La mazmorra de Tyler, la ganzúa de Ken y un barco pirata, o el feminismo como llave

Por Guillermo Zapata
Escritor y guionista
Travis Winkle, el personaje que interpretaba Robert de Niro en Taxi driver hace más de 40 años es un molde sobre el que podríamos proyectar muchos de los rasgos de la cultura incel. El taxi como ataúd urbano que separa al protagonista de la realidad, la frustración sexual permanente, la idealización (y posterior frustración) con dos tipos de mujeres a las que percibe primero como aquella que le salvará y, posteriormente, como aquella a la que debe salvar y, finalmente, la frustración y la explosión de la violencia.
Sobre ese molde de hombres incapaces de gestionar las tensiones de la masculinidad se construyó también el Joker de Todd Phillips, que recoge referencias tanto de Taxi driver como de la menos conocida El rey de la comedia, en lo que es un ejemplo perfecto de fantasía de poder que sale mal y en la que la respuesta a la frustración se paga, de nuevo, con violencia. Esta vez contra su propia madre.
Incluso una alegoría trans como la trilogía de Matrix, dirigida por las hermanas Watchowski, ha necesitado una cuarta película abiertísimamente queer y con una reflexión sumamente interesante sobre la pulsión de muerte que el patriarcado impone a los hombres enfadados (queda para la historia la imagen de miles de tuiteros saltando al vacío como escuadrones suicidas desde sus puestos de oficinistas para acabar con Trinity en la persecución que abre el último tramo de la película).
La mazmorra
Pero es posible que la película que mejor destila y problematiza la cultura incel, que enfoca de manera más clara la tensión entre frustración sexual, devoción y aborrecimiento hacia las mujeres y el deseo de construir una auténtica fraternidad masculina sea El club de la lucha, con el personaje de Tyler Durden a la cabeza.
Chuck Palahniuk, el escritor de la novela original en la que luego se basó David Fincher para dirigir la película, dijo en una ocasión que había muchos menos libros que les decían a los hombres cómo debían ser que libros del mismo tipo para mujeres. Cabe preguntarse si El club de la lucha es un libro que busca decirle a los hombres cómo deben ser o que denuncia lo que pasa cuando esos hombres no tienen manuales que les digan cómo comportarse.
Otra opción razonable es pensar si la afirmación de Palahniuk es acertada. Desde cierto punto de vista podría decirse lo contrario, la ausencia de libros sobre "lo masculino" se debe al dominio de lo masculino en el mainstream. Las corrientes de la normalidad "nos pertenecen". Somos la norma.
No obstante, esta idea tampoco es del todo adecuada o, al menos, podemos recordar que el "somos la norma" que acabo de escribir no nos incluye a la inmensa mayoría de los hombres. No encajamos en un canon muy estrecho que nos obliga, además, a competir entre nosotros y nos aísla de nuestros sentimientos, ordenando los deseos a partir de una jerarquía muy particular y, de nuevo, muy estrecha.
"Lo incel", en mi opinión, es la respuesta a la tensión que acabo de describir ahí arriba. La tensión entre "lo masculino que debes ser" y el hombre que eres realmente. La tensión entre Tyler Durden (Brad Pitt) y el personaje de Edward Norton que, tampoco por casualidad, carece de nombre en la película.
La respuesta a esa tensión se ha ido construyendo como movimiento reactivo al auge de la ola feminista. Donde las feministas nos ofrecían una salida al problema de la masculinidad patriarcal y sus exigencias, el "hombre que debemos ser" volvió a tomar el mando para no dejarnos ser los hombres que somos (o que podríamos ser).
Lo incel es una mazmorra que bloquea el deseo de ser "otro hombre" y nos propone una alternativa sencilla: son las mujeres y especialmente las mujeres feministas las que ponen en problemas nuestra masculinidad. Son ellas negándose a ocupar los lugares que la cultura ha diseñado para ellas las que dificultan que nosotros seamos los hombres que debemos ser. Eso incluye por supuesto las ventajas asociadas a ser el hombre que debemos ser, y que se asocian fundamentalmente a tres cosas: reconocimiento público, superioridad en la jerarquía cultural y dominio del cuerpo y de las relaciones sexuales: que te vean, que te respeten, que follen contigo.
Esa tríada que forma las paredes de la mazmorra de Tyler dice mucho de las tres cosas que sienten algunos hombres hoy: falta de reconocimiento, falta de autoridad cultural, falta de satisfacción. Esas tres frustraciones, la cultura del patriarcado (el hombre que debemos ser) nos las pone como obligación, el feminismo nos propone problematizarlas para encontrar una salida en términos de igualdad y la cultura incel nos las proporciona cambiándoles el signo. El hombre incel se aísla de las mujeres, las deshumaniza por completo y sólo encuentra satisfacción en el encuentro con otros hombres. Es un proceso autodestructivo disfrazado de libertad.
Así, El club de la lucha, una historia mucho más irónica, divertida e interesante, un juego con la masculinidad como problema, queda reducida a través de la cultura incel, la forma fanatizada del patriarcado, a la mazmorra de Tyler.
Tyler Durden, el personaje de Brad Pitt, encarna por primera vez la satisfacción heroica de una suma de perdedores de la masculinidad, los chicos beta, los que no encajan en el paradigma de la masculinidad dominante.
La ganzúa
En el verano de 2023 se estrenó Barbie, dirigida por Greta Gerwig. La película más taquillera del año y uno de los fenómenos culturales más importantes. Hay muchísimas cosas que podríamos destacar de esta comedia corporativo- existencial, pero me voy a centrar en la figura de Ken tal y cómo se representa en la película.
Si Tyler Durden, a través de la cultura incel, nos encerraba en una mazmorra de masculinidad tóxica y convertía el autodesprecio en violencia, Barbie nos propone una idea de lo más interesante.
Barbie vive en un matriarcado y, por tanto, es Ken quien habita un mundo donde ni la masculinidad patriarcal (ni ninguna otra) son dominantes. En el viaje de la película, Ken llega a nuestro mundo, con lo que conoce una realidad en la que el patriarcado opera de manera sistemática como cultura oficial. Cuando vuelve a Barbieland intenta emular esa dinámica desarrollando toda una serie de rituales de masculinidad: desde el visionado compulsivo de El padrino al gusto por los caballos, pasando por hacer pesas o beber cerveza. Todo se condensa en una suerte de campo de juegos naif de la masculinidad: la Mojo Dojo Casa House. La casa de los tíos, el lugar exclusivo de la fraternidad masculina.
Lo interesante es que, a la vez que dicha cultura se desarrolla como una victoria dentro de Barbieland tras ser "derrotado momentáneamente" el matriarcado, podemos ver cómo los elementos que la forman son totalmente artificiales.
No hay ningún motivo por el que Ken deba disfrutar de los caballos, de beber cerveza o de El padrino. Pueden gustarle o no, pero no hay ninguna recompensa al respecto, porque no hay un orden patriarcal que ordene lo que es importante o lo que no. Literalmente, en Barbie no existe una forma buena de ser hombre. Lo que hay es más bien un juego de la ropa. Un "diseña tu moda" cultural donde Ken elige un quimono negro para aparentar algo, para construir la copia camp de una cultura que vio en otro sitio. Un poco como unas tiendas de souvenirs para turistas que, además de condensar todo lo que se supone que es un país, terminan por edulcorarlo y despojar de sentido a esos símbolos. Nada más artificial que un llavero de la cultura masculina diseñado por alguien que quiere dejar claro su deseo de representar dicha cultura muy, muy fuerte.
Cuando Barbie recupera el control de Barbieland, Ken se encuentra completamente desorientado. No sabe a dónde ir, no sabe si volver a "su yo" anterior, que se le presenta como artificial, pero tampoco sabe cómo avanzar desde el lugar donde está. Ken ha visto las paredes de la mazmorra de Tyler, pero no las ha visto como mazmorra, sino como fantasía de poder a la que podría adaptarse, aunque ni le sale muy bien ni consigue mantener el dominio masculino durante tiempo suficiente como para poder sustituir una normalidad por otra. En ese sentido, la cuestión masculina se le presenta sólo como un problema para el que no tiene salida.
Es una representación que se repite también bastante en el audiovisual actual, un cine preocupado por las transformaciones de las cuestiones de género, pero que no termina de saber muy bien qué hacer con esa colección de nuevos problemas y desafíos de la identidad. El paradigma del "chico majo", el "chico aliado". Ese chico que "ya no es tóxico", pero que no es nada más que eso, se repite en numerosas producciones. Pienso en el amigo de la protagonista de Last night in Soho o en los protagonistas masculinos de Stranger things. Es como si el mandato de ser una persona simplemente decente vaciara de cualquier otro rasgo de identidad a los personajes. Eso dice bastante de la fuerza de la cultura patriarcal.
Las paredes de la mazmorra son fuertes y tenemos ciertas ganzúas para romper la cerradura y saltar al otro lado. El límite de esas creaciones es… ¿Qué demonios hay al otro lado?
La llave
A principios de octubre se estrenó en HBO la segunda temporada de Nuestra bandera significa muerte. Coincidía el estreno con el final de la aclamada Sex education. Las dos son series en las que los modelos de masculinidad y los binarismos de género saltan por la ventana y se meten en el salón de los y las telespectadores.
En la primera seguimos a la tripulación de Stede Bonnet, un noble metido a pirata y con cierta base documental que nos acerca al terreno del "basado en hechos reales". La tripulación de Nuestra bandera significa muerte es una colección de masculinidades diversas. No sólo en cuanto a las orientaciones sexuales (el propio Bonnet es bisexual) sino con relación a las formas de "lo masculino". El universo pirata que conocemos queda destruido y lo que se nos presentan son distintas modalidades de hombres cuyo vínculo con las emociones y el resto de la humanidad está a años luz de las propuestas de la mazmorra de Tyler.
La entrada de las emociones y el vínculo con los demás es una fuente de belleza, fortaleza y felicidad para el propio Bonnet. Incluso el sufrimiento (la segunda temporada inicia tras una dramática ruptura sentimental) intenta problematizar muchos de los lugares comunes que el patriarcado nos ofrece a los hombres.
La serie trabaja las frustraciones masculinas de lo contemporáneo proponiendo otras soluciones al esquema "reconocimiento público, superioridad en la jerarquía cultural, dominio del cuerpo y las relaciones sexuales". El reconocimiento es una fuente de estrés que debe ser repensado para poder habitar de forma sana el espacio público, la jerarquía cultural se sustituye por una democratización de las formas y los sujetos que toman la palabra, pero sobre todo en un diálogo. En el goce de un reconocimiento mutuo entre diversos. En Nuestra bandera significa muerte los hombres no compiten. En cuanto al dominio del cuerpo y las relaciones sexuales hay una apuesta por el goce compartido. Donde había competencia se sustituye por empatía.
¿Es esto una solución a los problemas? No. Es un método. La idea de que la masculinidad debe encontrar una "solución" como quien busca una receta de un libro de autoayuda no es lo que proponemos aquí. Es más bien una propuesta por "habitar" de otra forma los viejos y nuevos problemas.
Algo muy similar sucede en Sex education. Una serie que sólo se puede leer culturalmente como utópica. El motivo es que el dominio patriarcal tradicional no existe en la serie. Y cuando existe es sumamente minoritario. Produce situaciones de dolor e incomodidad y actúa desde una posición de debilidad. Sex education es un lugar seguro. En tanto que lugar seguro no deja de plantear y lanzarle problemas a la enorme variedad de personajes adolescentes (y no adolescentes) que pueblan la serie, pero sobre todo nos muestra un mundo ya habitado por jerarquías culturales diferentes y, por tanto, que resuelve los problemas de forma distinta. Es un mundo donde la cultura incel ha sido derrotada y, sobre todo, donde no puede ser ni imaginada porque no hay espacio para el tipo de frustración que la acompaña.
Insisto de nuevo en que eso no quiere decir que en la serie británica no haya problemáticas o que no sea problemática en sí misma por otros motivos, o que la propia idea de contenidos audiovisuales seguros sea también algo sobre lo que debamos discutir, pero abre la puerta de la mazmorra y enseña un mundo al otro lado. Un mundo que se puede habitar sin violencia, dolor y misoginia. Imaginar un mundo al otro lado es una de las claves para poder vivirlo.
Decía hace pocos meses el escritor Bob Pop, y también es algo que se traslada desde las páginas de la novela de Alana S. Portero La mala costumbre, cómo las identidades LGTBIQ han necesitado proyecciones de identidad existiendo en el mainstream para poder proyectar dos cosas: primero, una propia supervivencia y, segundo, una idea de vida digna. Retomando las palabras de Bob Pop, imaginar primero un mundo al otro lado es fundamental para que la elección entre ser normal y ser feliz caiga siempre del lado de la felicidad.
No debemos olvidar nunca que el motor fundamental de la cultura incel, de las representaciones de poder simbólico de los hombres en el dominio machista sobre las mujeres, busca sublimar una enorme frustración. La frustración de no ser los hombres que nos dicen que debemos ser. Unas ficciones que ordenan también el universo de lo que debemos desear.
Tenemos que trabajar, por tanto, en tres tipos de ficciones. Por un lado, ficciones que desvelen y hagan insoportable la vida en la mazmorra de Tyler. Por otro, ficciones que sirvan de ganzúa para abrir la puerta de la mazmorra y escapar al otro lado. Y, por último, por supuesto, las ficciones barco donde poder vivir de otra forma.
No tenemos más vida que esta. Imaginar ser felices es tan importante como empezar a serlo. El feminismo es, por tanto, la llave. Podemos usarla y debemos hacerlo. No sólo para asumir nuestra responsabilidad en el mundo, sino también y sobre todo para poder vivir de otra forma y hacernos cargo de nuestros deseos de otra manera.
