El cómic, una cuestión de clase
Carla Berrocal nos recomienda cada viernes novelas gráficas. Sus lecturas perdidas que no obedecen a la dictadura de la novedad.

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Una de las cosas que más me gusta del cómic es que se considera una forma de arte popular. Si nos regimos por lo que dicen los expertos, nació oficialmente como medio de masas con la aparición de los primeros periódicos; sin embargo, la narración gráfica es algo tan vinculado al ser humano –contamos historias y las dibujamos desde que vagamos por el mundo– que es imposible entender nuestra evolución como especie sin ella. Hace unos 3500 años, en el antiguo Egipto y durante el reinado de Hatshepsut, un obrero garabateó, mientras trabajaba, un pequeño dibujo en las paredes de los monumentos funerarios de Deir el-Bahari. En la imagen se ve cómo un hombre está fornicando por la espalda a una mujer. Según los arqueólogos, la figura femenina sería la propia reina Hatshepsut y el que está a su espalda, el amante, sería el arquitecto Senenmut, ambos caricaturizados por algún egipcio que, harto de trabajar, decidió dejar su "venganza" en las paredes del edificio.
El guionista Alan Moore, en Buster Brown en las barricadas —editado en España en la antología Cuadernos de Humo Sagrado por la Editorial Barret— dice que esta y otras demostraciones de crítica al poder serían los primeros testimonios del humor gráfico en la historia de la humanidad. En su ensayo, Moore también afirma que en estas imágenes se encuentra (...) una auténtica forma de arte del pueblo, libre de las nociones imperantes de aceptabilidad, capaz de dar voz a la disidencia popular, o incluso de convertirse, en las manos adecuadas, en un instrumento sumamente poderoso que busca el cambio social.
En estas primeras imágenes del humor gráfico, podríamos ubicar entonces el nacimiento del cómic. Pero, técnicamente, los historiadores del arte entienden que el origen de la historieta está unido al desarrollo técnico de las imprentas industriales, con los que aparecieron los primeros periódicos de distribución masiva. Es ahí donde los funnies –del inglés fun, que significa divertido– comenzaron a leerse entre sus páginas. Eran tiras de humor gráfico, autoconclusivas, cuyas historias se construían en forma de gag repetitivo en el que el personaje principal decía alguna frase característica o realizaba una acción. Por ejemplo, en Little Nemo in Slumberland, dibujado por Winsor McKay, el pequeño Nemo despertaba en su cama en la última viñeta; en Naughty Pete, de Charles Forbell, cuando el crío terminaba sus travesuras, siempre decía: I guess Pop was right (Creo que Papá tenía razón). Eran historietas inocentes y divertidas en las que lo importante era lo que sucedía, no quién lo firmaba.
Richard Brown Baker, un excéntrico agente retirado de la CIA –que llegó a conocer a Hitler en 1934– dedicó gran parte de su vida a adquirir arte contemporáneo. Este filántropo, toda una rareza dentro del análisis de datos de la inteligencia americana, abandonó su puesto de trabajo para intentar su sueño de dedicarse a escribir. Y en su diario dejó testimonio escrito de otra decisión relevante y por la que será conocido: "¿Por qué no ser mecenas de jóvenes artistas?". En algunas de las fotos que tomó Jerry Thompson del lujoso apartamento de Brown en Nueva York, se ve cómo invirtió parte de su fortuna en llenar su casa, hasta el exceso, de esculturas y pinturas de promesas, entre las que se encontraban Basquiat, Pollock, Hockney o Klein.
En 1962, Richard Brown compró Blam, de Roy Lichtenstein, por mil dólares —unos diez mil de ahora— en la galería que el marchante Leo Castelli tenía en Nueva York. En el cuadro se ve un avión cayendo que detrás tiene una onomatopeya de color rojo en la que se lee: Blam. De fondo, el humo amarillo de una explosión resalta las cuatro letras. La estética del comic book y, en general, todos los productos de la cultura de masas, son los conceptos sobre los que trabajaron los artistas del pop art como Lichtenstein. Andy Warhol sería el más reconocido de todos los nombres de esta corriente. En Blam, su autor Lichtenstein juega a descontextualizar una viñeta idéntica a la que el dibujante de cómics, Russ Heath, hizo para el número 89 de All American Men of War. La diferencia es que, mientras Richard Brown donó la obra de Lichtenstein al museo de la Universidad de Yale, donde cuelga inmutable al tiempo –y le da a su autor fama y reconocimiento–, a Russ Heath nunca se le contempló como el autor original, nadie conoció su obra, malvivió de su trabajo y tuvo que recurrir a la caridad para subsistir sus últimos años. El mecenazgo o la caridad, las dos caras de la moneda del pago a los artistas.
Unos años más tarde, en los 70, comenzaron a aparecer en Europa y Estados Unidos los primeros estudios de la historieta. Intelectuales como Umberto Eco escribían ensayos, columnas y debatían en los periódicos sobre el tema, conformando el canon que fijaría muchas de las obras que, a día de hoy, consideramos clásicas en la historia del cómic: Krazy Kat, Gasoline Alley, Terry y los piratas, Flash Gordon, El príncipe Valiente… Toda una gama de dibujos creados por un Olimpo de autores que en su mayoría eran hombres blancos, heterosexuales y cis, que fue establecido por otros hombres académicos blancos, heterosexuales y cis. Afortunadamente, hoy ese canon se cuestiona, amplía y diversifica, pero en ese entonces, además de que críticos, estudiosos y divulgadores fomentaran el cómic como objeto de estudio, sus autores también profundizaron en sus límites. Crearon historias complejas para lectores adultos, porque había un interés general en elevar el cómic y acercarlo a la categoría de las Bellas Artes. Y la crítica —en general también la industria—, en lugar de dar importancia a lo dibujado, pasó a dársela a la mano que dibujaba, como dice Javier Coma en su ensayo El ocaso de los héroes en los cómics de autor (1984). Con ese impás, la historieta se acercó más a los museos y su reconocimiento artístico, pero con él también perdía a su gran público: principalmente niños y adolescentes.
Una de las cosas más hermosas de dibujar tebeos es que tienen más relación con el público. Junto con la literatura, son las que tradicionalmente han sido más asequibles, pero, a diferencia de esta, la historieta es mucho menos considerada. Me gusta pensar que el cómic permite al obrero enajenarse un rato del maltrato de su jefe, o que alguna criatura escape en el recreo a leer escondido bajo la escalera, o que una adolescente sueñe con uno de esos chavales guapos y bien vestidos que solo existen en unas viñetas. No lo consideraría un asunto menor, porque sería una forma de permitirles oxigenarse cada día.
Muchas veces he oído aquello de: los tebeos son muy buenos para introducir en la lectura, o la novela gráfica no es lo mismo que un cómic. Aspiramos tanto a pertenecer a la alta cultura, que por el camino se nos olvidan aquellas primeras historietas que salían en periódicos populares y sensacionalistas vendidos por unos pocos céntimos. Y ese es, precisamente, su encanto: solo hacían falta unas monedas, un sitio cómodo y abrir una página para disfrutar de ellas. No necesitamos las paredes de los museos, ni los cánones, ni la legitimidad de ninguna autoridad –sea la que sea– para saber lo que es el cómic porque cualquiera tiene acceso a ella. Quino, autor de Mafalda, dijo: Consideramos que lo que hacemos es un arte menor y buscamos meternos en la plástica y es un error. Lo que nosotros hacemos no es un arte. Me considero un obrero del dibujo, un trabajo más. Lo que hacemos los autores de historieta ha estado siempre más cerca de lo que hizo ese trabajador egipcio: un garabato que no esperaba la aprobación del poder, sino burlarse de él. El cómic es también político; su historia nos habla y dice que pertenece a la clase obrera. No busquemos entonces la complicidad de los privilegiados, del gusto aristocrático o de las élites sobre las que se construyeron grandes palacios. Por el contrario, los autores de tebeos somos obreros de la ficción, y en nuestras manos está enriquecer las mentes para derribarlos.

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