Público
Público

Luzes Las esperanzas quebradas de la emigración a Europa

Son miles los infantes que, empujados por sus familias, viajan hacia Europa en busca de la supuesta libertad. "Mis padres me dijeron: viaja tú, camina para salvarte, aquí no hay futuro, solo muerte, y no hay dinero para poder acompañarte".

Varios refugiados pasan delante de una terraza en la isla griega de Lesbos.
Varios refugiados pasan delante de una terraza en la isla griega de Lesbos. Gabriel Tizón.

LUZES-PÚBLICO | Gabriel Tizón

Hace un tiempo, un niño afgano de 14 años que viajaba solo y que sobrevivía en los almacenes abandonados de la estación de Belgrado, me preguntó:
—Gabriel, ¿me haces una foto?
—Sí claro, pero, ¿para qué quieres que te haga una fotografía?
—Para existir, para que me vean.

Tras dos años conviviendo, caminando, durmiendo, hablando... con cientos de personas refugiadas y migrantes a lo largo de nueve países, si hay algo que destaque por encima de todo, si hay unos inocentes dentro de los inocentes, esos son los niños y las niñas. Son millares y millares los pequeños obligados a ser adultos, empujados por sus familias a caminar cara Europa, hacia la supuesta libertad, hacia la tierra de los valores y la seguridad. Partieron obligados por los padres porque no tenían dinero para costear y acompañar a sus hijos en el duro viaje que en ocasiones alcanza los 20.000 euros, dependiendo del país de origen, con el único objetivo de darles la posibilidad de salvar la vida. Son muchas las veces en las que los he escuchado decir: "Mis padres me dijeron: viaja tú, camina para salvarte, aquí no hay futuro, solo muerte, y no hay dinero para poder acompañarte".

Puedes seguir leyendo este artículo en gallego aquí

En agosto de 2015, como de un día para otro, empezaron a aparecer millares de personas caminando en la llamada "ruta de los Balcanes". Llevaban años haciéndolo, huyendo de los conflictos, pero esta vez era imposible ocultarlas. Apareció el miedo en la sociedad, alimentada por muchos medios europeos que los tachaban de "invasores". Y sí, al llegar junto a estas personas, había mucho miedo, pero era como motor, huyendo de la masacre. Comenzaban a conocer Europa y su realidad, esa que llama crisis a la falta de sus propios valores, donde el olvido es un arma que provoca suicidios, retornos a la tierra del infierno por desesperación, publicidad para que otros no vengan, etc...

Una balsa con refugiados llegando a la costa de Lesbos.
Una balsa con refugiados llegando a la costa de Lesbos. Gabriel Tizón

Entre tantas personas, y toda vez que cada una tiene historias que darían para un libro, conoces las infinitas causas para migrar, como la de un hombre de 80 años que acababa de bajar de una balsa en una isla griega que casi no podía caminar por un cáncer que le habían detectado en estado muy avanzado hace unos meses en Siria. Al preguntarle si le valía la pena este esfuerzo contestó: "Yo camino por dignidad, por respecto a mí mismo, no quiero morir bajo una bomba, quiero morir en un sitio tranquilo, en paz". O la historia de una niña de nueve años caminando sola por Croacia que venía desde Siria con una sonrisa en la boca, eso sí, algo que a veces impresiona mucho más que las lágrimas. Lo extraordinario convertido en cotidiano.

Antes del cierre de las fronteras, la llegada a Europa era muy visual, millares de personas llegaban diariamente en balsas de plástico con chalecos de mentira en medio de gritos de pánico, ya que muchas de ellas nunca habían visto el mar y las mafias, a los cien metros de salir de la costa turca, los abandonaban en el mar tirándose al agua, para que se dirigieran hacia la costa griega sin conocimiento ninguno de navegación.

Un hombre, enfermo de cáncer, recién llegado a Lesbos.
Un hombre, enfermo de cáncer, recién llegado a Lesbos. Gabriel Tizón

Las consecuencias fueron y siguen siendo terribles. Millares de personas murieron y siguen muriendo, y lo curioso es que no hay un juicio a día de hoy, como si los culpables fuesen ellas, las víctimas. A partir de ahí, empiezas a ver a lo largo de toda la ruta lo mejor y lo peor del ser humano y me refiero a nosotros, los europeos. Lo peor eran esas mafias que con una frialdad inhumana les cobran hasta 1.500 euros por persona, niños incluidos, por un viaje lleno de muerte en estas balsas de plástico que no llegan a los 600 euros de valor, motor incluido. A veces, una sola balsa le reportaba hasta 70.000 euros a la mafia organizadora, un negocio multimillonario realizado delante de las autoridades y que nadie evitaba por algo evidente: se repartía el dinero. O las muchísimas mafias que usan el engaño a lo largo de todos estos países para separar a los más pequeños de los adultos y destinarlos al negocio de la esclavitud laboral o sexual.

O los taxistas que corrían cara las fronteras para timarlos de manera escandalosa, carreras de 40 euros que costaban 200 y que, en muchas ocasiones, ni siquiera completaban alegando una avería del coche, abandonando a las familias a medio camino para volver rápidamente a la frontera y repetir el timo. O las personas que los veían caminar por delante de sus casas y aprovechaban su desesperación y agotamiento para venderles botellas de 33 cl. de agua a precios de hasta cinco euros por botellas que cuestan 20 céntimos. O las personas que se instalaban en los campos para vender hot-dogs de pésima calidad de hasta 10 euros. O los vecinos que aprovechaban para robarles las pocas pertenencias con las que caminaban, sabiendo que no hay apenas fuerza ni derechos para reclamar. O las autoridades que en las diferentes fronteras permiten que las mafias engañen y secuestren niños y mujeres delante de ellos, a dos metros, a veces a cambio de 20 o 30 euros. O las empresas que aprovechan esta tragedia para enriquecerse con eslóganes falsos de ayuda o transporte, por no hablar de las muchas asociaciones que con la publicidad del selfi se enriquecieron de forma increíble vendiendo ayuda.

Una madre con su hijo en los brazos tras alcanzar la costa griega.
Una madre con su hijo en los brazos tras alcanzar la costa griega. Gabriel Tizón

Lo mejor eran las muchas personas que acudían cada día a la orilla del mar para ayudar de manera anónima a estas personas que llegan al límite de sus fuerzas. Muchos llevaban mantas, agua, alimento, calor humano. Los pescadores que cada día volvían de sus faenas en el mar remolcando balsas llenas de personas con una cuerda que no siempre aguantaba, sin ningún tipo de autobombo. Y personalizando un poco, la historia de una mujer muy mayor que cada día acudía a la zona a cambiar la ropa mojada de las personas que llegaban en peor estado, o un hombre de casi 80 años que cada día llevaba té caliente para ofrecer un poco de calor y energía... Así era el día a día antes de que cerrasen las fronteras. Una vez que las cerraron los negocios de la miseria se reinventaron, la imaginación de las mafias no dejó de trabajar, tampoco apareció quien tenía que detenerlos y las consecuencias aún están siendo peores.

Los principales nuevos negocios se basan en la desesperación de la gente, provocada por las nuevas políticas europeas. Desde el momento del cierre, millares de familias quedaron atrapadas y separadas. La necesidad de juntarse hizo que los pasaportes falsos llegasen a tener un valor de hasta 3.500 4.000 euros y, como una especie de representantes del mal, se puede ver diariamente a personas caminar por los campos de refugiados ofreciendo estos pasaportes que simbolizan la libertad y la reagrupación familiar. Algo que muy pocas veces se cumple, teniendo que volver a pagar para aquellas personas que lo intentan de nuevo, quien puede.

Una niña mira a través del cristal de un autobús camino al campamento de Moria.
Una niña mira a través del cristal de un autobús camino al campamento de Moria. Gabriel Tizón

Después, y siempre, están los niños y las niñas, su inocencia. Como es de imaginar ahora son más vulnerables que nunca, como está pasando en estos momentos en Belgrado, donde más de 700 menores que viajan solos, viven en almacenes abandonados en medio de esta gran ciudad, con una pasmosa falta de empatía por parte del vecindario. Las mafias les ofrecen la promesa de caminar hacia frontera de Hungría. Allí los espera la policía con perros, con megáfonos que usan por las noches para reproducir música de terror en medio de los bosques, mismo para ecualizar los ladridos de los perros. Sonidos mucho más duros que imágenes. Una vez que los localizan, les roban, les pegan y vuelta para atrás, hasta que consiguen dinero para volver a intentarlo. Esta desesperación tiene un precio de 600 euros por un recorrido de 3 horas que casi ningún niño consigue, por no hablar de los que desaparecen. Pero como muchas veces los he escuchado: "Lo volveremos a intentar, porque atrás no quedó nada".

Después están los datos "oficiales", esos que hablan de 10.000 niños y niñas desaparecidas en terreno europeo. Viendo lo visto en tantos lugares es difícil de creer porque son muchos más, sin duda. Solo hay que tener en cuenta que la mitad de las personas que llegan a Europa huyendo de la muerte son niños y niñas. Estos datos no se sabe muy bien de dónde salen, como los datos de los muertos, porque se trata a las personas como números, y que se sepa, las mafias no declaran ni tributan los secuestros. Una vez más, se comprueba que el negocio de la miseria es muy rentable, desde la tragedia de origen hasta la tortura del olvido, los organizadores, los que mandan, hay que reconocerles que hacen un excelente trabajo al respecto. Cuando me preguntan cuál fue la imagen que más me impresionó, me resulta imposible destacar una. Pero sí tengo en la memoria la de los 120 parlamentarios alemanes disfrazados de "personas refugiadas" navegando por un río de Berlín en una barcaza traída desde Lampedusa, en un acto organizado por una ONG. Para mí, el resumen de todo.

Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público

¿Te ha resultado interesante esta noticia?