado de la corona británica, en tanto que los revolucionarios franceses se rebelaron contra el poder absoluto de la monarquía francesa. Cada uno de ellos instituyó un nuevo soberano, el pueblo, que asumía las cualidades del soberano sustituido. El pueblo francés calzó los zapatos del monarca, pero lo hizo después de que este hubiera calzado los zapatos de los cardenales y del papa, después de que el soberano se invistiera con los de la condición y los atributos de lo absoluto. Los teóricos de la revolución francesa atribuyeron al pueblo no sólo el origen del poder, sino de la verdad, del conocimiento verdadero. Concibieron al pueblo, a la nación, 'como si esta formase realmente una persona y no estuviera compuesta por una multitud', como si tuviese sólo una voluntad, un interés, una opinión, en lugar de múltiples voluntades, intereses y opiniones.

En demasiadas ocasiones, bajo los ropajes democráticos, uno entrevé la pezuña de lo absoluto. Cuando se nos dice que 'el pueblo tiene siempre la razón', se nos oculta que el pueblo no es el uno, sino la multitud, y que sus opiniones y sus intereses son diversos y contradictorios. Cuando, en nombre de la opinión pública, se nos dice 'todo el mundo piensa esto o lo otro', en nombre de la 'unanimidad de todos' se están socavando los cimientos de la libertad de cada uno. Arendt lo expresaba, al hablar de los revolucionarios americanos, diciendo que 'ellos sabían que en una república la esfera pública estaba constituida por un intercambio de opiniones entre iguales y que dicha esfera dejaría de existir en el momento mismo en que dejase de tener sentido el intercambio, debido a que todos tuviesen la misma opinión'. Esa era la concepción de Jefferson, razón por la cual nunca usó a la opinión pública como argumento de autoridad. Por el contrario, Robespierre lo usó con mucha frecuencia, con resultados muy distintos para su revolución y para él mismo.

Los clásicos distinguían entre democracia, como el gobierno de la mayoría, y república, como el imperio de las leyes y no de los hombres. Ellos temían que el gobierno de la mayoría terminara degenerando en una tiranía electiva, por eso preferían la república a la democracia. En realidad, nuestras democracias, incluida la española, son repúblicas más o menos perfectibles. Aunque nuestra forma de jefatura del Estado es monárquica, nuestras instituciones son más bien republicanas. El populismo es la democracia sin leyes, por eso quizá, en estos momentos de dificultad, lo más razonable sería que los demócratas fortaleciéramos esas instituciones republicanas que garantizan las libertades y el bienestar de la multitud, en lugar de extender el poder del uno, aunque lo llamemos opinión pública, nación o pueblo. La libertad está más segura cuando se puede ser uno en la multitud, que cuando la multitud se convierte en uno.

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