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Indiana Jones o el elefante en la cacharrería

Por donde pasa, no deja piedra sobre piedra. Puede que sea el peor arqueólogo del mundo. ¿Y qué importa?

JAVIER YANES

Henry Walton Jones Junior nunca publicará en Science o Nature. Ninguno de los miles de artículos científicos firmados por Jones et al le corresponde a él. Pero es el arqueólogo más famoso del planeta. Sus colegas de carne y hueso, los auténticos expertos en desenterrar esa pieza del pasado sin aniquilar el templo que la contiene, mantienen con él una relación ambigua: “la ciencia no es eso”, afirma el arqueólogo y antropólogo Eudald Carbonell, uno de los científicos nacionales que –sombrero incluido– calca más fielmente la imagen de Indiana Jones. “Pero yo hacía arqueología mucho antes de que él existiera”, aclara.

Carbonell se excluye rápidamente de los “elitistas y decimonónicos” que vilipendian la visión hollywoodiense de su especialidad. “Es un personaje atractivo”. “La gente siente pasión por el romanticismo y la aventura, además de la quimera de encontrar lo que nunca antes se ha encontrado”. Y nadie mejor que el héroe de George Lucas y Steven Spielberg ha contagiado al público el calentón que provoca ser el primero en descubrir esa pieza que había esquivado los ojos humanos bajo siglos de polvo y olvido. El propio científico catalán se desmarca de ese 70% de trabajo de biblioteca con que el propio Indy adoctrinaba a sus alumnos. “Soy un arqueólogo de campo; allí paso cinco meses al año”, dice Carbonell. En este tirar al monte, Indy no hace más que ser fiel a sus raíces, que han chupado más de los nutrientes aventureros que de los académicos.

Como muestra, ahí están las referencias del personaje en el mundo real. Suelen citarse el descubridor del enclave inca de Machu Picchu, Hiram Bingham III, y el cazador de dinosaurios Roy Chapman Andrews, dos inspiraciones nunca confirmadas por el tándem Lucas-Spielberg. Pero hoy también forma parte indivisible del concepto Indy un estrambótico ex-pastor baptista, arqueólogo bíblico y buscador del Arca de la Alianza llamado Vendyl Jones, que desde el estreno de la primera entrega de Indiana cuenta a quien quiera escucharle que un colaborador fusiló su perfil para escribir el primer borrador de En busca del arca perdida. Según la web de su instituto, este Jones “supo a los 16 años que su vida debía dedicarse a hacer el trabajo de Dios” –escrito G-d en lugar de God, según la costumbre judía de no nombrar al creador–.

Por último, y a pesar de que Indy se presentase como invento de nuevo viejo cuño, se olfatea un tributo a Allan Quatermain, el héroe de Las Minas del Rey Salomón que Henry Rider Haggard inventó para autorretratarse y para demostrarle a su hermano que cualquiera podía escribir algo mejor que La isla del tesoro de Stevenson. Quatermain no era arqueólogo, sino el gran cazador blanco troquelado en la factoría victoriana de los exploradores. Y por esos azares de la vida, si la textura de Jones se tejió con mimbres de Quatermain, las versiones post-Indiana de éste –como la que protagonizó Richard Chamberlain– han sido fotocopias desvaídas de Indiana.

Ciencia turbia

Si la imagen del doctor Jones se aleja de la luz, no menos su ciencia. El primer episodio ya se abría con lo que iba a ser la tendencia de la saga. El ídolo de oro que casi le cuesta al héroe un chinazo de varias toneladas es, según publica la experta Jane MacLaren Walsh en la revista Archaeology, tan falso como el pedrusco. Se trata de la reproducción de una imagen en piedra de la diosa azteca Tlazolteotl dando a luz. Pero a pesar de que el Museo Dumbarton Oaks de Washington exhibe con orgullo la estatuilla original, el examen que Walsh ha practicado con un microscopio electrónico no deja dudas: fue tallada con instrumentos del siglo XIX.

Para la arqueóloga, un sospechoso aroma a fraude ya se desprendía del nombre que aparecía ligado al ídolo: Eugène Boban, un anticuario francés del siglo XIX cuya presencia parece haber perseguido a la investigadora como el malvado Bellock –también francés– a Indy. El mismo Boban está en el cogollo de la materia en la que Walsh se ha especializado durante los últimos 16 años, las calaveras precolombinas de cristal que centran la última entrega de la saga Indiana.

En el siglo XIX afloraron en México varias cuentas de cristal de roca talladas en forma de calavera. Antes o después estos objetos pasaban por las manos de Boban, que se estableció en México con la invasión francesa y construyó un boyante tinglado arqueológico. A lo largo de los dos últimos siglos aparecieron calaveras de mayor tamaño que se conservan en museos y colecciones de París, Londres y EEUU. La propia Walsh posee una en su despacho, que la institución Smithsonian en la que trabaja recibió en 1992 de un donante anónimo. Pero todas tienen algo en común: para Walsh, son falsificaciones, incluso las que el Museo de México exhibe como auténticas.

Frente a la arqueología real, la ventaja del cine es que todo es falso, luego nada lo es. Todo fan de Indy que haya visitado el Kazneh (Tesoro) de Petra ha esperado encontrar tras el umbral, como en La última cruzada, una vetusta caverna tapizada de telarañas adentrándose en las tripas humeantes del planeta. Pero dentro de la intrigante sepultura de los nabateos, que Jones también se ocupaba convenientemente de pulverizar –por suerte, respetando la fachada–, no hay nada más que un muro. Viajar es grande, pero a la espera de verano y vacaciones, ahora toca disfrutar de Indy. Tras la pantalla de cine, a diferencia del muro de Petra, siempre habrá algo más.

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