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'Un espía en tu cama': la cloaca de policías infiltrados que destaparon en Reino Unido

Inna Afinogenova en La Base
Inna Afinogenova en La Base.

Imagina que un día, en una manifestación, conoces a alguien. Es encantador, se caen bien, tienen muchas cosas en común, los dos están solteros. Se acuestan, mantienen una relación amorosa, duermes en su casa, o él en la tuya, lo llevas al 90 cumpleaños de tu abuela, se hace muy cercano a tu familia. En fin, se convierte en una de tus personas más íntimas. Luego la relación se deteriora y deciden cortar de manera amistosa.

Imagina que años después de la ruptura te enteras, a través de tus amigos, de que tu ex, ese hombre con el que compartiste varios años de tu vida, con quien dormiste, viajaste o tuviste planes nunca existió. Su nombre era falso, sus aficiones eran falsas y los intereses que compartía contigo. Todo era falso.

Era un policía infiltrado que se te acercó para recabar información sobre la organización en la que militabas. Tú creías que se llamaba Mark Stone y resulta que era Mark Kennedy. Todo esto le pasó, hace 20 años, a la activista ecologista británica, Kate Wilson. Incluso el detalle del 90 cumpleaños de la abuela no es un mero ejemplo inventado: aquello sucedió.

No, este caso nos queda mucho más cerca: la pareja se conoció en 2003 en una manifestación contra la cumbre del G20 en Londres. Vivieron dos años juntos, rompieron y mantuvieron la amistad durante unos cuantos años más hasta que en 2010 Kate Wilson se enteró de la estafa. Los que destaparon el caso fueron los periodistas del diario The Guardian Rob Evans y Paul Lewis.

Descubrieron que Mark Kennedy había estado 7 años infiltrándose en movimientos ecologistas mientras trabajaba para la Unidad Nacional de Inteligencia para el Orden Público. Esa agencia se encargaba de monitorear a los movimientos que denominaba extremistas domésticos. Según informó The Guardian en aquel momento, el trabajo de un espía encubierto le costaba al erario público unas 250.000 libras esterlinas al año.

Los periodistas de The Guardian abrieron con ese caso una caja de Pandora de la que salieron unos cuantos personajes más, a cada uno más siniestro que el otro. Bob Robinson, activista animalista, conoció a Jaqui en 1984. Empezaron una relación y en 1985 ella se quedó embarazada.

Decidieron tener al hijo, todo iba bien, pero dos años después del nacimiento del bebé, Bob simplemente "se desvaneció" de sus vidas, tal y como lo describe Jaqui. Nunca supo qué le pasó y recién sobre 2012 descubrió - a través de la prensa - que ni siquiera se llamaba Bob Robinson, ni era animalista, sino que se trataba de un policía encubierto, Bob Lambert.

"Yo no consentí dormir con Bob Lambert", confesaba a The Guardian en aquel momento. "Tenía a un espía en mi cama, que formó una familia conmigo…es como si te hubiera violado el Estado". "Recibí disculpas del propio Bob, pero quiero una disculpa de la organización que le pagó y le dio órdenes". Junto con una docena de víctimas de esos abusos, Jaqui demandó a la Policía metropolitana que tuvo que pedir perdón públicamente e indemnizar a las víctimas.

El hijo que tuvo Bob Lambert con Jaqui también demandó al Estado por daños psicológicos, después de descubrir, a la edad de 26 años, que su padre no era un activista progresista comprometido, como le había contado su madre, sino un enviado de Scotland Yard que cobró por engañar a su madre, usándola como un trampolín para infiltrarse en grupos ambientalistas. En 2020 la Policía metropolitana se vio obligada a pedirle disculpas y pagarle una compensación, cuyo monto no se reveló.

Hay muchos más nombres en esta lista de impostores a sueldo del Estado: Jim Boyling tuvo dos hijos con la mujer a la que espió. John Dines, que llegó a vivir con la activista de Greenpeace Helen Steel estando casado con otra mujer. Pues no, es demasiado siniestro para ser verdad, pero según otra investigación de The Guardian, la Policía metropolitana autorizó robar identidades de al menos 80 niños muertos sin consentimiento de sus padres.

Al menos tres generaciones de policías rastrearon los registros nacionales de nacimientos y defunciones en busca de coincidencias adecuadas. Luego de años y años de investigaciones periodísticas, en 2015 la entonces primera ministra británica, Theresa May, ordenó una investigación pública para analizar la infiltración de agentes desde 1968. Todo un espectro de movimientos estaban en la mira de Scotland Yard: curiosamente, ninguno de derecha o de ultraderecha. Sindicatos, movimientos propalestinos, anarquistas, familias de víctimas de asesinatos racistas.

Desde 2015 y hasta 2020 se han producido una serie de procesos y hasta salieron algunas resoluciones judiciales ordenando indemnizaciones y disculpas, aunque ningún infiltrado fuera procesado. Las próximas audiencias están previstas para el año 2024. Ya veremos qué otros monstruos saldrán de ese pantano. No lo sabemos, pero es lo más parecido que hemos visto a una injerencia política directa en la vida política de los países, siempre buscando en el mismo abrevadero, por supuesto: el de la izquierda radical y el progresismo.

El problema añadido es que, un gobierno democrático (que ya pasó página de las denuncias contra el anterior agente descubierto), y una parte de esa ciudadanía que se llama demócrata, defiende que esto pase y lo asume como mal menor para salvaguardar el orden. El problema es no querer ver que estas praxis son inherentes a esas democracias sustentadas por un orden social y económico que tolera estéticamente y hasta cierto punto, la disidencia y la discrepancia, mientras esta no suponga una amenaza real.

Y en este caso, como en tantos otros, esta "amenaza real" es que pongan en evidencia sus miserias. Como ya lo han hecho las compañeras de La Directa desvelando de nuevo otra práctica abusiva del Estado. Curioso que tantos países y tan distintos como Reino Unido y España, coincidan con EEUU en este tipo de prácticas. Si fuéramos malpensados, pensaríamos que se trata de una acción coordinada. Como no lo somos, pensaremos algo más fácil: los que suelen ocupar el poder en estos países y manejar a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tienen intereses comunes y una ideología muy similar.

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