Las guerras de género en primera línea de la política internacional
El mundo se agita con los primeros meses del segundo Gobierno de Donald Trump; un mundo donde se mezclan el genocidio en Gaza con el inexorable camino de la emergencia climática y el ascenso de líderes de derecha radical. Pero ¿qué ocurre con las cuestiones de género en la configuración de este ecosistema global del terror?

Algunas de las primeras medidas del flamante nuevo presidente estadounidense, además de cebarse especialmente en las condiciones de vida y la persecución de las personas migrantes, se inscriben en el marco de las guerras de género. Sin empacho, Trump ha tratado de establecer por ley la existencia de lo masculino y lo femenino como una “realidad biológica” para, según dice, “proteger a las mujeres de la ideología de género” — calcando los argumentos del feminismo transexcluyente y del resto de la internacional antigénero—. Es decir, ha escogido como blanco privilegiado a las personas trans utilizando un concepto antifeminista, el de “ideología de género”.
Si nos atenemos al resto de líneas ideológicas del espacio político ultra a nivel global, los siguientes pasos de Trump podrían atacar —o escenificar un ataque— la educación sexual e igualitaria en las escuelas o los estudios de género en la educación superior; los derechos sexuales y reproductivos —sobre todo el aborto— o incluso quizás, la legislación sobre violencia de género, entre otros. Estas temáticas se derivan de grandes narrativas como la defensa de “la familia natural” y la ya citada lucha contra “la ideología de género” que se comparten en encuentros internacionales como el Congreso Mundial de las Familias y que luego se declinan en el ámbito local para adaptarse a los diferentes contextos. Precisamente, uno de los elementos más definitorios de las derechas radicales, por encima de otros espacios políticos, es que extraen parte de su fuerza de su extensión mundial, de su trabajo en red, de su internacionalización.
Estas ideas y propuestas son promovidas a través de fundaciones, think tanks y lobbies bien financiados, muchos de ellos impulsados por la derecha cristiana estadounidense, que en ocasiones, ha establecido alianzas con magnates rusos, a pesar de las diferencias en sus intereses geopolíticos. El género se ha revelado como un buen pegamento para la confluencia de actores e intereses diversos. Grupos de la sociedad civil, líderes mediáticos e influencers, iglesias o incluso movimientos sociales son parte de este ecosistema que dice buscar “cambiar la hegemonía cultural”. Para entender la dimensión y complejidad de la cuestión, habría que incluir entre estos actores a determinadas élites empresariales, a paramilitares que operan según estos parámetros en América Latina o incluso a segmentos del ejército en países como Ucrania.
“Ciclones antigénero”
Los partidos y los líderes de extrema derecha son un pivote importante en torno al cual bailan estos actores que, precisamente gracias a su autonomía, pueden adquirir un peso importante en la promulgación de leyes o en el impulso de políticas públicas. ¿Se hubiese interesado Trump por la cuestión del aborto si no necesitase el apoyo de la derecha cristiana? Es poco probable. La investigadora Sonia Corrêa llama a estas confluencias “ciclones antigénero” que pueden dan lugar a “tormentas perfectas”: los movimientos que llevan organizándose desde los 70 del pasado siglo —que proveen infraestructura a largo plazo—,
junto con los nuevos actores y partidos de derecha radical, cuya misión es transformar estas cuestiones en gramática de Estado, pueden provocar una regresión en los derechos de las mujeres o en las disidencias sexuales o impedir avances.
Aunque estamos acostumbrados a la organización de la extrema derecha contra el “extranjero”, el otro racializado o musulmán, ahora se observa una nueva forma de otredad: la de aquellos que no se alinean con los principios de la familia nuclear heteronormativa. Los temas relacionados con la reproducción, la diversidad sexual y la estructura familiar se han convertido en un importante campo de batalla político. Aunque su principal eje de movilización es el nativismo, en muchos lugares, las cuestiones de género se han convertido en parte de su estrategia para conseguir poder institucional o social.
“El orden natural” en peligro y “la amenaza del género”
Los actores de extrema derecha utilizan estos conflictos para movilizar emociones como la indignación y la rabia, convirtiendo estas pasiones en energía política. La manipulación de miedos y afectos en torno a temas como la infancia —siempre en peligro— o la percepción de las personas trans como amenaza para “el orden de género”, contribuyen a la sensación de desestabilización del “orden sexual”. La multiplicación de identidades de género y de formas de vivir la sexualidad y la crisis de la heterosexualidad generan nuevas ansiedades sociales y una impresión de inestabilidad, que se suma a las inseguridades que proporciona el escenario de crisis múltiples en el que nos movemos. La desinformación y las teorías de la conspiración amplifican o distorsionan estas ansiedades y presentan a las disidencias sexuales y a los movimientos feministas como peligros para la sociedad, la familia o “el orden natural”.
Este nuevo clima derechista que se está expandiendo podría responder a nuevas formas de gobierno adaptadas al presente escenario de crisis que no solo soslayan la posibilidad de generar consensos, sino que apuestan por romperlos con alharacas para generar bases muy movilizadas y un estilo basado en la confrontación. Estas batallas le sirven pues, a la extrema derecha, para componer bases muy movilizadas en momentos de desafección política y crean sentido de comunidad y de propósito. También son útiles para polarizar el espectro político.
Al crear un nosotros y un ellos —“los hombres atacados por el feminismo supremacista”, “la familia amenazada por el género”—, estos movimientos utilizan las guerras de género para simplificar la complejidad social y reducir la incertidumbre, y poder ofrecer así una visión clara y dicotómica del mundo.
La reproducción, la diversidad sexual y la estructura familiar se han convertido en un importante campo de batalla político
Sin embargo, y a pesar de sus intenciones, estas opciones no necesariamente conllevan una derechización mayoritaria de las sociedades donde operan —ni un cambio radical en la cultura en cuestiones de género—, sino solo la creación de coaliciones que en ocasiones, les permiten gobernar u operar políticamente. Este parece ser el caso de EE UU. Se apunta más bien a romper el sentido común para activar nuevas configuraciones político-afectivas y, cuando no importan los consensos, lo que queda es gobernar apostando por la represión y el control social: una dominación sin hegemonía. Por lo tanto, muchas de estas opciones ultras conllevan un reforzamiento del autoritarismo en unas democracias liberales que acusan ya el desgaste, precisamente uno de los motivos del ascenso de la extrema derecha.
En medio de estas crisis múltiples, la política está fuera de quicio, estos nuevos parámetros que experimentamos en este presente constituyen un campo de pruebas que les permite comprobar hasta qué punto se pueden tensar los terrenos conocidos hasta ahora en las democracias liberales. En algunas cosas se parecen a los fascismos históricos, sobre todo en su función política de soslayar el conflicto de clases o la lucha por los recursos materiales, la focalización de la atención hacia los migrantes, el feminismo o lo que llaman “marxismo cultural”.
La culpabilización de la migración o de las disidencias sexuales no es una novedad; y en los fascismos clásicos terminó con la persecución y el exterminio, en el caso del nazismo. Hoy asistimos a algo familiar que, sin embargo, tiene la forma de algo nuevo. Si las formas de gobierno que se alumbran van a ser diferentes, una de las preguntas que nos asaltan con más premura es la de qué seremos capaces de construir como resistencia en este periodo que avanza sobre la destrucción de las instituciones y los consensos que conocemos. ◼
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