Este artículo se publicó hace 15 años.
Los buenos resultados
Un día, a finales del segundo trimestre, la profesora convocó a su padre para decirle que su inteligencia era excepcional. Su padre se infló de
orgullo.
-Ha aprendido a hablar el doble de rápido que cualquier niño extranjero -dijo la profesora. Escribe mejor que nadie, y nunca hay que repetirle dos veces las cosas.La señorita Lola, que así se llamaba la profesora, añadió que a lo largo de su carrera jamás había visto nada parecido. Su padre, que mantenía el mismo orgullo serio, se desconcertó, y la profesora repitió la frase, vocalizando como si estuviera delante de un tonto. Cuando estuvo segura de que su padre se había enterado, añadió:
-Sería conveniente hacerle un test de inteligencia. Si su hijo es superdotado, puede que necesite atención especial.
Una prudente sonrisa cayó sobre el consejo de la profesora. Señalándole el reloj, su padre le dio a entender que tenían que irse, y que en otra ocasión hablarían de aquel "tche". Lo agarró de la mano y, sin despedirse, salieron disparados del despacho. Antes de subirle a la
vespa, le dio un beso.
-¡La profesora ha dicho que mi hijo es el más inteligente de todo el colegio!- anunció a grito limpio nada más poner un pie en el restaurante. Su madre salió de la cocina con un cuchillo en la mano, y puntualizó:
-Nuestro hijo.
-Llegará a ser alguien en la vida y a ganar mucho dinero -dijo el abuelo.
-¡Es buena señal para todos! -completó la abuelastra.
Él, que en el despacho de la profesora se había creído Superman, los miró ahora escéptico, notando una discreta náusea. Acababa de acordarse de que en su colegio no se sentía inteligente, sino idiota. Como tantas tardes ante los gritos de su padre y el abuelo obligándole a hacer los deberes, su angustia fue pasada por alto. A partir de este momento era un niño con capacidades anormales y hasta paranormales, un símbolo viviente de que todo marchaba viento en popa, el fruto más preciado de los sacrificios que su familia hacía por la buena marcha del negocio y por el brillante futuro de sus hijos en el nuevo país. La náusea se convirtió en vómito, y no le dio tiempo a llegar al baño. Su madre recogió sin chistar la pasta parduzca, restos del arroz a la cubana que había almorzado en el comedor escolar, y que también parecía ser premonitoria, aunque de algo horrible. Su hermano le lanzó una mirada malévola, y él acudió al reclamo de su abuelo, que lo esperaba en la cocina con un mejunje de hierbas para los cortes de digestión. Se demoró todo lo que pudo, a pesar de que el líquido sabía amargo.
-¡Vamos, vamos! -le dijo el abuelo. La carrera de ingeniero y la fortuna ya lo esperaban en su cuaderno de deberes. Cuando llegó a la mesa, su hermano le clavó el portaminas en el dorso de la mano, dejándole un bultito negro y sanguinolento.
-Si gritas, te ahogaré con la almohada mientras duermes -le dijo, y ahí comenzó el terror.
De nada sirvieron las miradas de súplica que dirigió a su hermano, y que venían a decir algo así como: ¿es inteligente ser un bulto reclinado sobre un cuaderno en el rincón más oscuro junto al sucio, triste y maloliente patio interior? ¿Cómo no va a decir la profesora que soy inteligente si papá y el abuelo me obligan a hacer los ejercicios hasta que me los sé de memoria? Por la noche, después de que su madre los acostara, su hermano saltó de la litera, y él se envolvió en la manta y retrocedió hasta pegarse un coscorrón en la pared. Su hermano ni siquiera le miró; lo que le interesaba era su cuaderno, que sacó a tientas de la mochila. Luego se desplazó hasta la ventana, y con el portaminas, bajo la luz que llegaba desde la cocina del restaurante, tachó los deberes, incluidos los dibujos que acompañaban a la redacción, y que con tanto esmero había coloreado, pues dibujar y colorear era lo único que le gustaba. Observó en silencio, casi sin respirar, la siniestra y solitaria operación. Su hermano volvió a dejar el cuaderno en la mochila, subió por el frío metal, y cinco minutos después de que el somier crujiera, comenzó a roncar.
Durante un mes entero, mientras toda su familia se dedicaba a comparar los pobres resultados del infame primogénito con el futuro reluciente que era el hijo menor, estuvo soportando el portaminas, que se clavaba primero en su mano, y luego sobre su cuaderno, y era peor esto último. Había además algo extraño, que lo aterrorizaba, en la manera que tenía su hermano de saltar todas las noches de la cama para ir a por su cuaderno. Su hermano actuaba no sólo como si él no estuviera en la habitación, sino también como si quisiera ocultarse aquel acto a sí mismo. Durante el día, jamás se refería a los ejercicios borrados. Reconocía y se sentía orgulloso de la violencia, pero no de escamotearle el talento, que quería hacer desaparecer como si no hubiese sido él, sino nadie. Era Nadie quien saltaba por las noches y, a la luz turbia que subía del patio, tachaba.
No quería chivarse. Al principio por miedo, y luego porque todas las tardes su padre, su madre, su abuelo y su abuelastra se asomaban a su cuaderno sin comprender nada pero como si fuera un tesoro, o se sentaban en una silla y lo miraban trabajar, y él le lanzaba entonces a su hermano miradas desafiantes, y además había empezado a darse el gusto de contestar: "No", cada vez que este le decía: "Si no haces más los deberes, te dejo tranquilo". ¿Y qué eran las minas en comparación con aquella venganza que se cifraba en su capacidad de resistencia? Además las minas se caían de la carne solas, o apretando un poco, si bien algunas, al hacer presión, se hundían aún más, y ahí se quedaban formando un bultito. Parecían simples piedrecitas que se hubiesen incrustado tras una caída. Después de tres semanas, sin embargo, aquel pedazo de piel se había convertido en un sarpullido negro y purulento que le dolía. Para que nadie se diera cuenta, comenzó a estirar las camisetas a todas horas, y al comer y al hacer la tarea sólo dejaba asomar los dedos. Echaba el pestillo del baño cada vez que se duchaba, y no permitía que le vieran vestirse.
"Es ya todo un hombrecito", se decían su madre y la abuelastra ante aquella fiebre de independencia. Lo que no pudo evitar fue la extrañeza de la profesora cuando descubrió que no hacía sus deberes. Una mañana tuvo que salir a la pizarra, y al alzar la mano la señorita Lola le dio un tirón en la manga para bajársela. "Te vas a poner perdido de tiza", le dijo, y luego se quedó callada, mirando la herida abierta, que parecía llena de cagadas de mosca. Volvió a subirle la manga, agarrándosela en la base de los dedos con un imperdible que sacó del bolso. A la una en punto, su madre ya estaba en la puerta de la clase. En el despacho, delante de la psicóloga, lo confesó todo lleno de rabia y vergüenza. Aquel día su padre le dio una paliza a su hermano, y su madre consiguió convencer al abuelo para que le dejaran quedarse en el piso por las tardes. Su hermano tardó una semana en recuperarse de la paliza, y cuando pudo abandonar la cama sin doblarse de dolor sólo le dijo: "Cobarde".
RELATO: Elvira NavarroHuelva,1978. Ha publicado ‘La ciudad en invierno’ (Caballo de Troya). Ganó el primer premio de narrativa en el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid en 2004.
ILUSTRACIÓN: Segio JiménezToledo, 1976. Realiza ilustraciones y trabajos relacionados con la tipografía, el lettering y el dibujo de letras en el estudio Subcoolture. Licenciado en Bellas Artes, ha impartido clases en escuelas como IED (Madrid) y TAI (Madrid).
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