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Hans Christian Andersen, un cuentista de viaje por Italia

Se publica El improvisador, primera novela del mayor autor de cuentos infantiles, escrita en 1835 y, hasta ahora, sin traducción al castellano

PEIO H. RIAÑO

Antes de los centenares de cuentos, antes de La sirenita y El soldadito de plomo, antes del chocolate con la reina, Hans Christian Andersen (1805-1875) fue hijo de zapatero y madre alcoholizada, en una casa diminuta de uno de los barrios más pobres de Odense (Dinamarca).

Fue después de probar en una fábrica textil a los 11 años de edad, de tantear sus dotes naturales para pasearse entre las casas de la aristocracia danesa gracias a una voz de soprano, cuando decidió que su vida valía mucho más que toda aquella miseria y fealdad. Con 14 recién cumplidos Hans Christian Andersen llegaba a Copenhague para hacerse un destino a su medida.

En su plan de fuga hacia una clase mejor, hacia la conquista de unos privilegios prohibidos, el joven Andersen encontró en los grandes autores ingleses un respiradero por el que escalar. Así, como todo héroe hecho a las necesidades de sus deseos, cambió su nombre por el seudónimo de William Christian Walter, al firmar su primer escrito: William de Shakespeare y Walter de Scott. Con 24 años Hans Christian Andersen ya se ganaba la vida escribiendo poesía y teatro.

Pero todavía le faltaba la cualidad que hace imprescindible al narrador que la posee, y relega al montón al que la busca en otros: la voz propia.

Como buen romántico creyó verla en el viaje. Intuyó que en la cuna de la cultura renacentista hallaría algo más que paisajes distintos, algo más que luz, color y calor.

Viajaría a Alemania, Francia, Italia y España para enterrar definitivamente su pasado de 'desconocido y pobre', y comenzar a levantar aquella vida sin referencias que le llevaría a compartir la merienda con la mismísima reina en 1844. Como escribe el crítico Harold Bloom: 'Cazador de nombres importantes, por encima de todo, él mismo deseaba convertirse en uno, y lo logró a través de sus cuentos'.

Fue antes de los cuentos, con los viajes, donde empezó a relacionarse con todos aquellos intelectuales, donde encontró material de primera para buscar esa voz que no tardaría en llegar en forma de crónicas de viajes y poemas. Así aprovecha su paso desahogado por Italia, gracias al dinero de la beca de estudios que le concede el rey Federico VI, para escribir su primera novela: El improvisador, en 1834.

Con la publicación del texto un año más tarde además de la primera colección de cuentos, que contenía El encendedor de yesca, Claus grande y Claus chico, La princesa y el guisante y Las flores de la pequeña Ida arrancó el futuro literario del nombre de Hans Christian Andersen, a los 30 años recién cumplidos.

Pero El improvisador no se había traducido al castellano en todo este tiempo. En unos días llegará la primera traducción de la novela, gracias a la publicación de la editorial Nórdica.

Esencialmente autobiográfica, camuflada en el relato de un personaje que deslumbra por su capacidad de improvisar, gracias a la que progresa y progresa, El improvisador es en realidad un libro de viajes en el que Andersen se escuda en Antonio para contar sus trayectos por la espléndida Italia a ojos de un danés. La afición al teatro del autor y su interés por la interpretación y la dramaturgia le acercaron a la profesión del improvisador, tan respetada y popular en la Italia del siglo XIX.

En el prólogo que el traductor y experto en literatura islandesa y danesa Enrique Bernárdez quien recomendó y avisó al editor de Nórdica Diego Moreno de la existencia de este libro ha preparado para esta edición, asegura que El improvisador fue la 'primera novela moderna, de tema contemporáneo, en el país nórdico'. El especialista añade que le precedieron las novelas de Walter Scott, pero estas eran de tema histórico.

Al contextualizar la obra, Bernárdez asegura que 'Balzac acababa de publicar La piel de Zapa, pero Dickens no había comenzado aún su carrera de novelista y Poe la iniciaba a la vez que Andersen'. De esta manera deja claro que el autor no contaba por entonces con muchos antecedentes, y que caminaba en solitario en su búsqueda de una nueva manera de relatar.

Por eso hace bien en avisar Bernárdez de que al leer El improvisador conviene tener en cuenta que 'es una auténtica innovación y nace del espíritu de su época que hoy día, a veces, puede resultarnos excesivamente emocional, demasiado cargado de sentimientos, lágrimas y gemidos'. No le falta razón.

Es también moderno en la intención de utilizar sus propias experiencias para trazar la historia en primera persona de un italiano que va del norte al sur de su país buscando la felicidad y el amor; que ama Roma y el sur, y desdeña el norte. Lo dice el protagonista y narrador, 'sólo se puede escribir de lo que se conoce'.

Incluso en las últimas páginas del libro Andersen sucumbe a la tentación de retratarse a sí mismo en un personaje pasajero: 'Un señor forastero, bastante alto y un tanto pálido, de rasgos marcados y vestido con un traje azul, se acercó a una niña, jugó con ella y pareció encantado con su belleza'.

A pesar de acercar tanto la vida a la ficción como para oler las preocupaciones de Andersen destiladas en sus personajes, el escrito no es una autobiografía, tampoco una novela tal cual. Son esos escritos de viajes tan propios del Romanticismo, cuando todos los famosos escritores del mundo entero debían pasearse para conocer de primera mano los exóticos monumentos. Turistas de lujo ávidos del choque cultural.

De esta manera, todo lo que se había rechazado hasta el momento, desde gobiernos despóticos a orografías inabarcables, se convertía en el paradigma de la modernidad. Es así como Stendhal, Victor Hugo, George Sand, George Borrow, Honoré de Balzac, Prosper Merimèe, Richardo Ford, los Humboldt y tantos otros se entregaron a recorrer Europa para esforzarse en encontrar en la charanga y pandereta algo mucho mejor que su miserable realidad.

Los biógrafos de Andersen suelen subrayar la presencia de dos Andersen distintos: uno vulnerable y obsesionado por su origen humilde, el de Dinamarca; y otro enfático y seguro, Andersen en el extranjero. Siempre tratando de no olvidar ser un niño en un mundo descaradamente adulto.

En El improvisador se encuentra ese espíritu juvenil en las pasiones exaltadas del personaje por un amigo y una amada, llegando a confundirse qué diferencias hay en el afecto por uno y otra.

En la primera parte del libro, Antonio recordemos, la voz de Andersen queda en silencio, angustiado por sentir un vacío que sus libros 'no pueden llenar' cuando piensa en él y en ella: 'Bernardo lo había sido todo para mí, mas ahora era como si se hubiera abierto un abismo entre nosotros, yo me sentía agobiado cuando estaba cerca de él y comprendía cada vez con mayor claridad que lo único que ocupaba mi espíritu era Annunziata'.

Sabemos que Byron y Hemingway eran tan bisexuales como Andersen, más activos sexualmente también. Pero como Walt Whitman, Andersen prefirió volcar su carrera sexual hacia él mismo y alcanzar la satisfacción en la vida con su literatura.

Curiosidad por lo desconocido
En la primera mitad del siglo XIX la fantasía y lo exótico integran un nuevo imaginario, que se alimenta de los paisajes desconocidos. Los escritores producen guías y memorias de viajes. Hay excepciones, como la estancia de Dumas en España en 1846, que aprovechó para montar una novela de aventuras.

Una imagen y más de mil palabras
Surgió una curiosa colaboración en los viajes para conseguir las estampas más fieles a la guía, entre escritores e ilustradores. Los dibujantes realzaron el discurso literario de los textos. Cabe recordar el emblemático dúo formado por Gustave Doré y el barón Charles Davillier.

La experiencia de volver al pasado
Para la mayoría de los románticos, el viaje implicaba salir al encuentro del pasado medieval, con la parte de la historia más alejada de su cómoda vida burguesa urbana, de donde suelen proceder los escritores. Caminaban desde la era industrial a países con un tiempo muy lejano para ellos.

El lado más fantástico de la realidad
Los dibujantes experimentaron una mayor sugestión de la imaginación sobre la realidad. El efecto les llevó a desarrollar una arqueología fantástica, que sacrificaba el rigor de las proporciones y la exactitud del paisaje y fomentaba la evocación de un mundo exótico.

El origen de los estereotipos
El costumbrismo caricaturesco y las ansias por encontrar rasgos diferenciales, tanto en territorio como en gente, hicieron de la excepción la norma y su influjo llegó hasta los autores locales, algunos de los que antepusieron la visión recibida a la propia para describir su propio entorno.

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