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Una frescura democrática

LUIS GARCÍA MONTERO

La crisis económica actual y la pérdida de autoridad de la política ante los poderes financieros han acentuado el descrédito de los partidos tradicionales. Resulta lógico que una situación empantanada, en la que sólo brilla el parpadeo oscuro de la corrupción y la demagogia sectaria en las discusiones sobre la justicia, los impuestos o las relaciones internacionales, llegue a cansar a los ciudadanos. Nada más necesario que un deseo de renovación democrática. El problema es que con mucha frecuencia los buenos deseos se degradan al contacto con la realidad y las primeras soluciones sólo surgen para agravar los problemas o cerrar de antemano otros caminos. Las causas políticas, como las vidas personales, son una negociación entre el deseo y la realidad.

Esta negociación es campo abonado para una demagogia que separa los problemas existentes de su representación pública. Así surgen líderes que adquieren un peso decisivo no por lo que significan en rigor, sino por el oportunismo de sus movimientos en el teatro oficial. La historia de España cuenta con el caso destacado de Alejandro Lerroux, que pasó del discurso obrerista más radical y la Conjunción Republicano-Socialista, a pactar con la derecha más rancia, y se olvidó de que había sido ministro de Estado con Manuel Azaña para presidir los gobiernos reaccionarios del Bienio Negro. Se hizo famosa la conversación de dos monjas en la cola de una mesa electoral, muy sorprendidas ante las vueltas de los acontecimientos terrenales. ¡Qué barbaridad -decían-, hemos salido dos veces del convento, una para votar contra Lerroux y otra para votar a favor de Lerroux!

En el paisaje de la política actual, sólo Rosa Díez puede igualarse con Lerroux en sus dotes para el manejo de la farsa. Es sorprendente que haya conseguido encarnar una parte significativa del deseo de regeneración democrática y de frescura electoral. Ni los argumentos superficiales ni las razones profundas justifican su representación de este papel. Si frescura electoral supone un cambio de rostros, ella es esclava de su pasado, después de haber militado durante mucho tiempo en el PSOE, haber ocupado durante siete años la Consejería de Turismo del Gobierno vasco bajo la presidencia del PNV, haber promovido una demanda cívica contra una viñeta del humorista Antonio Mingote -que se había reído de su lema más famoso para la promoción de los viajes a Euskadi, Ven y cuéntalo- y haber sido por dos veces eurodiputada socialista en las legislaturas de 1999 y 2004.

Si la regeneración democrática supone una defensa de las buenas prácticas, tampoco ofrece un ejemplo muy optimista quien, después de ser derrotada por Nicolás Redondo Terreros en su candidatura para encabezar las listas del PSE-EE al cargo de lehendakari en 1998, y por Rodríguez Zapatero en la disputa por la secretaría general del PSOE en el 2000, decide saldar su fracaso con la invención de un nuevo partido.

La situación actual de ETA y los éxitos innegables de la política antiterrorista española tampoco hablan bien de las estrategias originales de su política. Tanto los que estuvieron a favor como en contra del diálogo con ETA deberían reconocer que aquel intento aparentemente fracasado está en la base de la llegada de los socialistas al Gobierno vasco y de la pérdida de apoyo social de los violentos. Quedó de manifiesto que era sólo de ellos la responsabilidad de que no se resolviera un problema cruel, y ahora los asesinos no pueden ocultar en Euskadi su indecencia humana con argumentos políticos.

Que Rosa Díez estaba al margen de la solución real del problema lo demuestran las pocas simpatías que ha generado en el País Vasco, el territorio más afectado por sus propuestas. El protagonismo al que aspira sólo le viene de sus movimientos en la farsa y de su sabiduría a la hora de moverse en los huecos que dejan los poderes mediáticos, cuando le pasan a sus partidos afines la factura de los desacuerdos.

No sé si los ciudadanos serán capaces de preguntarse si vale la pena situar la regeneración democrática en los escenarios de la farsa pública. Tampoco sé si los partidos tradicionales sabrán valorar que la realidad y el deseo exigen la dignificación de nuestra democracia.

 

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