Este artículo se publicó hace 2 años.
¿Por qué quieren morir?
El suicidio y las lesiones autoinfligidas ya son la segunda causa de muerte entre los jóvenes gallegos. Los expertos defienden la necesidad de reforzar los medios y prestar más atención a la psicoterapia para frenar el consumo de psicofármacos.
A Coruña-Actualizado a
Las normas básicas de redacción periodística dictan que no se debe titular un reportaje con una pregunta, ya que lo que se espera del reportero, precisamente, es que sea él quien pregunte para luego ofrecerles respuestas a sus lectores. Y no al revés. Pero sucede que las únicas fuentes que podrían responder con certeza la pregunta más importante de este reportaje están muertas.
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Hablar y escribir del suicidio es así de dramático, duro y desagradable. Mucho más que hablar de la muerte o de las muertes en general, o de una muerte en concreto, porque solemos entender que cualquier muerte por suicidio podría evitarse. Que el suicidio representa, como recientemente describió un experto, "una solución eterna a un problema temporal". ¿Sucede realmente así? Más preguntas que probablemente no encuentren respuesta en estas líneas, que sólo pretenden ofrecer una aproximación a un problema que se ha convertido en una verdadera preocupación social en Galicia.
Según el Instituto Nacional de Estadística, el suicidio y las lesiones autoinfligidas son ya la segunda causa de muerte entre los jóvenes gallegos de 15 a 29 años, sólo por debajo de los accidentes de tráfico y de otros medios de transporte. Galicia también es la segunda comunidad de España con mayor tasa global de suicidios en todas las edades, con Lugo encabezando el listado estatal de provincias con peor incidencia. Disculpen de nuevo las preguntas sin respuesta, pero resultan inevitables: ¿Los gallegos tienen una predisposición especial al suicidio? ¿Les afecta el clima, la orografía, un sentimiento trágico de la existencia que se manifiesta la edades tempranas?
"El suicidio tiene que ver con el sentido de la vida. Y la vida no sólo es biológica, también es biográfica. La biografía es lo que le da sentido a la vida", sostiene Federico Menéndez Osorio, doctor en Psiquiatría, expsiquiatra de la Unidad de Salud Mental Infantil del hospital Materno-Infantil Teresa Herrera de A Coruña y miembro del patronato de la Fundación Paidea. "Cada suicida tiene una causa, singular, personal. Las causas son multifactoriales y pluridimensionale, y hay tantas como suicidios: culturales, ideológicas, sociales, económicas...".
En la segunda mitad de los años ochenta, el Materno-Infantil de A Coruña puso en marcha la unidad de Psiquiatría Infantil, en una época en la que, según Menéndez, se entendía que un niño no podía tener problemas psiquiátricos. "Se daba por hecho que si tenía un trastorno de conducta era debido a problemas sociales, relacionales o neurológicos. Y no es así. El niño goza y disfruta, pero su vida no es de color de rosa. También padece y sufre, se pregunta sobre el amor, el sexo y la muerte. No filosofa sobre eso, pero lo vive".
En los años setenta, el psiquiatra madrileño Carlos Cobo Medina compiló las muertes por suicidio en España desde 1906, y concluyó que el número de fallecimientos por esa causa entre menores de veinte años en todo el Estado español oscilaba entre quinientos y mil al año, todos los años, durante decenios. "Y eso que se calcula que hay cerca de un 50% de muertes que se atribuyen la otras causas, como accidentes, y que las tentativas de las que no se informa multiplican esas cifras", añade Menéndez.
A finales de los ochenta y principios de los noventa, su unidad realizó un estudio sobre la incidencia del suicidio en menores de siete la quince años y documentó cuarenta casos en tres años solo en la comarca de A Coruña, el área de influencia del departamento. El grupo de edad más afectado era entre los doce y los trece años. "Y eso que quedaron fuera muchos intentos que entonces pasaban desapercibidos", recuerda.
Desde los ochenta y los noventa tanto la psiquiatría como la farmacopea y los modelos de gestión de la salud pública han evolucionado, y hoy parece un lugar común que la psicoterapia debe ser parte fundamental del tratamiento de los problemas de salud mental. Pero en algunos casos, como en Galicia, el sistema sanitario involucionó por los severos recortes de presupuesto, recursos humanos y medios técnicos impuestos por la visión neoliberal de la falsa austeridad como receta contra la crisis.
En el caso de los problemas psiquiátricos de la infanto-adolescencia, el resultado, según Federico Menéndez, dibuja un panorama complicado. "De cuando el niño no tenía derecho a que le tomaran en cuenta por su sufrimiento psíquico, pasamos a un momento de gran sensibilidad en el que todo el mundo ve al rey desnudo", se lamenta. "La salud mental estaba desnuda, y empezamos a patologizar cualquier conducta o trastorno infantil. Se evalúan síntomas, se diagnostica y se medica, en un proceso simplista caza-síntomas que no permite al niño expresar su sufrimiento y que camufla otras causas económicas, sociales, culturales... No se mira al niño, sólo sus síntomas".
Los recortes profundizaron en ese proceso, según describe Delia Guitián, especialista en Psicología Clínica en el Hospital Universitario Lucus Augusti (HULA) de Lugo. "La mayoría de los pacientes que manifiestan una tendencia suicida son atendidos por un médico de atención primaria, que apenas dispone de diez minutos por cada paciente y que, delante de una queja emocional, apenas tiene tiempo para nada más que para medicarlo y citarlo para dentro de unas semanas. Si el problema persiste lo deriva la un especialista que puede tardar seis meses en atenderlo. Para entonces, el problema puede haberse cronificarse", resume.
Guitián advierte de que en la adolescencia, "cuando se está formando el adulto", cualquier problema emocional no resuelto "puede hipotecar el futuro de una persona". "Si queremos reducir la afección de los problemas de ansiedad y depresión en adultos, debemos intervenir en la adolescencia. El cuidado emocional de los chicos es una tarea pendiente, que se agrava además por el nivel de competitividad a lo que los sometemos. Les exigimos un nivel de perfeccionismo tremendo", advierte.
La psicóloga del HULA coincide con Menéndez en que el suicidio es "un problema silenciado", que además cuenta con esa enorme zona gris de las tentativas no declaradas y los suicidios camuflados como accidentes, lo que minimiza la envergadura real del problema. "Los forenses saben mucho de eso", subraya.
También defiende la relevancia de la psicoterapia, y alerta de la necesidad de más recursos: "Somos un psicólogo clínico por cada diez o doce psiquiatras, y eso también contribuye a la sobremedicalización".
Antidepresivos, ansiolíticos, hipnóticos y sedantes, antipsicóticos, psicoestimulantes... Según un estudio del Ministerio de Sanidad publicado en diciembre del 2020, el consumo de psicofármacos ha aumentado en España en la práctica totalidad de las categorías relacionadas con la salud, el bienestar y el equilibrio psicológicos.
Según algunas fuentes, los gallegos incrementaron el consumo un 50% en el último lustro. Más de 230.000 personas, casi un 10% de la población del país, toma antidepresivos, y unas 400.000, más del 15%, recurren a pastillas para poder descansar por las noches. Galicia es la comunidad donde más antidepresivos se expiden. Este redactor no encontró datos fiables sobre el consumo de psicofármacos entre la población infantil y juvenil gallega, pero ante la falta de respuesta a esta otra pregunta, no se arriesgará mucho quien aventure que lo más probable es que también creciera, especialmente durante y después del confinamiento.
La excesiva medicalización no acompañada de los tiempos adecuados de psicoterapia por la precaria situación del sistema la confirma también Natalia (nombre supuesto), una enfermera de un centro de salud de un pequeño municipio de Galicia que relata casos de pacientes que también tuvieron que esperar meses para llegar después a la consulta de un especialista para una sesión de apenas unos minutos.
Natalia prefiere aparecer en este texto con nombre falso para no ser identificada en el centro y la aldea donde trabaja, pero asegura que frente a esa falta de respuesta del sistema, los profesionales como ella son los únicos que se preocupan de los pacientes, citando periódicamente a los que más sufren, aunque sea para tomarles la tensión o hacerles una analítica, y poder así comprobar cómo evolucionan.
"Es inaudito que exista un protocolo para el seguimiento de las personas infectadas por covid y no para quien manifiesta implícita o explícitamente ideas suicidas. A muchos ni siquiera les ingresan", explica. Natalia afirma que si el problema en las zonas urbanas afecta los más jóvenes, quien más lo padecen en el ámbito rural son las personas de mayor edad.
En el Parlamento de Galicia, la oposición ha venido denunciando sistemáticamente el grave riesgo que suponen los recortes en el presupuesto sanitario para la salud de miles de personas. Julio Torrado, portavoz de Sanidad del PSdeG en la Cámara gallega y doctor en Psicología, sostiene que en los casos de personas con ideas suicidas o de autolisis y especialmente en los menores, "el derecho a la salud mental en Galicia sencillamente no existe". "El sistema no está preparado en términos de recursos, y tampoco en términos de modelo", defiende.
Para los niños y las niñas y para los y las adolescentes gallegas, enfrentarse sin ayuda a un problema emocional grave o a un trastorno psíquico resulta más relevante aún si se tiene en cuenta que en la mayoría de los casos ni siquiera saben qué les está ocurriendo. El sistema educativo, en la escuela y en el entorno familiar, parece asumir la necesidad de instruirlos sobre higiene y salud sexual, sobre el peligroso de las drogas y el alcohol, sobre lo reprobable del machismo, el racismo, la homofobia y la violencia ligada la esos fenómenos y a otros similares. Pero nadie les explica que uno de cada cuatro tendrán que enfrentarse antes o después a síntomas o episodios de ansiedad, angustia, depresión...
Sumado al cambio del sistema de valores, a la forma de vida y al sistema de relaciones que impusieron las nuevas tecnologías y las redes sociales, sobre todo a causa de la epidemia de covid, eso les deja en una situación de absoluta fragilidad.
Marta es una mujer de 28 años que hace once comenzó a sufrir angustia ansiedad. "No lo entendía, pero no se lo conté a nadie. No sabía lo que me estaba pasando, pensaba: ‘será cosa mía’. Lo fui retrasando hasta que derivó en una agorafobia", relata.
Los padres de Marta la llevaron al psicólogo, "privado, porque para que te atienda un psicólogo en la sanidad pública por un trastorno como ese pueden pasar meses". Luego la derivaron a un psiquiatra, también privado, que le recetó fármacos tras hacerle un test. "¿Medicarme sólo por un test? Me negué porque no quería identificar las pastillas con mi bienestar".
Volvió al psicólogo y el tratamiento la ayudó, aunque lo interrumpió para irse al extranjero con una beca Erasmus. Pudo olvidarse del tema, pero con el confinamiento del 2020, los síntomas regresaron. "Estuve teletrabajando dos años, y el estar encerrada en casa, sin salir, sin tener interacciones sociales, me hundió. Ahora volvería al psicólogo, pero no me lo puedo permitir. Cada sesión son ochenta euros, y entre el alquiler y las facturas me resulta imposible afrontarlo", resume.
Marta, que prefiere aparecer sin sus apellidos en este artículo, reclama "que se visibilice" que la angustia y la ansiedad son trastornos comunes y frecuentes, para que ningún adolescente tenga que enfrentarse a ellos en soledad, como le sucedió a ella. Y alerta de que las formas de relación y comunicación que imponen las redes son un factor añadido de riesgo. "No sé como habría reaccionado con dieciocho años si hubiera estado viendo todo el día en Instagram que, frente a mi angustia, todo el mundo es feliz y tiene acceso a todo a lo que aspira. Porque en Instagram y en las otras redes todo el mundo aparenta felicidad".
Con dieciocho años y en segundo de bachillerato, empezó a sufrir Alba. "Lloraba de pronto y tenía pensamientos feos. Y no sabía como actuar porque no tenía ni idea de lo que me estaba pasando. Nadie me decía que se trataba de la ansiedad y la angustia". Tras aquel episodio, el verano pasado se volvió a sentir mal. "Lo atribuí a los efectos de la vacuna, pero pensé que cuándo volviera a Santiago (estudia en Ciencias da Comunicación) me sentiría mejor. No fue así, y en septiembre mi cabeza estalló".
Los médicos le diagnosticaron una depresión severa y la derivaron al psicólogo, pero tardó casi tres meses en acudir al psiquiatra, privado. Al principio, Alba no quería tomar ninguna medicación -"les dije que no quería convertirme en drogadicta"-, pero se convenció de que tenía que hacerlo cuando un día sufrió seis crisis de ansiedad después de ingerir un solo café. Ahora toma ansiolíticos y antidepresivos . "Desde enero, cuando asumí que estaba enferma, sentí cierta mejoría. Y fue gracias a que tenía mi psiquiatra al lado y a que me cogió el teléfono un día que estuve a punto de hacer una tontería. En la sanidad pública eso no sucede", concluye.
Inés Pesado Castrufo tiene 25 años y empezó a notar que algo no iba bien con quince. "Una incomodidad vital que iba y venía, algo sobre lo que ni siquiera me paraba a reflexionar y que tampoco exterioricé porque nadie hablaba de eso", cuenta, y añade que sus últimos años en el instituto habían derivado en una tensa relación con su entorno familiar y en un estado "de rabia interna constante".
Tras el instituto se fue a Santiago a estudiar Farmacia, una carrera que en realidad no le gustaba y que la hacía sentir a disgusto con la persona que creía que debía ser. En el primero año de carrera empezó a sufrir ataques de ansiedad, y a partir de tercero, pensamientos intrusivos recurrentes. Pasó por varios psicólogos que la ayudaron a tener cierta estabilidad con terapias con las que, con todo, no notó "una mejoría tangible". "El último año lo pasé encerrada en el piso, sin disfrutar de Santiago, tenía ataques de ansiedad, cansancio físico, no podía dormir... Pero cuando toqué fondo fue después, al volver a la casa para trabajar en la farmacia de mi madre, justo cuando estalló la pandemia".
Inés admite que algunas veces tuvo pensamientos suicidas. "Aunque sabía que no era yo la que lo pensaba, sino la situación en la que me encontraba. Pero me asusté mucho". Siguió con terapia, decidió tomar la vida con menos presiones y dedicarse más tiempo a ella misma, al yoga y a la meditación. "Lo que de verdad me ayudó fue a alcanzar un punto en el que pude ver mis pensamientos desde fuera", explica.
Ahora está en Dublín haciendo un máster en inmunología y se siente mejor, aunque reconoce que se mantiene alerta contra las consecuencias del ritmo de vida demasiado exagerado y opresivo que a veces imponen los estudios superiores y la vida profesional. Y cree que ya superó "el sentimiento constante de culpa que sentía cada vez que disfrutaba de algo". "Había creado una especie de adicción al dolor, de placer, al sentirme en el papel de víctima, en vez de preocuparme de luchar por salir de él", concluye.
Las situaciones descritas afectan a jóvenes que empezaron a tener problemas en el tránsito de la juventud a la madurez. Pero a los niños también puede ocurrirles, porque también existen riesgos externos que les afectan.
La psicóloga clínica María José Montoya describe esta situación de esta manera: "Los niños y niñas están a hoy a un click de cualquier cosa. Hay un exceso de inmediatez en la sociedad de consumo que parece haber declarado una especie de derecho irrenunciable a la satisfacción y a la felicidad inmediatas. Y cualquier frustración de esas expectativas puede acabar derivando en angustia y ansiedad. Están en la cuerda floja, y no tienen dónde agarrarse porque tampoco cuentan con principios sólidos".
Según Montoya, la ansiedad y la angustia son "la tarjeta de presentación de un malestar más profundo". "Son un síntoma detrás del cual está lo más profundo de cada uno. No basta con aliviar esos síntomas, hay que pararse a pensar qué hay detrás, descubrir el porqué de esos sentimientos y pensamientos negativos", mantiene.
Montoya cree que niños, niñas, adolescentes, chicas y chicos se ven sometidos hoy a una enorme presión, a una velocidad vital excesiva, incluso a competir entre ellos. "Vivimos una época en la que no nos enseñan a perder, solo a ser los mejores desde la cuna". Por eso ella defiende actuar "con calma y prestando atención a las necesidades de cada caso". "La calma también tiene un efecto ansiolítico", insiste.
Entre el 2009 y el 2022, la Xunta de Alberto Núñez Feijóo redujo un 20% los presupuestos de atención primaria, desde los 1.717 millones del 2009 —1.437 millones ese ejercicio actualizados a precios del 2021— a los 1.389 millones del 2022. Una estrategia que aplicó desde el minuto uno de su primer mandato y que también tuvo especial incidencia en los planes y programas de salud mental que había diseñado el Gobierno bipartito del PSdeG y el BNG.
Lo cuenta Víctor Pedreira, doctor en Psiquiatría y ex jefe del servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalario de Pontevedra (CHOP), quien entre el 2005 y el 2009 ocupó la Subdirección General de Salud Mental y Drogodepencias del Ejecutivo de Emilio Pérez Touriño.
Según detalla, el bipartito se encontró en 2005 con que no había "nada" en la Xunta que se pareciera ni de lejos la una estrategia de salud mental. "Tan sólo algunos documentos e informes de situación y de diagnóstico que hacían valoraciones sobre cómo debería organizarse el sistema, pero que no hablaban ni establecían ratios de profesionales, ni cuantas unidades asistenciales y de hospitalización eran necesarias, ni, en definitiva, que recursos se precisaban ni mucho menos cuando se preveía implantarlos".
Poco más de un año después de que socialistas y nacionalistas llegaran al poder, el bipartito aprobó en octubre del 2006 el Plan Estratégico de Salud Mental 2006-2011, que contaba con un presupuesto de 43 millones de euros y con inversiones desde lo primero ejercicio, incluso antes de su aprobación.
Aquella estrategia contemplaba dotar 155 nuevas plazas de profesionales como psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas, asistentes sociales y personal de enfermería; duplicar el personal en formación -médicos internos residentes (MIR), psicólogos internos residentes (PIR) y enfermeros internos residentes (EIR)-, y crear una unidad ambulatoria de salud mental infanto-juvenil en cada una de las áreas sanitarias correspondientes a las siete grandes ciudades, que serían dos en A Coruña y Vigo. Esas unidades estarían dotadas con un mínimo de dos psiquiatras, un psicólogo clínico, una enfermera, un trabajador social y un auxiliar administrativo, pero podrían aumentar el número de especialistas se elaboraban programas sobre trastorno mental severo en la adolescencia.
El proyecto contemplaba también centros especiales para niños y niñas con trastornos graves, diferenciados entre los que podían albergar pacientes que contaran con soporte familiar y los que no, y hasta cincuenta programas preventivos, asistenciales y de formación e investigación muchos de los cuales incidían en la educación en los colegios e institutos y en la prevención del alcoholismo y las adicciones, actuando en los puntos de consumo juvenil de alcohol y drogas.
Según explica Pedreira, solo entre 2006 y 2008 el bipartito creó 87 nuevas plazas de profesionales, más del 50% de las prometidas hasta 2011, y siete unidades ambulatorias de salud mental infanto-juvenil. Además, puso en marcha en el área sanitaria de Ourense un proyecto experimental de prevención del suicidio que, trece años después de la llegada del PP a la Xunta y a pesar de sus buenos resultados, no se extendió la ninguna otra área sanitaria del país.
"Cuando llegó al poder, Feijóo anuló los presupuestos de aquel año y mandó parar. Ni siquiera se molestó en derogar el plan", cuenta el psiquiatra, quien recuerda que poco después, en 2012, el Gobierno Rajoy aprobó el Real Decreto-Ley de Medidas Urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud, que legitimó los recortes e impuso la jubilación obligatoria del personal sanitario a los 65 años, al tiempo que establecía una tasa de reposición de no más del 10% de los profesionales jubilados. "El sistema quedó sin recursos", concluye Pedreira.
Hablar y escribir del suicidio es dramático, duro y desagradable, porque tendemos a pensar que un suicidio es una muerte que se podría haber evitado. Pero lo que horroriza de verdad es constatar que, sabiendo lo anterior, el sistema haya renunciado a hacer lo necesario para evitar los suicidios del futuro. Así que igual la pregunta no es por qué hay niños y niñas que quieren morir, sino por qué no se ponen los medios para ayudarles a que quieran vivir.
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