Análisis
El ciclo del belicismo

Por Olga Rodríguez
Periodista especializada en información internacional y derechos humanos
Este mes de junio de 2025 el ministro de Defensa israelí informó públicamente de las cifras récord conseguidas en 2024 a través de las exportaciones de armamento de Israel. Por cuarto año consecutivo, Tel Aviv logró superar la cantidad de años anteriores, hasta llegar a 14.700 millones de dólares. El 54% de esas exportaciones de material militar fue dirigido a países europeos, que engrosaron así las arcas de compañías armamentísticas israelíes, suministradoras principales de material al Ejército de Israel. Estas empresas usan y prueban sus productos en los Territorios Ocupados Palestinos, publicitados con el lema “probados en combate”.
Las importaciones de armamento desde Israel a Europa han pasado del 35% en 2023 a ese 54% en 2024, a pesar del genocidio en curso en Gaza, de la ocupación ilegal y del sistema de apartheid que el Ejército de Israel aplica contra la población palestina. En julio de 2024, la Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya, emitió un dictamen en el que solicita a los países de Naciones Unidas “impedir relaciones comerciales y de inversión” que contribuyan a la ocupación ilegal israelí. Por eso la relatora de la ONU para Palestina, Francesca Albanese, lleva tiempo pidiendo a los países europeos que impongan un embargo integral de armamento que implique la prohibición de las exportaciones, de las importaciones y del tránsito de material militar desde y hacia Israel. A día de hoy los integrantes de la Unión Europea siguen ignorando este dictamen.
El rearme europeo
Nuestro presente está atravesado por un clima belicista y, por tanto, por el rearme. Desde espacios muy diferentes de la esfera pública nos repiten que las amenazas son cada vez más numerosas y crecientes. Nos dicen que, para hacerlas frente, es preciso dedicar más dinero a la cuestión “de la defensa”.
El plan de rearme de la Unión Europea ha salido adelante sin consultar a la ciudadanía, sin advertir de los riesgos que implica y sin explicar por qué sí a una partida de hasta 800.000 millones de euros para gasto militar y no para el derecho a la vivienda u otras medidas sociales. Los países miembros han aceptado el anuncio sin apenas debate. Este gigantesco aumento del gasto se produce en un momento en el que el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, pide a los países europeos una subida aún mayor, de hasta el 5% del Producto Interior Bruto, la misma cifra exigida por el presidente estadounidense, Donald Trump.
El argumento esgrimido para agilizar la subida sin precedentes del gasto militar europeo es la existencia de una presunta situación “excepcional”. No ha habido nunca prisa para destinar un paquete de cientos de millones de euros a educación, sanidad, cooperación o vivienda digna para todas las personas que habitan en la Unión Europea. No se han desplegado mecanismos de excepcionalidad para políticas sociales de igualdad, pero sí para la militarización, es decir, para la guerra.
Esos cientos de millones engrosarán las arcas de la industria armamentística y contribuyen ya a una escalada internacional, porque el material “de defensa y de seguridad” se adquiere para ser usado o para ser vendido, no para que dormite eternamente en un almacén olvidado. Además, se defiende con discursos que refuerzan la disuasión, es decir, la tensión y el rearme, lo que en sí mismo origina un clima belicista. Lo describió el reportero Ryszard Kapuściński, al advertir de que “las guerras comienzan antes de que se oiga el primer disparo: comienzan con un cambio de vocabulario en los medios”. Y en la política, habría que añadir.
Las importaciones de armamento desde Israel a Europa han pasado del 35% al 54% en 2024, a pesar del genocidio en curso en la Franja de Gaza
La militarización de las mentes arrincona las herramientas políticas, jurídicas, diplomáticas, sociales y educativas, como si las tensiones tuvieran que resolverse a base de amenazas, de armamento y del uso de la fuerza. En ese escenario se está entregando más espacio a la impunidad, a la ley del más fuerte y a la industria militar, un marco en el que se posponen —e incluso se recortan— avances en derechos y libertades. Este escenario, en el que pierden los pueblos y la democracia, debería ser ridiculizado desde todos los altavoces públicos posibles.
Las empresas que fabrican material para la guerra, en todas sus modalidades, son las mismas que se encargan de los sistemas para la vigilancia, para la represión y el control coercitivo que los gobiernos europeos emplean contra las personas migrantes en las fronteras y también contra sus propios ciudadanos si se manifiestan demasiado.
Inventar un nuevo modelo
El rearme obedece a un modelo en el que la militarización es defendida como medio y también como fin en sí mismo. Como medio, porque allana el camino de la excepcionalidad para acceder —directa o indirectamente— a territorios, a recursos naturales y a nuevos clientes. También sirve como fin porque actúa como motor para mantener un vertiginoso ritmo de producción, como negocio con el que unas elites podrán seguir sumando beneficios económicos mientras los pueblos ponen el sacrificio, la precariedad y los muertos.
Las dinámicas de la ley de las armas, además, refuerzan el marco de la extrema derecha. Por el contrario, la apuesta por idear modelos nuevos que amplíen derechos, libertades y vías para la paz, así como los esfuerzos para defenderlos con pedagogía política, es uno de los mayores muros de contención frente a la deshumanización y la violencia.
No es honesto despreciar las alternativas a las vías del rearme y tachar de ingenuos a quienes la cuestionan, porque no hay mayor ingenuidad que creer que un gran aumento del gasto militar mejorará nuestro mundo y ahuyentará las amenazas. La realidad es que, a mayor escalada bélica, más riesgos. Es urgente sentarse e idear modelos nuevos, capaces de arrinconar la brutalidad de las armas y de reforzar el derecho internacional, la política, las estructuras de gobernanza, las medidas sociales más justas e igualitarias.
Las guerras son esos lugares donde la gente pierde para siempre la paz aunque sobreviva a las bombas, donde las consecuencias de la violencia afectan a varias generaciones. Una y otra vez se repite el mismo ciclo y una y otra vez se olvida. Cuando se firman acuerdos de alto el fuego las armas continúan existiendo. Es muy fácil introducirlas, enviarlas, repartirlas, pero es mucho más difícil controlar en manos de quiénes están, cómo se usan o garantizar que, después, sean entregadas, depuestas, abandonadas.
Quizá aquí no se entienda por completo. Quizá en esta Europa de hoy todo parezca un concurso de oratoria sin consecuencias, mera teoría, juego inofensivo, banalidad. Imaginen por un momento el estruendo de un bombardeo, la sordera repentina, el vacío que provoca en el interior del cuerpo la onda expansiva. Imaginen que el uso de un misil mata a sus seres queridos, a sus compañeros, a sus vecinos, a sus conocidos, incluso a un extraño que pasaba por ahí. Imaginen que ven sus cuerpos desmembrados, su mirada muerta. Imaginen que ahí mismo aparece un dirigente occidental o un periodista o un resabido analista diciéndoles que esto es necesario, limpie usted la sangre, recoja los restos de carne. Han pasado los treinta segundos en el plató y el tema ya es otro.
En las últimas décadas hemos vivido varios ciclos de entusiasmo ante operaciones militares en territorios lejanos. Una y otra vez ocurre lo mismo: tras los discursos belicistas llegan los resultados, los análisis más sosegados, las dolorosas consecuencias. Cuando eso ocurre ya es tarde y siempre se dice que no se podía saber, que en aquel momento parecía una buena idea, que era inevitable o que no existían todos los datos para concluir que la vía militar no era el mejor de los caminos.
Escribió Primo Levi que, en realidad, los monstruos en este mundo son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; “más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y a obedecer sin discutir”. El siglo XXI no es tiempo para creer en la vía del rearme ni para obedecer sin más. Otra vez no. Por favor. ◼
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