Con la perspectiva transcurrida desde la firma de los acuerdos de Oslo por israelíes y palestinos hace hoy justamente veinte años, el panorama que tiene delante Oriente Próximo difícilmente podría ser más desolador. Irak, Siria y Egipto se debaten por su propio futuro sacudidos por luchas intestinas alentadas desde el exterior que no pronostican nada bueno incluso a largo plazo.
Israel se ha consolidado como la única potencia regional, con una fuerza desmesurada que alimenta sin descanso Estados Unidos, y ha puesto la marcha directa hacia Irán, que es su verdadero objetivo. La cuestión palestina, es decir la boyante ocupación de Cisjordania, no figura entre sus prioridades.
La imagen de Yaser Arafat estrechando la mano de Yizhak Rabin en la Casa Blanca dio la vuelta al mundo. Hoy los dos están muertos y enterrados, Rabin asesinado por un extremista judío, y Arafat muerto en circunstancias poco claras. Aquel apretón de manos despertó muchas ilusiones que hoy se han desvanecido debido a la pasividad de Estados Unidos y la comunidad occidental.
"La OLP dio tres pasos capitales para facilitar los acuerdos de Oslo: aceptó las resoluciones de la ONU, reconoció a Israel y renunció al terrorismo ya a partir de finales de los ochenta", recuerda Nabil Shaaz, un histórico dirigente de la OLP que ha participado en numerosas negociaciones con Israel.
"Las circunstancias que se dieron entonces eran muy favorables. Para empezar, por un lado estaba el colapso de la URSS y por otro la guerra del Golfo contra Irak. Es cierto que los palestinos perdimos dos importantes aliados, pero no menos cierto es que Israel perdió dos importantes enemigos".
Esto fue en la escena exterior. En la interior, la intifada que se había iniciado de manera espontánea en 1987 fue un factor decisivo que contribuyó a persuadir a Israel de que algo tenía que hacer. Las ciudades y las aldeas de Cisjordania y Gaza estaban en pie de guerra y las imágenes que circulaban por todo el mundo no podían ser más negativas para el estado judío.
Además, el presidente George Bush padre y su secretario de Estado James Baker jugaron muy bien una baza que surgió del colapso soviético: la emigración de más de un millón de judíos a Israel, para lo que fue necesaria una ayuda de 10.000 millones de dólares que Bush y Baker condicionaron a la participación de Israel en las conversaciones con los palestinos.
"No era un secreto que (el primer ministro) Yitzhak Shamir no quería ceder ni un ápice. Dijo: ‘Negociaré durante diez años sin llegar a ningún lado e inundaré los territorios (ocupados) de colonos'", recuerda Nabil Shaaz.
Ese interés inicial de Estados Unidos coincidió con una fuerte presión exterior e interior que forzó a Israel a sentarse en la mesa. Desgraciadamente, en las dos décadas últimas la administración de Washington ha adoptado una actitud de consentimiento que ha conducido al punto donde nos encontramos, con casi 600.000 colonos en toda Cisjordania. Con otras palabras, sin presión no hay progreso, pero sí retroceso.
"El clima general positivo desapareció con Rabin, y desde entonces las violaciones de los acuerdos de Oslo han sido continuas ante el silencio de la comunidad internacional. Israel no cree que Cisjordania está ocupada, cree que Jerusalén es la capital eterna de Israel y no cree en las fronteras de 1967. Si el gobierno de Binyamin Netanyahu se mantiene, no habrá ninguna posibilidad de lograr la paz", dice Shaaz.
En los acuerdos de Oslo se preveía que ninguna de las dos partes llevaría a cabo cambios sobre el terreno que prejuzgaran la situación, pero Israel siguió construyendo y construyendo sin descanso de la misma manera que lo sigue haciendo hoy, algo que imposibilita en la práctica la creación de un estado palestino.
"La carta de garantías que nos dio Baker decía que Estados Unidos no permitiría la violación de los acuerdos, pero en cuanto se cambió la administración la carta se convirtió en papel mojado", dice Shaaz. "Yo mismo me encargué de negociar la cuestión de los refugiados. Se acordó que una parte de los de 1967 volverían a sus casas durante el periodo interino, pero el acuerdo nunca se aplicó".
"Cuando Yigal Amir mató a Rabin (en Tel Aviv en noviembre de 1995), Arafat me dijo: ‘Nabil, el proceso de paz se ha acabado'". Y así fue, efectivamente. En los pocos meses de transición que gobernó Shimon Peres ya comenzó a desmoronarse todo. Enseguida llegó Netanyahu, en el verano de 1996, y la ruptura con Oslo se fue haciendo más y más evidente hasta que todo se precipitó.
Para Nabil Shaaz, la principal lección de Oslo es la siguiente: "No tiene que haber una negociación bilateral (que es lo que se está haciendo ahora por enésima vez), sino una implicación decidida de la comunidad internacional, así como la creación de un mecanismo de arbitraje en el caso de que las partes no nos pongamos de acuerdo"
Sin duda esas condiciones allanarían el camino de la paz, pero es evidente que Israel nunca aceptaría la 'intromisión' internacional ni un arbitraje independiente, por lo que es fácil pronosticar un nuevo fracaso. "Además", añade Shaaz, "no deberíamos dejar nada para el futuro, es decir llegar a acuerdos interinos, que ya se han revelado inútiles".
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