CRÓNICAS DESDE LA FLOTILLA. PUNTO FINAL"Si fuéramos palestinos, estaríamos muertos": crónica de las 96 horas desde el asalto a la Flotilla hasta la salida de una prisión israelí
El único periodista español que ha viajado a bordo de la Global Sumud Flotilla desde Barcelona a las costas de Gaza relata en esta crónica cómo fue abordado por fuerzas israelíes el Adara, la embarcación en la que viajaba junto a 22 personas, así como su detención ilegal y su traslado a la cárcel de Kétziot.

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La noche del 1 al 2 de octubre estaba marcada en rojo. La Global Sumud Flotilla se encontraba a menos de un día de navegación de llegar a las costas de Gaza. Desde la noche anterior la Flotilla avanza en solitario después de que los barcos militares desplegados por los gobiernos de Italia y España detuviesen su rumbo a 150 millas del enclave palestino. Pasadas las 20:00 horas, un mensaje advertía de que una docena de barcos no identificados se aproximaban a nosotros. "Están a 7 millas, a 6, a 5… mierda avanzan muy rápido, todo el mundo a por los chalecos", gritaban los responsables de seguridad.
A las 21:30 tuvo lugar la primera intercepción, la del Alma, buque madre de la mision humanitaria y donde viajaba el comité organizador. Minutos después se produjo la interceptación del Sirius y, en tercer lugar, la del Adara, barco en el que navegábamos 23 personas de 13 nacionalidades.
Las operaciones se realizaron mediante lanchas rápidas que partieron de un navío militar mayor. En paralelo, el sistema de radio VHF quedó inutilizado tras las primeras intercepciones, lo que impidió la comunicación entre las embarcaciones restantes. El Adara, el tercer barco en importancia por orden jerárquico, asumió la dirección de la Flotilla. Pese al hostigamiento, se mantuvo el rumbo hacia Gaza hasta quedar a la altura de la milla 69. "Reduce un poco la velocidad para que el resto de barcos nos vean pero mantén el rumbo", gritaba Jordi Coronas, concejal de ERC y capitán de la embarcación.
A las 22:30, dos buques militares intensificaron la presión contra nuestra embarcación. Lanzaron chorros de agua y gases irritantes que provocaron dificultades respiratorias y escozor ocular entre la tripulación. El protocolo de resistencia pacífica establecía una formación en U, con chalecos salvavidas y las manos en alto. Previamente habíamos lanzado por la borda todos los objetos susceptibles de ser considerados armas, incluidos cuchillos, herramientas e incluso equipos periodísticos como el trípode que portaba.
Los soldados nos encañonaron y solo procedieron a cachearnos e identificarnos tras cegar el barco arrancando con sus propias manos las cámaras, el internet satelital y el sistema de GPS que nos comunicaban con el resto del mundo.
"Si no se resisten no habrá ningún problema", anunciaban los altavoces de la corbeta que rodeaba nuestro barco. El abordaje se produjo con un contingente aproximado de quince soldados que nos encañonaron y solo procedieron a cachearnos e identificarnos tras cegar el barco arrancando con sus propias manos las cámaras, el internet satelital y el sistema de GPS que nos comunicaban con el resto del mundo. Desde ese momento, perdimos toda comunicación con el exterior.
Durante casi veintehoras, el tiempo que tardaron en interceptar los 45 barcos de la flotilla y llevarlos a puerto israelí, los pasajeros del Adara permanecimos vigilados, con permisos limitados para movernos únicamente hacia los baños y bajo prohibición de hablar o comer, salvo en momentos en que los soldados encendían sus cámaras corporales para registrar imágenes que posteriormente difundirían como prueba de un supuesto "trato humanitario".
Los últimos barcos de la flotilla (pequeños veleros y barcos a motor como el Florida y el All In) lograron acercarse a 28 millas de la franja de Gaza antes de ser finalmente interceptados.
Con la totalidad de embarcaciones neutralizadas, cerca de 500 personas fueron conducidas al puerto de Ashdod. En la explanada portuaria, activistas, médicos y periodistas fuimos inmovilizados durante unas cuatro horas, sentados en filas con las manos en alto y bajo amenazas y vejaciones constantes de los soldados israelíes. Quienes mostraban resistencia eran insultados o golpeados. "Mira al suelo trozo de mierda", me grito un policía cuando me giraba para tratar de ver como figuras reconocibles como Greta Thunberg o los dos tripulantes judíos de la flotilla eran separados del grupo para ser fotografiados ante banderas israelíes.
El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben, se desplazó hasta el puerto. "Vosotros sois terroristas", "vosotros apoyáis que maten niños judios", gritaba mientras nos señalaba.
Pasadas las tres horas de espera, sobre las 22:00 de la noche, el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, el mismo que anunció un protocolo antiterrorista contra la Flotilla, se desplazó hasta el puerto. "Vosotros sois terroristas", "vosotros apoyáis que maten niños judios", gritaba mientras nos señalaba. El acto propagandístico, perfectamente medido y grabado, buscaba alimentar al sector mas integrista del sionismo y provocó una reacción de los detenidos. "Free Palestine", "Baby killer", "Seras juzgado"... El show termino con Gvir ingresando en las instalaciones del puerto y los detenidos esposados con bridas con las manos tras la espalda.
De manera aleatoria nuestros custodios nos llamaban para ingresar al interior del puerto. Dentro había un circuito burocrático que nos preparaba para la cárcel. Durante más de dos horas desfilamos por una decena de mesas donde distintos funcionarios y militares israelíes nos realizaron cacheos, escáneres y confiscación de pertenencias (incluyendo objetos de valor, carteras y materiales como libretas, micrófonos, ropa, pulseras, colgantes y otros objetos que nunca fueron devueltos).
Al final del circuito burocrático, se forzó a cada detenido a firmar dos documentos en hebreo donde se reconocía haber entrado "ilegalmente" en Israel y un tercero, en inglés, donde se aceptaba una deportación voluntaria en un plazo de 72 horas. El denominado "proceso jurídico" se hizo sin presencia de asistencia consular, ya que Israel prohibió a los gobiernos de los países a los que pertenecían los miembros de la Flotilla acceder al puerto. Los abogados de la ONG Adalah solo pudieron dar asistencia a algunos de los activistas a bordo.
Tras el trámite, fuimos subidos a camiones de traslado penitenciario. "Aquí hubo un hombre de Jhan Yunis", aparecía escrito en árabe en una de las paredes del vehículo. Permanecimos allí cerca de una hora, con el aire acondicionado en temperaturas mínimas, esposados y con escasa ropa. El destino era la prisión de Kétziot, la mayor del país, situada en pleno desierto del Néguev, una instalación de máxima seguridad habitualmente utilizada para prisioneros palestinos acusados de terrorismo.
La llegada se produjo de madrugada. El grupo masculino fue conducido a una jaula al aire libre metálica, donde permanecimos hacinados varios minutos hasta que, de uno en uno, fuimos llamados para un último cacheo, entrega de uniformes de recluso y registro fotográfico.
Las mujeres fueron trasladadas a un módulo separado. En el patio de acceso podía leerse, pintado en letras negras, ‘Bienvenidos a la nueva Gaza’, junto a la imagen de la Franja devastada por los bombardeos.
Empezaban en ese momento al menos tres días —en el caso de los primeros deportados, algunos más— de permanencia en una prisión de máxima seguridad. Durante los años ochenta, uno de cada cincuenta palestinos varones pasó por sus instalaciones. Cerrada en el marco de los Acuerdos de Oslo por ser considerada un símbolo de la represión, la cárcel fue reabierta años más tarde para albergar a presos palestinos condenados a cadena perpetua. Ese lugar, la prisión de Kétziot, en pleno desierto del Néguev, se convirtió en nuestro hogar forzoso durante tres días.
Los hombres fuimos conducidos a dos módulos distintos. Cada celda, de unos 18 metros cuadrados, acogía entre doce y catorce personas. Las mujeres fueron trasladadas a un módulo separado; en el patio de acceso podía leerse, pintado en letras negras, Bienvenidos a la nueva Gaza, junto a la imagen de la Franja devastada por los bombardeos.
Desde la primera noche resultó evidente la estrategia de hostigamiento. Una represión calculada para minar la resistencia sin dar pie a acusaciones directas de graves palizas: insultos, gritos, tirones de pelo, encañonamiento con armas y todo tipo de trato vejatorio eran la norma.
En la celda número 19, donde yo permanecía junto a otros once hombres, estaba el senador irlandés del Sinn Féin Chris Andrews, que sólo recibió su inhalador para el asma tras dos noches de espera, después de haber sufrido un episodio severo.
Los recuentos eran continuos, de día y de noche. Varias veces irrumpían comandos armados, apuntándonos con fusiles automáticos y linternas encendidas directamente a la cabeza o al pecho. En ocasiones entraban también con pastores alemanes, insinuándonos que los soltarían si no colaborábamos.
La asistencia sanitaria fue prácticamente inexistente. El “chequeo médico” consistió en una pregunta rutinaria en una pequeña oficina: si alguien padecía alguna enfermedad crónica. La respuesta, afirmativa o negativa, no tuvo consecuencias. Varios detenidos nunca recibieron sus tratamientos. Entre ellos, dos hombres diabéticos, uno de más de setenta años, que tras tres días sin insulina languidecía en su celda. La protesta fue inmediata: todos gritamos desde las ventanas metálicas “¡Insulina para la 16!”. La reacción de los guardias consistió en una irrupción violenta, desalojando varias celdas y golpeando a quienes encontraban. Al menos dos personas fueron apaleadas en ese operativo. “No tenemos médicos para animales”, respondió uno de los guardias a nuestros gritos.
En la celda número 19, donde yo permanecía junto a otros once hombres, estaba el senador irlandés del Sinn Féin Chris Andrews, que sólo recibió su inhalador para el asma tras dos noches de espera, después de haber sufrido un episodio severo.
No muy lejos, en el módulo de las mujeres, la activista mexicana Arlin Medrano reclamaba medicación para su patología cardiaca. “Es urgente”, dijo. “Será urgente cuando te deje de latir el corazón”, respondió una guardia.
El agua potable estuvo ausente. La única opción era beber del grifo de la celda, del que brotaba un líquido turbio con un regusto metálico. Fue lo único disponible durante la reclusión. La comida se servía con raciones escasas y caducadas —los huevos, con la fecha de consumo vencida impresa en la cáscara, lo evidenciaban—. Una parte de los prisioneros rechazó los alimentos e inició una huelga de hambre en protesta por la detención y en solidaridad con los presos palestinos.
En ningún momento tuvimos acceso a abogados, ni a teléfonos, ni a cualquier forma de comunicación con el exterior. Nos resultaba difícil percibir el avanzar de las horas, nuestro módulo estaba techado y la luz del sol apenas lograba colarse entre los barrotes de la única ventana de la celda.
Los procedimientos judiciales se realizaron en un pequeño barracón dentro del recinto de Kétziot. Se trataba de vistas sumarias, que en la mayoría de los casos tuvieron lugar sin presencia de abogados y sin traducción adecuada de los documentos que se nos entregaban.
El consulado español hizo acto de presencia, pero pese a mostrar su apoyo solo pudo constatar nuestra violación de derechos humanos: “Os quieren soltar pronto por la presión internacional”. Esa es la única noción que nos ayudaba a dimensionar el tamaño de las protestas que había levantado la detención de la flotilla.
Los procedimientos judiciales se realizaron en un pequeño barracón dentro del recinto de Kétziot. Se trataba de vistas sumarias, que en la mayoría de los casos tuvieron lugar sin presencia de abogados y sin traducción adecuada de los documentos que se nos entregaban. Una jueza comparecía brevemente, sin informar de nuestros derechos ni garantizar la asistencia consular. El mensaje era escueto y uniforme: en las próximas horas seríamos deportados.
La prioridad de Israel era deportarnos rápidamente por el impacto internacional que había tenido la interceptación de la Flotilla. El ritmo de las salidas dependía de la presión diplomática ejercida por cada país. Supimos que ciudadanos italianos, malasios y de otras nacionalidades abandonaron primero el centro, tras negociaciones directas de sus gobiernos con las autoridades israelíes.
En nuestro caso, el grupo de españoles comenzó a salir el domingo 5 de octubre, tras cuatro días de detención. Al día siguiente, 6 de octubre, partió un segundo contingente. No obstante, la activista balear Reyes Rigo permanecía aún encarcelada en Kétziot. En la mente del muchos de los participantes en la Flotilla, ya en la seguridad de regresar a sus países de origen, afloraba una reflexión: “Si fuéramos palestinos, ya estaríamos muertos, hubiéramos sido asesinados por el ejército israelí. Éramos terroristas”.




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