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Moncho Alpuente, el cronista oficioso de la Villa

De cómo el nieto del pastelero de la calle del Pez se convirtió en el periodista que mejor explicó Madrid con ironía y humor

Moncho Alpuente narró Madrid en prensa, radio y televisión. / EFE

De crío, Moncho Alpuente no destacaba especialmente por nada, de ahí el precoz desarrollo de una lengua afilada como mecanismo de defensa, que luego sería de protesta. Infancia de colegio de curas, aprendió en la calle y desaprendió en la iglesia. “Una de las primeras contradicciones que viví cuando era niño y, por lo tanto, católico por cojones, fue la de amaos los unos a los otros; y luego, dos bofetadas. Debo de ser de los pocos monaguillos a los que en mitad de la misa le dieron una hostia de las físicas, no de las místicas, por olvidarse de cambiar los evangelios”, recordaba un año antes de irse al otro barrio, traicionando por vez primera a su calle del Pez, donde nació en 1949.


Bien es cierto que hacía tiempo que había puesto un pie en Segovia, aunque Moncho practicaba la semana caribeña: los martes viajaba a Madrid en el bus de La Sepulvedana, que lo devolvía puntualmente a su retiro los jueves, para así cumplir con sus radios y sus compromisos en la capital. Pero esto sucedería décadas después de aquellas iniciáticas contradicciones, que son las lecciones que a uno nunca le gustaría haber aprendido. “La otra fue cuando me percaté de que en los escolapios había dos colegios: el de los gratuitos, eufemísticamente llamados externos, y el de pago. Estaba todo marcado para que los alumnos jamás coincidiésemos y, además, a los gratuitos no les daban el bachillerato sino cultura general. Entonces le iba a comentar a un cura que aquello me parecía discriminatorio, pero como desconocía tal palabra simplemente le dije que no entendía aquello. Él me respondió muy seriamente: Hijo mío, está muy claro, no podemos educar a todo el mundo para ser empresario, rico o patrón, porque no habría obreros”.

Estaba claro que era más de pieles rojas que de vaqueros: “Lo que más me molestaba era que el protagonista siempre se iba con la hija del sheriff en lugar de irse con la india, que se sacrificaba por él y era una maravilla de india”. Y si a aquellos encontronazos con la autoridad le sumamos su afición por el rebelde protagonista de Guillermo y Los Proscritos y por los tebeos de la época, cuyo subtexto velaba una España pobre, austera y represora, no es de extrañar que el niño Ramón terminase recurriendo en su vida y en su obra a la ironía y al humor, ese caballo de Troya de las dictaduras. “A mí me inspiró el repórter Tribulete, gracias al cual conocí el periodismo. También empecé a fijarme en que en La Codorniz había secciones a cargo de grandes escritores, como Jorge Llopis, y sin saber que existía me introduje en el periodismo satírico. Me apetecía hacer eso y comencé a escribir mis cositas con diez años”.

En concreto, una revista impresa en papel higiénico, algo que no debería de sorprender si tenemos en cuenta que, paradójicamente, luego recurría al papel de periódico para otros menesteres. “Limpiarme el culo fue otro de los motivos de mi afición al periodismo, porque mis tías tenían en el baño el diario ABC cortado en cachitos: te leías la mitad de la noticia y la otra te la imaginabas. No salías del retrete hasta que no te habías leído el taco de hojas, y cuando las acababan de reponer la sesión era eterna”.

Moncho se crio en una calle donde curiosamente también residían el repórter Tribulete y otros personajes de los tebeos de Bruguera, en la trasera de la Gran Vía. “La parte oscura”, como la define Alpuente. “Entonces, el pequeño comercio (pensiones, restaurantes económicos, librerías, sastrerías y, claro, la pastelería de mi abuelo) vivía de los universitarios, que le daban un toque de barrio latino. Los estudiantes confluían con lo más moderno que venía a Madrid, de modo que los turistas yanquis caían hacia acá. Cuando a la gente aún le sorprendía ver a un negro, aquí estabas acostumbrado a encontrarte todo tipo de razas y nacionalidades. Era un caldo de cultivo muy interesante, como se demostró cuando el barrio empezó a despegar de nuevo a finales de los setenta”.

Cuando llegó la Movida, Alpuente ya estaba allí. A los dieciséis años se había matriculado en la Escuela de Periodismo de la Iglesia, donde coincidió con Severo Moto. “Fue compañero mío de clase y mi rival en las elecciones a delegado. Perdimos los dos, ganó José María Mohedano”, rememora entre risas socarronas. “Un año después entré en la revista SP, donde al principio llevaba el archivo fotográfico, que era un desastre absoluto, pues soy el tío más desorganizado del mundo”. Como trabajaba por la mañana, no podía asistir a las clases, que terminó abandonando porque pronto se dio cuenta de que eran “una soplapollez”. A los pocos meses ya estaba escribiendo en la citada publicación, donde coincidió con sus admirados Rafael Conte y Antonio Sánchez-Gijón.

Moncho alternaría sus colaboraciones en prensa, radio y televisión con la literatura, el teatro y la música, siempre bajo el influjo de la sátira, el escepticismo crítico, la irreverencia y el absurdo, como reflejan los nombres de sus bandas: Las madres del cordero, Desde Santurce a Bilbao Blues Band o la más comedida Moncho Alpuente y los Kwai. Fue artista y cronista de la Movida, aunque trascendió el boom cultural de los ochenta, pues su curiosidad y erudición le llevaron a conocer la intrahistoria de los rincones de un Madrid que cabía en la palma de su mano. Sin embargo, el PP le negó el título de cronista oficial de la Villa, pese a descubrir la capital desde las páginas de El País y, por si de méritos se tratase, vivir a un paso de la plaza de Carlos Cambronero, que sí poseía el citado título.

“Me lo explico, porque si yo fuera Álvarez del Manzano no me habría dado un premio ni de coña”, carcajea. “Nunca he pretendido, ni siquiera con Tierno Galván, hacerle la pelota a nadie para conseguir algo sino todo lo contrario. Soy antigubernamental y he ido contra el PP y también contra el PSOE, aunque eso lo demostré cuando los socialistas estaban en el Gobierno. De hecho, tengo un disco que hice con Wyoming cuya portada luce un sello de Franco con la cara de Felipe González”. Ya en Público, el último jalón de su currículo, siguió arremetiendo a diestra y siniestra, con especial querencia por Esperanza Aguirre, cuyo palacete no dista de la guarida de Alpuente. “Me ha invitado a cenar varias veces, pero jamás he aceptado. Dialécticamente, puedo ser muy irónico y bestia, pero en el trato personal no se me ocurre. La conocí fundamentalmente en la Ser y, cuando me la presentaban, le daba dos besos. Eso sí, al día siguiente la ponía a parir en el periódico”. Nobleza obliga.

“Era muy buena persona”, afirma Lola López después de intentar esbozar su figura. Dice “era” porque Moncho se ha ido. Estas páginas habían sido frecuentadas por personas vivas y hasta por objetos inanimados, pero valga la excepción porque él sigue alentando en las calles y en las plazas, porque Alpuente es Madrid y, como decía hace un año, esta ciudad está perseverantemente enferma pero nunca muere. Y también seguirá presente, al igual que el tiempo verbal que a veces se cuela irremediablemente en estas líneas, en el recuerdo de sus gentes. Como Lola, la dueña de El Palentino, “su segunda casa”, con la que cantaba Campanas de Bastavales. “Él se emocionaba porque le gusta mucho Galicia”. Y corrobora Moncho: “Me considero gallego de vocación, la conozco mejor que muchos gallegos”.

Verborreico, sarcástico y ácrata, Madrid le mataba, por lo que a los cuarenta buscó refugio en Segovia, donde el bar más cercano le quedaba a la suficiente distancia para disuadirlo. Pero cuando llegaba el martes, como nunca tuvo a bien sacarse el carné de conducir, cogía el bus de La Sepulvedana, donde a veces coincidía con Dios Padre, al que le dedicó los Versos sabáticos. Ya en la calle del Pez, no perdonaba una. “Aquí venía a desayunar, si es que a tomarse un café a la una de la tarde se le puede llamar desayunar”, dice Lola de “un hombre que escuchaba y con el que podías hablar de todo”. Porque la cultura de Alpuente, lector empedernido, era muy oral aunque plasmase todo por escrito, hasta tal punto que había comenzado a reescribirse a sí mismo, como hacen los clásicos.

Luego, si tal, recibía en la terraza de La Mucca, que se había convertido en la extensión del salón de su casa. Los del restaurante no dudaron en hacerle una entrevista para colgarla en su web, y antes de terminar le pidieron un epitafio. Moncho respondió: “Vuelvo ahora”.

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