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La infancia refugiada, olvidada por la política europea

Recuperamos este reportaje de 2017 sobre los niños refugiados marroquíes que entran solos en Melilla en busca de una vida mejor, pero que encuentran violencia social y administrativa, engaño y abandono en una Europa que no actúa y mira para otro lado.

Un niño en el campo de refugiados.
Un niño en el campo de refugiados. — GABRIEL TIZÓN

LUZES-PÚBLICO | daniel salgado

Wahim tiene seis años. Desde hace semanas deambula solo por las calles de Melilla. «No entiende nada de lo que pasa a su alrededor. Es un pequeño de seis años. ¿Cómo no te vas a preocupar por él?», se pregunta la educadora social María Antúnez, de la asociación Harraga. Entre sesenta y setenta menores no acompañados, calcula, viven a la intemperie en la ciudad autónoma. Esperan una oportunidad para viajar a la península. A esa Europa prometida que, luego descubrirán, no existe por ningún sitio. La mayor parte de estos niños son marroquíes. El último eslabón, el más olvidado, el más despreciado, de una cadena que la reaccionaria política de fronteras de los Estados europeos no hace más que reforzar: la de la infancia refugiada.

«Son niños que entran solos en Melilla. No conocen el idioma y no se pueden comunicar. Tampoco conocen la cultura. Mucho menos las leyes y, por lo tanto, ignoran también sus derechos», relata Antúnez, natural de Tomiño (Pontevedra). En los tres años que Harraga –palabra árabe que significa «quemar el pasado»– lleva funcionando, solo atendieron a una niña. «Fue hace un año, estaba en una situación delicada, y volvió a Marruecos», recuerda. Atraídos por los brillos de la sociedad de consumo, escapados del nihilismo existencial y la clausura de las expectativas, proceden casi todos de los mismos barrios de Fez. Facebook es su medio de comunicación. «Cuando dan salido de Melilla y entrado en Europa», cuenta, «alguno cuelga una fotografía con una gorra Nike, con una sudadera, y proyectan la imagen de que en Europa es fácil que te vaya bien. Producen un efecto llamada entre ellos». Amontonados durante semanas en la villa marroquí de Beni Enzar, a donde viajan como polizones de autobús y donde se encuentra la más grande de las fronteras de la ciudad española, suelen atravesarla a la carrera.

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Campamento de Ritsona, en Grecia.
Cuatro hermanos duermen en una tienda hecha con maderas en el campamento de Ritsona, en Grecia. — GABRIEL TIZÓN

Pero lo que les espera al otro lado es violencia –social y administrativa–, persecución, engaño, abandono. Solo las organizaciones no gubernamentales Harraga y Prodein –asociación Pro Derechos de la Infancia, fundada por José Palazón– y la abogada del Servicio Jesuita de Migraciones se ocupan de los menores no acompañados. Asistencia médica y legal, lugares de descanso o espacios de ocio al margen del consumo de drogas (pegamento, hachís, pastillas) son parte de las tareas que, ante la ausencia del Estado, asumen estas asociaciones. «La administración es el brazo que ejecuta la legislación. Está al tanto de la situación de estos niños, pero no actúa», denuncia María Antúnez, «solo echa balones fuera, busca excusas». La fiscal de menores de Melilla mismo llegó a calificar de «leyenda urbana» los maltratos en el centro de menores documentados por Harraga. Los sesenta, setenta niños que duermen en las calles melillenses, sobre todo en la zona de la Escollera, no son los únicos menores no acompañados que viven en la ciudad. Alrededor de 380 están tutelados por el Estado en centros especiales y otros 20 en una cárcel. Casi todos marroquíes, aunque también hay argelinos, sirios o subsaharianos. Según datos del exhaustivo informe de Save the Children Infancias invisibles, en 2014 «3.660 menores de edad extranjeros no acompañados fueron tutelados por el Estado español, un 30% más que un año antes». De ellos trata uno de los tres grandes bloques en que se divide el documento, a la vez que las «niñas víctimas de trata» y la «infancia refugiada». «Ni el Estado español ni las comunidades autónomas protegen como debieran, a pesar de los deberes legales, los tres grupos de niños y niñas», afirma el texto. El montón de cifras y datos que recoge, ofrece un ajustado retrato del infame mundo contemporáneo.

Una madre alimenta a su hija después de llegar en una balsa a la isla griega de Lesbo.
Una madre alimenta a su hija después de llegar en una balsa a la isla griega de Lesbo. — GABRIEL TIZÓN

«La cobardía y el interés explican la indiferencia asumida [respecto de los niños y niñas refugiados] de una sociedad que, al mismo tiempo, rinde culto a la infancia y no tiene la menor duda sobre sus principios morales abstractos. Y que, digamos la verdad, se conmueve sinceramente ante la imagen en la playa del niño Aylan». Así define el filósofo y escritor Santiago Alba Rico, vía correo electrónico, la moral colectiva con la que las sociedades occidentales asumen la existencia de millones de personas refugiadas y de políticas encaminadas a dificultarles la vida. Para él, «la conciliación de estos dos extremos, la cobardía y el interés, con la emoción sincera y la propia moral» implica «cierta margen de locura». Y, añade, «son esas patologías las que, a lo largo de la historia, justificaron los fascismos». En 2015, expone Save the Children, 36 millones de migrantes en el planeta eran menores de 20 años, el 15% de toda la migración transfronteriza. De ellos, 25 millones tenían menos de 15 años y 16 millones, menos de 11. Entre el año 2000 y 2015, los migrantes menores de 4 años aumentaron un 41%. Solo de septiembre a diciembre de 2015, el 34% de los muertos en el Mediterráneo oriental fueron niños.

Aquellos que sobreviven y pisan suelo europeo se enfrentan a la realidad más allá de hipocresías y legislaciones. Si bien las normas nacionales e internacionales prescriben que, por caso, los menores no acompañados deben ser escuchados y su opinión debe tenerse en cuenta, se incumplen sistemáticamente. La Convención de Ginebra sobre el Estatuto del Refugiado, firmada por todos los Estados de la Unión Europea, incluye el derecho al trabajo, a la seguridad social, al reconocimiento de las calificaciones, a la salud y a la enseñanza. Pocos papeles más mojados que este. Ni siquiera la constatación, defendida por todas las asociaciones y entidades que funcionan en la materia, de que los menores migrantes siempre tienen «un proyecto claro, trabajar, estudiar o reunirse con familiares», hace que la burocracia estatal asuma sus propios compromisos y cometidos.

Un niño llora a su llegada a la costa de Lesbos.
Un niño llora a su llegada a la costa de Lesbos. — GABRIEL TIZÓN

Save the Children advierte en Infancias invisibles de la «complejidad» de los flujos migratorios. Según esta organización no gubernamental, es continuamente más difícil deslindar entre refugiados, migrantes y víctimas de trata. El periodista de la Cadena Ser Niko Castellano concuerda. Canario, informa sobre migraciones desde que, en 1999, cubrió el primer naufragio de una patera de marroquíes en el archipiélago. «Más allá de si son refugiados o migrantes económicos», dice, «son personas que se ven forzadas a dejar su hogar para buscar una vida mejor». Cuando se trata de menores, «el sufrimiento es mayor. Y es una de las grandes cuestiones olvidadas». En su libro Me llamo Adou (Planeta, 2017), Castellano relata la historia del niño que, hace dos años, entró en Ceuta procedente de Costa de Marfil dentro de una maleta. «Es absolutamente cierto que todo lo relacionado con migrantes se mueve a fuerza de picos dramáticos», considera, «los medios de comunicación y la sociedad tenemos que hacernos mirar eso. Y mudarlo. La sociedad debe cambiar».

Payasos en Rebeldía
Integrantes del colectivo artístico internacional Payasos en Rebeldía actuando en Idomeni en marzo de 2016. — CARLOS CAZURRO

14.600 personas solicitaron refugio en el Estado español durante 2015. El 1,1% de los que lo hicieron en el conjunto de la Unión Europea, 3.754 eran niños. Como firmante de la Convención de Ginebra, el deber de España es velar por ellas. Pero las instituciones comunitarias ya le abrieron tres expedientes a causa de su sistema de asilo. El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla, por el que en 2015 pasaron 9.000 refugiados, de ellos 3.000 menores, a la espera de asilo, sirve como síntoma de una situación grave y que se deteriora a cada paso. «El CETI carece de políticas encaminadas a crear mecanismos que permitan la prevención, detección e intervención frente a cualquier violencia contra la infancia», señala el citado informe de Save The Children. Los Centros de Atención al Refugiado contaban con entre 900 y 1.000 plazas. «Las administraciones no están cumpliendo ni siquiera los propios acuerdos conseguidos contra la decencia humana y el derecho humanitario», indica Alba Rico, «el sistema de cuotas, ¡con seres humanos! es en sí mismo una bofetada contra la declaración de los derechos humanos».

Niko Castellano coincide y califica la reacción europea a las migraciones de los últimos años como «la peor crisis humanista de la historia». «El modelo de derechos humanos es el peor en décadas en Europa», se extiende, «no se respetan las leyes y la mortalidad en las fronteras es la más elevada en décadas». 1.046.000 personas refugiadas arribaron al continente en 2015. Una de cada tres, menor de edad. 1.011.712 lo hicieron a través del Mediterráneo, donde murieron 3.770. En Europa viven 508 millones de personas. Por contraste –el ejemplo es de Save the Children–, Líbano, un pequeño país con apenas cuatro millones de habitantes y una renta per cápita mucho más baja que media europea, acoge 1.160.000 refugiadas y refugiados sirios. A mayores, en enero del pasado año, la Europol dio la alarma: unos 10.000 niños y niñas refugiados se encuentran en paradero desconocido.

El presunto oasis de la UE respira a fuerza de subcontratar la violencia estructural contra los migrantes. Santiago Alba Rico, que en 2008 prologó el aterrador relato periodístico de Gabriele del Grande sobre los itinerarios de los africanos para llegar a Occidente, Mamadú va a morir, lo explica con clareza: «La UE y cada uno de los Estados miembros llevan dos décadas firmando acuerdos con dictaduras para que hagan el trabajo sucio, no importan los medios, de impedir a inmigrantes y refugiados llegar a Europa». El más reciente, y mortal, se pactó con Turquía. Save the Children centra una de las exigencias con las que finaliza Infancias invisibles en su inmediata abrogación y lo califican de «ilegal, inmoral e inhumano». A tal propósito, remitió 50.000 firmas ciudadanas al Congreso de los Diputados. «Nos cuentan todo esto como si fuese un accidente», explica un indignado Castellano, «pero es fruto de políticas, de decisiones políticas concretas».

En la primera semana de mayo, Iván Prado y su asociación Payasos en Rebeldía, con sede en Compostela, visitaron El Pireo, el puerto de Atenas. Alrededor de unas dos mil personas, que escapan mayormente de las guerras que las contradicciones del imperialismo desataron en Oriente Medio, residen en un campo de refugiados, en casas okupadas o en el barrio de Exarhia, donde anarquistas e izquierda radical proporcionan la solidaridad que niegan el Estado griego y Europa. «Algunos refugiados llevan allí casi dos años. Ya no hay sensación de provisionalidad. Están instalados en edificios, no en tiendas. Es un asunto urbano. Pero notas cansancio, apatía, desidia, una tristeza absoluta», dice Prado, que, a la vez que otros nueve activistas, escenificó en el Pireo Flores contra el olvido. «Desde luego, en los niños hay más esperanza, alguna perspectiva. En los mayores no». Antes de Atenas, donde regresarán más veces, Payasos en Rebeldía estuvo en los campos de Calais, en Francia, y en Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia, ahora desmantelados después de los acuerdos de la UE con Turquía.

Una mujer observa con sus hijos el campamento de Moria.
Una mujer observa con sus hijos el campamento de Moria. — GABRIEL TIZÓN

«Los niños en Idomeni estaban en shock emocional. Venían de vivir una odisea terrible. Pero era temporal. Su reacción a nuestro espectáculo era extraordinaria», relata, y recuerda cómo los niños, también en el Pireo, lo agradecían con lo que tenían a mano: una guitarra construida con tarjetas, comida, unas zapatillas deportivas. Todo sucedía en el mar de lama en que, sobre enero de 2016, se convirtiera Idomeni. Entre las 5.000 personas del campo residían unos 500 niños. «Aunque no había cifras reales. Algunos se perdían mismo dentro del propio campamento. Por eso nuestros espectáculos no podían implicar grandes desplazamientos, para que los niños y niñas no se extraviaran». Solo el primer día Payasos en Rebeldía, que en Idomeni formaban cuatro activistas, ofreció un pasacalle «pero sin grandes distancias». Después, la agrupación se dedicó a intervenciones más reducidas y localizadas, en tiendas, en la célebre gasolinera Eko –en la que se refugiaban mil personas– o en la parada de tren. Idomeni se asentaba sobre el camino de hierro que unía Grecia y Macedonia.

«No se sabía cuántos niños y niñas había. Muchos menores estaban indocumentados. Y los que viven en campos no oficiales, como los de Atenas, no están inscritos», explica. Además, de registrarse, pasarían al sistema estatal y serían enviados a otros lugares. Turquía como destino más frecuente. Contra esa existencia dañada, Payasos en Rebeldía busca, en palabras de Iván Prado, «llevar un mensaje de fraternidad. Que sepan que no están solos, un mensaje de amor». «Queremos intentar que vivan la ilusión y la esperanza de un payaso y de un circo, mitigar su dolor psicológico», añade, «que durante un trozo sean niños y niñas como otros, que sientan que forman parte de un entramado que se llama humanidad».

El «pico dramático» de 2015, cuando las personas que intentaban llegar a la Europa comunitaria ocuparon cubiertas de periódico y parrillas televisivas, desembocó en que Galicia acoge, a día de hoy, 88 refugiadas y refugiados. Ese es el único dato seguro que maneja Miguel Fernández, del Foro Gallego de Emigración y de la Red Gallega de Apoyo a las Personas Refugiadas. Las dos ONGS que tienen autorización del Gobierno central, derivada de los acuerdos comunitarios, para atender a las personas refugiadas son la Cruz Roja y la Asociación Comisión Católica Española de Migraciones (ACCEM). Pero les cuesta ofrecer datos concretos. La coordinadora de esta última, Carmen Vázquez, se refiere a que por su organización pasaron, desde octubre de 2015, unas 150 personas. Se revuelve contra lo que entiende como «imagen estereotipada» de los refugiados y explica que entre ellos hay gente de muchas nacionalidades. «Hay guerras en muchos sitios, no solo en Siria», dice, y asegura que en los últimos meses se multiplicaron las solicitudes de venezolanos.

El Gobierno español, igual que los demás gobiernos de la UE, apenas reaccionó a fuerza de titulares a la onda de personas que huía de las guerras en Oriente Medio. «La guerra en Siria hizo imposible ocultar el papel de la UE y puso en evidencia esa disonancia cognitiva que ya no permite separar nuestros discursos de nuestros actos», afirma Santiago Alba Rico, «la UE violó las leyes de la tierra, desmintiendo su proyecto fundacional, y las del mar, que exigen socorrer a los náufragos. Es ignominiosa». Los tímidos programas de acogimiento, activados con –por ser benévolos– absoluta desgana burocrática, no son suficientes. Para Niko Castellano, hace falta invertir el sentido común dominante en las cúpulas políticas. «En vez de emplear tantos recursos humanos y económicos en impedir que la gente cruce las fronteras europeas, deberíamos emplearlos en ofrecer asilo y ayuda a los migrantes», declara, «y mudar el relato. Primero en la sociedad civil y en los medios de comunicación y, desde ahí, presionar y cambiar a los gobernantes. Los migrantes y los refugiados no son un problema. Las migraciones no son un problema». El periodista francés Oivier Cyran alertaba, en un artículo publicado en la edición portuguesa de Le Monde Diplomatique, de que el principal peligro para el derecho de asilo es «la derechización de la clase política». Alba Rico comparte la tesis: «Por las hendiduras abiertas en la línea de flotación de la UE se cuela el fascismo. Eso también es responsabilidad de nuestros gobiernos».

Porque con aplicar estrictamente la legislación vigente, la situación de las personas forzadas a abandonar sus países mejoraría sustancialmente, coinciden activistas y observadores. «Que el Estado y el ayuntamiento cumplieran la ley sería fundamental», lamenta María Antúnez, de la asociación Harraga de Melilla. La ley significa los convenios internacionales referentes a personas refugiadas y migrantes que el Estado español refrenda. O que menores no acompañados hagan los 18 años y, a pesar de estar tutelados, no se les facilite documentación. Lo que implica, por caso, no poder ir solos al médico. «Efectivamente, solo con cumplir las leyes internacionales sería suficiente», ratifica Castellano. A mayores, los Estados europeos deben comprometerse con la creación de «pasajes seguros» para migrantes. «Si existen las mafias es porque las leyes las propician», no duda. Mas la única salida, lenta, contradictoria, se encuentra en la raíz.

«Hacer políticas que acaben con los conflictos que producen personas refugiadas implica luchar contra la desigualdad», expone, «no puede haber un mundo partido en dos, en que diez millonarios tengan tanto como la mitad de habitantes del planeta». La pregunta de fondo es si la economía política del capitalismo global resulta compatible con un planeta más igualitario. Geopolítica del desastre, como lo denomina Alba Rico –quien también avisa contra la islamofobia en el interior de Europa–, consecuencia de la Nueva Guerra de los Treinta Años que explica el sociólogo John Bellamy Foster en el ensayo El nuevo imperialismo, en este paisaje inestable y terrible las personas se mueven, al fin y al cabo, porque buscan únicamente vivir mejor.

Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público

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