Opinión
Abascal quiere ser califa

Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
En lugar del califa, en efecto. Cada vez que veo a Abascal, no puedo evitar acordarme de aquellos tebeos de mi infancia protagonizados por Iznogud, el visir envidioso, torpe e intrigante creado por Goscinny y Tabary cuya única ambición en la vida era "ser califa en lugar del califa". A Abascal le quitas la corbata y el traje, le pones una chilaba y un turbante, y te sale Iznogud clavado, sin una gota de maquillaje. No deja de ser curioso que un tipo con un apellido dicen que de origen vasco, pero que suena a árabe por los cuatro costados —y que podría protagonizar sin esforzarse mucho la película de Iznogud o un biopic sobre Abderramán III— demuestre una xenofobia tan recalcitrante.
En Vox dicen que hay que expulsar del territorio español a ocho millones de inmigrantes y a sus hijos, así, a ojo, sin pensárselo mucho, quizá porque ellos no son de pensar mucho las cosas. De hecho, la cifra oficial de inmigrantes en España no llega a los siete millones, pero el líder de Vox ha calculado la cifra por arriba contando los extranjeros indeseables que vienen a delinquir a nuestras playas y los hooligans veraniegos de los partidos de fútbol. A los ingleses borrachos que hacen balconing en Baleares no hace falta deportarlos porque ya se deportan ellos solos aprovechando la ley de la gravitación universal de Newton.
Tan poco lo pensaron que al día siguiente protestaban, explicando que ellos no habían dicho exactamente eso, sino que hay "ocho millones de personas de diferentes orígenes" que han venido a España y "es extraordinariamente difícil que puedan adaptarse a nuestros usos y costumbres". En los medios afines que recogían estas puntualizaciones, algunos seguidores de Vox matizaban que hay que expulsar "a esos ocho millones sin excepción", mientras otros comentaban: "Pocos me parecen". Era el chiste que iba a hacer yo, en plan irónico, sin tener en cuenta que en la ultraderecha el chiste es, más que una ideología, una forma de vida.
Cuesta creer que, a estas alturas del neofacismo mundial, Abascal y sus mariachis sigan cogiéndosela con papel de fumar, cuando su parroquia utiliza papel de lija. Hablan de expulsar únicamente "a quienes han venido aquí a vivir de los demás, a delinquir, a odiarnos, a imponer su religión incompatible". Una serie de premisas que incluirían en primer lugar a Abascal, el califa de los chiringuitos, a casi toda su plana mayor, a Vito Quiles, a Hazte Oír, a los Legionarios de Cristo, y a la Conferencia Episcopal en bloque. Entre las filas de Vox, sin rebuscar mucho, hay desde una concejala detenida por el delito de narcotráfico hasta una investigación por financiación irregular que de momento ha sido suspendida provisionalmente.
De salir adelante esta propuesta demencial de los ocho millones de inmigrantes deportados, habrá que preguntarse en primer lugar quiénes van a cuidar de nuestros ancianos por cuatro euros, quiénes van a limpiar nuestras casas sin contrato y quiénes van a recoger esa fruta con que se llena la boca Ayuso. Sin embargo, al igual que ocurrió con la elección de Trump, muchos migrantes votarán a Vox como quien se hace el harakiri, para evitar la competencia desleal sin caer en la cuenta de que ellos serán los primeros en recibir la patada en el culo. Llorarán como los pobres venezolanos expulsados de los Estados Unidos, cuando ya sea demasiado tarde.
Desde sus orígenes, hablando en términos estrictamente geográficos, España siempre ha sido un país de mil leches, un aluvión de pueblos, razas, costumbres y religiones donde no hay forma humana de rastrear un pedigrí nacional. Íberos, tartesios, celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, vándalos, suevos, alanos, judíos y musulmanes formaron un gazpacho al que en los siguientes siglos se añadieron franceses, germanos, británicos, latinos, italianos, rumanos y casi cualquier cosa que se les ocurra. No hay más que ver la internacional de apellidos extranjeros que prolifera en la vanguardia de Vox (Smith, De Meer, Ndongo, Tertsch), más la ascendencia cubana de Monasterio o la guineana de Garriga, para ver dónde queda la pureza racial y la identidad netamente hispánica de este cruce de culturas llamado España.
El mestizaje es la única seña histórica de nuestro batiburrillo nacional hasta el punto de que Vox y el PP están cohabitando en montones de ayuntamientos y comunidades, pese al asco con que escenifican sus coyundas. En caso de ganar las elecciones, Feijóo se ha comprometido a no pactar con la ultraderecha bajo ninguna circunstancia, lo cual significa que tendríamos a Abascal de vicepresidente. Entonces sí que querría ser califa en lugar del califa y el tebeo de Iznogud iba a publicarse a diario en carne y hueso. Lo único bueno de semejante catástrofe es que no iba a dar ni palo al agua.
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