Público
Público

Pablo Batalla Cueto: "Si nos ponemos las pilas, podemos derrotar a la ultraderecha"

Pablo Batalla en una foto de archivo.
Pablo Batalla en una foto de archivo. Santiago Soto

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es tan inteligente como optimista.

Este asturiano afincado en León, licenciado en Historia y colaborador en varios digitales (entre ellos, este periódico), ha publicado su cuarto libro, La ira azul (Ediciones Trea, 2023).

Tras el éxito de sus dos últimos ensayos, La virtud en la montaña, una vindicación de un alpinismo humanista y reposado; y Los nuevos odres del nacionalismo español, un impresionante análisis de los nuevos ídolos – tanto humanos como conceptuales– de las derechas nacionalistas patrias, este joven escritor vuelve con La ira azul para revelarnos –"revolución y revelación se parecen mucho", nos confesará más adelante– algunas de las ideas más brillantes y lúcidas que se han pensado sobre la cuestión revolucionaria en lo que llevamos de milenio.

En su nuevo libro, Batalla analiza la cuestión histórica y contemporánea de la revolución, esa quimera, asegura, que no siempre es quimera y, como la hiedra en los escombros de un edificio derruido, crece a toda velocidad cuando un orden establecido se derrumba. Porque los órdenes no duran para siempre, aprenderemos tras su lectura.

El ensayo, escrito con la perspectiva de un historiador y la mirada actual de un buen columnista, aborda cuestiones como las premisas revolucionarias de los antiguos rebeldes, los cambios históricos, la cuestión de la fe en los pensamientos revolucionarios y, tristemente, la iniciativa revolucionaria que las ultraderechas mundiales han tomado.

Sin embargo, lo decía en el primer párrafo de esta pieza, Batalla es tan optimista como inteligente –y esto último lo es un rato–, por lo que no solo se centra en criticar y dibujar perfectamente la situación actual, sino que también aporta su granito de arena para buscar la solución a esta guisa en la que nos encontramos.

Sobre esta y otras cuestiones, Pablo Batalla se ha sentado a charlar con Público:

La primera pregunta que le surge al lector que trata de acercarse a su libro es evidente: ¿por qué hablar de revolución en pleno 2024?

Porque yo creo que nos encaminamos hacia una era revolucionaria. Aunque parezca que el orden existente es estable como nunca y que después del famoso fin de la historia de los años 90 –en el que de una manera u otra hemos creído todos– ya no son posibles las revoluciones, yo creo que no solo son posibles, sino que son seguras. Lo son históricamente.

Las revoluciones son la respiración de la historia, como dice Enzo Traverso. Por larga que consiga ser una determinada era de paz o estabilidad, todo orden acaba terminándose; todo orden acaba viéndose carcomido por sus propias contradicciones internas, por su incapacidad para absorber a nuevas élites que surgen al calor de nuevos adelantos tecnológicos que abren nuevas posibilidades, etcétera.

Hay cambios a los que, a veces, el orden existente no sabe adaptarse.

Exacto. Las revoluciones atlánticas que fundan nuestra época a finales del siglo XVIII y principios del XIX tienen mucho que ver con un cambio climático; con una pequeña edad del hielo que provocó una serie de estragos que acabaron conduciendo a la revolución. Ningún orden es eterno y el nuestro tampoco. Más tarde o más temprano, acaba habiendo un momento de violencia revolucionaria; la caída de un orden nunca es pacífica, siempre es violenta, y yo creo que nos estamos encaminando hacia una era que reúne los requisitos para que eso suceda.

Estamos justo viviendo una era de cambio climático.

Sí: hay un cambio climático galopante en marcha, una pequeña edad del fuego en este caso, que vemos que ya está provocando determinados estragos que nos recuerdan a lo que pasó en Francia en el siglo XVIII. Aquel tiempo fue un momento de bajada drástica de las temperaturas que provocó la ruina de cosechas, lo que a su vez provocó hambre, enfermedades y también subidas de impuestos que hicieron que el pueblo se indignara al ver que, mientras ellos no podían pagar la harina, los aristócratas la usaban para empolvarse las pelucas. Hubo un efecto dominó de desencadenantes de la ira popular que acabó con la cabeza de Luis XVI en una cesta.

Sin embargo y a pesar de las circunstancias, ¿el propio orden gobernante puede tener la capacidad de parar esa incipiente violencia revolucionaria?

Puede hacer mejor o peor las cosas. La Revolución francesa también tuvo mucho que ver con la ineficiencia de un Estado decadente; un Estado incapaz, con problemas para gestionar el propio territorio. Por ejemplo, no introdujo el cultivo de la patata, que fue algo que sí se hizo en la actual Alemania y mitigó las hambrunas y salvó muchas vidas.

Muchas de las violencias que vemos estos días tienen que ver con un hambre incipiente que se asemeja a la de aquellos años. La guerra civil siria estalla a raíz de unas revueltas que, a su vez, tienen mucho que ver con unas sequías inéditas que el ineficiente Estado sirio fue incapaz de gestionar. Vemos también que la guerra de Ucrania y la invasión rusa tiene mucho que ver con el control de las Tierras Negras, una franja de terreno excepcionalmente fértil y por lo tanto estratégica de cara a lo que viene. También vemos que sobre los incendios salvajes que asolan Grecia cada verano ya surgen bulos que echan la culpa a los inmigrantes. Tal vez acabe habiendo una revolución griega que haga pogromos; una revolución fascista, porque la revolución puede ser fascista. La revolución no es necesariamente una buena noticia. Simplemente es.

Sobre los bulos, ahora que lo menciona: ¿juegan un papel importante en la caída de un orden? Justo ahora vivimos en una época de posverdades.

Los bulos juegan siempre un papel importantísimo en el estallido de revoluciones. Por ejemplo, está la historia aquella tan famosa de María Antonieta, que cuando le contaron que el pueblo francés no tenía pan, dijo: "ah, pues que coman pasteles". Eso no fue así, fue un bulo, pero fue un bulo que funcionó, circuló e hizo de chispa capaz de prender una indignación colectiva que acabó guillotinando a María Antonieta.

Pablo Batalla en una foto de archivo.
Pablo Batalla en una foto de archivo. Santiago Soto

Algo que me ha llamado mucho la atención de su libro es la visión espiritual que le da a la revolución. Todo lo que le rodea, según lo explica, tiene un halo de fe, algo casi místico y de creencia en el destino. ¿No es contraproducente esta aspiración segura sobre lo revolucionario, en el sentido de creer que las cosas van a pasar sí o sí porque está escrito? ¿puede estropear la toma de tierra con la realidad?

Como lector y como escritor, me interesa mucho la pervivencia de la religión y de un sentido de lo sacro y lo divino en movimientos contemporáneos que sobre el papel ya no son religiosos e incluso son ateos, como la Unión Soviética. La URSS no solo no era religiosa, sino que tenía ateísmo oficial; el sistema educativo soviético enseñaba el ateísmo a los niños. Sin embargo, si no te quedas con las palabras, sino que miras al fondo de las cosas, ves que el movimiento comunista mundial tuvo muchísimo de religioso.

"El Moscú soviético fue un nuevo Vaticano para mucha gente, y el comunismo una nueva fe"

El Moscú soviético fue un nuevo Vaticano para mucha gente, y el comunismo una nueva fe. En el libro cito, por ejemplo, pasajes de memorias de los primeros bolcheviques, gente como Karl Lander o Feliks Kon, en los que se aprecia e incluso se explicita una profunda religiosidad. Te cuentan que descubrir la fuerza redentora del proletariado fue para ellos —lo dicen así, literalmente— como descubrir una nueva fe que reemplazó a la anterior; una fe "muerta y osificada", decía Kon, que ya no daba respuestas a su hambre de trascendencia y de aventura.

La religión al final va de trascender, de sentirte parte de algo mayor que tú y también de proporcionarte un repertorio de dioses, rituales, textos sagrados, etcétera. Y el comunismo, y también otras ideologías, proporcionaron todo eso a mucha gente que había perdido la fe cristiana. La palabra "revolución" se parece mucho a "revelación" y no es casualidad. Creer en la revolución que llegará algún día y traerá una época de justicia social inédita no deja de ser una manera de seguir creyendo en la segunda venida de Cristo.

Y al igual que esa segunda venida de Cristo, transmite la idea de que es algo que va a venir sí o sí, pase lo que pase, y que va a ser siempre a mejor. Y puede no ser para nada así…

Así es. En La invención del marxismo, de Montserrat Galcerán, se razona muy bien cómo la idea de que la revolución vendría de manera natural e inevitable como resultado de las contradicciones internas del capitalismo condujo a la aparición de la socialdemocracia. Si la revolución va a llegar, si "está escrito" que llegará, ¿para qué hacer nada? Sentémonos a esperarla. Esa idea del socialismo como algo seguro puede conducir a la parálisis. Y a otras cosas peores.

La idea de la revolución segura condujo a la socialdemocracia, pero también condujo al fascismo. Esto lo explica Sternhell en El nacimiento de la ideología fascista: tendemos a pensar en el fascismo como una reacción de las élites europeas al éxito de la revolución soviética, pero sus raíces son anteriores y son una reacción al fracaso de la izquierda.

Hubo una generación de gente que inicialmente se fascina con el socialismo y su dimensión heroica, épica, homérica, aventurera, pero que en un momento dado ve que la revolución que estaba escrita no llega, que el capitalismo no se debilita sino que se fortalece, que el socialismo se está acomodando, y se decepciona y pasa a buscar esa cosa homérica en el fascismo. Dejan de buscar la aventura y la redención en la clase y pasan a buscarlas en la nación y así surge el fascismo: en vez de lucha de clases, lucha de naciones, lucha de imperios.

"El orden existente acabará derrumbándose. Pero no necesariamente lo que venga será mejor"

La revolución no está escrita, no está garantizada. Lo que sí es seguro es que el orden existente acabará derrumbándose. Pero no necesariamente lo que venga será mejor. La revolución puede ser fascista. George L. Mosse decía que el fascismo era la revolución burguesa pura: transformar el alma sin transformar la propiedad.

Justo sobre la posible revolución fascista o el avance de unas "fuerzas del mal", explica en su libro que la izquierda progresista se ha vuelto conservadora para defender las colinas conquistadas: los derechos LGTBI, el aborto o la sanidad pública, por ejemplo... ¿Cómo es este conservadurismo progresista, si es que nos podemos referir a él así?

Tenemos una serie de ideas mitificadas sobre la revolución. Una de ellas es que la revolución la hace el pueblo y la contrarrevolución son las élites, pero todo es mucho más complejo; siempre todo es más complejo. Como decía Goethe: gris es la teoría, verde el árbol de la vida. La revolución y la contrarrevolución son unas élites viejas que luchan contra unas élites nuevas y son un pueblo que decide que le interesa la revolución frente a un pueblo que prefiere quedarse como está, que prefiere mantener un orden que no tiene por qué idealizar, que puede ser profundamente injusto y el pueblo saberlo, pero también percibir que el que llega es más injusto y lesivo aún.

Pensemos, por ejemplo, en los campesinos que se hacen carlistas porque la revolución liberal viene a desamortizar las tierras de la Iglesia, pero también los pastos comunales. A privatizarlos, y al privatizarlos, a enviar a ese campesinado a las fábricas esclavistas de la revolución industrial. El orden anterior al liberalismo también es injusto, pero ese pueblo piensa: virgencita, virgencita, que me quede como estoy. Mejor ese orden anterior en el que he conquistado unos fueros, unos derechos, y alzarme por Dios, por la patria y el Rey esperando que el Rey me conceda derechos nuevos como compensación, que este otro orden que llega.

Tal vez hoy nos esté pasando eso. Frente al triunfo de los Bolsonaro, los Milei y compañía, que vienen a abolir hasta el deber de las empresas de pagar un salario, y a bendecir la posibilidad de que te paguen en carne y leche, nos alzamos por Pedro Sánchez sin idealizarlo esperando también que eso signifique compensaciones y que Sánchez, por seguir con el símil, ya no sea el que citaba a Justin Trudeau y Matteo Renzi, sino el que alza la voz contra el genocidio palestino, sube el salario mínimo y tiene un discurso capaz de convertir a España en la reserva espiritual de la izquierda occidental.

"Desde la izquierda nos hemos vuelto conservadores frente a esa revolución mileísta que llega"

Yo me fijo en el libro en cómo de manera natural, espontánea, las izquierdas ya enarbolamos el lenguaje de la conservación. Hablamos de "escudo social", de proteger los servicios públicos amenazados, etcétera. Nos hemos vuelto conservadores frente a esa revolución mileísta que llega, pero conservar no significa meramente restaurar el orden anterior o preservar el orden existente, sino derrotar a esa revolución que llega, obtener compensaciones y a lo mejor, una vez hayamos derrotado a la revolución mala, hacer nosotros la buena contra ese orden existente por el cual nos hemos alzado en primer lugar. Derrotar a los fascistas y después hacer nosotros nuestra propia revolución.

Auge de las criptomonedas, normalización de las extremas derechas institucionales, un 44% de los hombres jóvenes descreídos del feminismo: ¿esto ya son triunfos de esa revolución neoliberal o revolución neofascista que comenta?

Quizás. Como decía Gramsci —y esta gente lee a Gramsci, se han visto charlas en sedes de Vox en las que hablaban de él—, todo cambio revolucionario en la historia viene precedido de una modificación del sentido común establecido. El sentido común no es eterno, no es inmutable, cada época tiene un sentido común distinto. Y previamente a la conquista del poder que es la revolución triunfante, hay que modificar el sentido común de tu época.

Stuart Hall, que fue el intelectual que mejor entendió el thatcherismo, explicaba esto muy bien: la revolución neoliberal que Thatcher lideró, primeramente se ocupó de transformar el sentido común británico e ir instilando en las cabezas de la gente ideas como el rechazo a "papá Estado" y a los sindicatos, o esta idea falaz y tramposa de la libertad que manejan los neoliberales, pero que bien articulada es muy potente. Pensemos en cómo Ayuso instrumentalizó aquella idea de la libertad de las cañas y las terrazas en las elecciones autonómicas de la pandemia.

Cuando esta gente de la batalla cultural y le dan tanta importancia, se refieren a eso. Demos la batalla cultural, ganémosla, modifiquemos el sentido común de nuestra época, transformémoslo y a partir de él hagamos nuestra revolución. Lo están intentando, lo están haciendo y están teniendo grandes éxitos en muchos lugares, sí.

Pablo Batalla en una foto de archivo.
Pablo Batalla en una foto de archivo. Santiago Soto

¿Eso significa que están ganando?

No sé si están ganando o por el momento estamos empatando. O sea, tampoco hay que ser catastrofista. Vemos elecciones agónicas por todo el mundo entre el fascismo y "todo lo demás", como en Brasil, donde por un lado, está Bolsonaro y, por el otro, todo lo que va del centro derecha civilizado al partido comunista. O como en España, mismamente. Y a veces perdemos, como en Argentina, pero a veces ganamos.

Pero muchas veces las victorias que menciona son pírricas: se tiene que unir todo el arco político para derrotar al fascismo por la mínima

Sí, pero son victorias, al fin y al cabo. Por usar un símil futbolístico, te da igual ganar 9-0 que 1-0, ¿no? Las dos cosas son tres puntos. Lo importante es ganar. Y a partir de que ganemos, pues ya iremos viendo. También hay veces en las que ellos ganan y luego pierden, como con Bolsonaro y Trump. A lo mejor ahora Trump vuelve a ganar, no sé, pero el caso es que hay un tira y afloja en el cual ellos no se dan un paseo militar tampoco. No tenemos que ser tan pesimistas. En Argentina está habiendo ya manifestaciones multitudinarias contra Milei. Esta gente está obteniendo grandes victorias en la batalla cultural y en la electoral, pero no son victorias definitivas. Podemos ponernos las pilas y derrotarles después.

¿Cree que ellos están sabiendo leer el tiempo mejor que nosotros? Me explico: mientras nosotros seguimos anclados en ídolos "viejunos", dícese Marx, Engels o incluso Bakunin, ellos levantan nuevas efigies como Trump, Milei, Elon Musk o Bukele que conectan muy bien con su contexto actual y aportan, como hablábamos antes, esa fe que el revolucionario, independientemente del bando, necesita

Puede ser. Hay una anécdota histórica que me gusta citar. El partido fascista italiano, después de la primera guerra mundial, hubo un período en el que daba grandes bandazos ideológicos; iba adoptando sucesivos programas que se contradecían entre sí, a veces tirando más hacia la izquierda, a veces tirando más hacia la derecha; vendiendo a veces un discurso más obrerista, otras un discurso más crudamente capitalista. En una ocasión en que le preguntaron a Mussolini por esos bandazos, él dijo que en realidad el partido fascista no tenía programa: que su programa era la acción. Su revolución, la revolución fascista, triunfó porque tenía una dirección, una orientación, y fueron caminando hacia ella siendo gente resolutiva, como ese explorador que va recorriendo selvas, montañas, desiertos y parajes congelados y en cada momento se va adaptando creativamente a las necesidades del terreno y a lo que hace falta en cada momento.

"Tal vez la ultraderecha gane en todo el mundo y en España no porque Pedro Sánchez es un hombre de acción"

Esos ídolos que me mentas tienen un poco también esa cosa de hombres de acción: hoy digo A, mañana digo B y no me despeino si es lo que toca para ir engatusando a la gente y acercándonos a la victoria. De hecho, tal vez la ultraderecha gane en todo el mundo y en España no porque Pedro Sánchez es un hombre de acción. Esta imagen que vende la derecha de que es un hombre maquiavélico, que se contradice y es traicionado constantemente por su propia hemeroteca, es cierta. No mienten cuando dicen eso. Pero quizás haya que reivindicarlo como algo bueno. Hacer lo que en cada momento haya que hacer para derrotar a esta gente.

La ultraderecha tiene hombres de acción —y mujeres de acción también— en todo el mundo, pero, en España, la izquierda tiene uno. Y a su alrededor estamos todo un pueblo de la coalición que ni lo veneramos, ni lo idealizamos, que sabemos que es un pícaro y que nos la puede liar, que podemos ser psoeizados, pero que si somos capaces de controlarlo y encauzarlo y obligarle a seguir la buena senda, es un líder inestimable; ese katejón que contiene la llegada del Anticristo.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?