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El príncipe heredero de Arabia Saudí intenta limpiar su imagen a golpe de talonario

Salpicado por varios casos de violación de los derechos humanos, Mohamed Bin Salman, principal impulsor del ambicioso plan de inversiones del país árabe en Occidente, utiliza esa lluvia de millones para 'vender' moderación y modernidad.

El príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, en una imagen de archivo del 9 de diciembre de 2022.
El príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, en una imagen de archivo del 9 de diciembre de 2022. AFP PHOTO / HO / SPA

El desembarco en Telefónica de Saudi Telecom Group (STC Group), el operador líder de telecomunicaciones en Oriente Medio que controla el fondo soberano de Arabia Saudí, ha vuelto a poner en el foco al país árabe y a su príncipe heredero, Mohamed Bin Salman. STC Group es a efectos prácticos, una empresa controlada por el Estado saudí, una monarquía autoritaria –una autocracia más bien– en la que nada se mueve sin que la familia real y especialmente su príncipe heredero den su visto bueno. En ese país, los vínculos entre el poder político y el económico son más que estrechos. De hecho, la familia real, los Saúd, tiene tanto dinero que casi podría decirse que es de facto la principal empresa del país.

Los 2.100 millones de euros que STC Group ha decidido invertir en Telefónica forman parte de una amplia estrategia impulsada por el propio Bin Salman a partir de 2016 para reducir la dependencia de Arabia Saudí del petróleo, el principal recurso del país.

Bajo el nombre de Visión 2030, en el último lustro Arabia Saudí se ha lanzado a invertir en países occidentales en un intento de diversificar su economía. Para ello cuenta con los ingentes ingresos del petróleo, miles de millones de euros canalizados a través del fondo soberano del país, el Fondo de Inversiones Pública (FIP por sus siglas en inglés), que actualmente cuenta con unos activos de alrededor de 600.000 millones de euros. Pero para Bin Salman eso no es suficiente: él quiere que su fondo soberano sobrepase los dos billones de euros antes de que termine la década—el doble que el de Noruega, el mayor del mercado—. "En veinte años, la economía dejará de ser dependiente del crudo", ha sido la frase predilecta que ha usado el príncipe en la multiplicidad de foros inversores que ha convocado en los últimos años para dar a conocer el proyecto. Para ello necesita invertir en otros sectores y las telecomunicaciones son uno muy goloso.

Con su ambicioso plan, el príncipe pretende poner el epitafio a la casi total monopolización de ingresos por hidrocarburos de Arabia Saudí, diversificar su economía, impulsar grandes proyectos de infraestructuras, educativos y turísticos y adentrar al país en la era de la digitalización y la modernidad. Con esta lluvia de dinero, Bin Salman planea dejar atrás la imagen de un país regido por los preceptos más estrictos y ultraconservadores del islam, abogando así por una imagen más tolerante.

Sin embargo, la imagen del príncipe heredero –que es quien realmente lleva las riendas del país, dado que su padre el rey tiene ya 86 años y está enfermo de Alzheimer– ha quedado muy tocada en los últimos años sobre todo a raíz del asesinato por parte de los servicios secretos saudíes del periodista Jamal Khashoggi en Estambul. Un caso que traspasó fronteras y que es paradigmático de la forma de actuar de un monarca que nunca siempre se ha empleado con contundencia contra todo aquel que pudiera considerar un enemigo.

El 2 de octubre de 2018, Khashoggi entró en el consulado de Arabia Saudí en Estambul (Turquía,) para obtener documentos que necesitaba para su próximo matrimonio. Sin embargo, nunca salió del edificio. Las investigaciones posteriores revelaron que Khashoggi fue asesinado y desmembrado dentro del consulado por un equipo de 15 agentes saudíes. Según un informe de la CIA, Bin Salman aprobó en persona el asesinato de este periodista crítico con el régimen saudí. Aunque hubo una denuncia contra él en Estados Unidos, un juez desestimó la demanda. Es más, los agentes cometieron el asesinato fueron indultados por la monarquía saudí.

Con sus multimillonarias inversiones en varios países y en grandes empresas de todo el mundo, –Uber (transporte), EA (videojuegos) o Lucid Motors (coches eléctricos) por ejemplo–, Bin Salman trata, además, de limpiar su imagen y ofrecerse al mundo como un gobernante moderado. Pero no lo ha logrado: el caso de Khashoggi no es una excepción, sino más bien la norma. El régimen saudí se ha visto salpicado por varios casos de violación de los derechos humanos en los últimos años y no hay dinero que pueda comprar el olvido.

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