Opinión
Anémonas y coral

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
-Actualizado a
Para llegar a la playa y conseguir meter los pies en el agua, antes hay que salvar algunas barreras y dificultades. Una carrera de obstáculos con peligro de insolación. Ganar la playa, la arena, el agua, igual que saltar trincheras en esta particular batalla. Primero hay que dar vueltas y más vueltas hasta lograr aparcar la furgoneta. Aparcar en una explanada sucia y polvorienta, llena de latas, bolsas de supermercados y botellas, que los conductores han convertido en aparcamiento salvaje, ante la dejación de las autoridades, la desidia y la imbecilidad de los guarros que las tiran. ¡Como para reclamar una plaza para discapacitados!
Cuando por fin aparco, doy un cariñoso puñetazo en la mejilla de Ignatius, apenas un roce, mostrando nuestra satisfacción: –¡Primer paso salvado, muchacho!–. Por lo que retuerce la cabeza hacia atrás y abre la boca desmesuradamente, emitiendo unos grititos ininteligibles, de pájaro, que es la forma inconfundible de mostrar su alegría. Después levanto el portón trasero y bajo la silla de ruedas, la tumbona, la sombrilla y la bolsa nevera. También las ventanillas de la furgo para que mi hijo no se asfixie y le pido que no se mueva, que no se vaya, que me espere hasta que yo vuelva. Por lo que otra vez se parte de risa a su manera, captando la broma de "moverse", que sería el sueño de su vida. Andar, correr, volar, montar a caballo o en bicicleta. Bailar toda una noche entera al vaivén de las olas. Acariciar y besar lentamente al son de la marea lunar. Amar.
Cargado como un mulo, atravieso las dunas porque el sendero se lo ha comido la arena. Incluso la plataforma de madera que convertía esta playa en "Accesible", tal y como informa un enorme cartel que el ayuntamiento colocó para la inauguración, en el que reza el dinero entregado por la Unión Europea. Un pastizal. Sin embargo, ahora, de la "Accesibilidad" solo queda ese cartel y la foto del alcalde junto a él hace meses en la prensa.
En un hombro llevo colgada por la correa la bolsa nevera y la sombrilla, y sobre mi cabeza, igual que una africana del otro lado del Estrecho, la silla de ruedas plegada que, aunque sea de aluminio, pesa un quintal y, por encima de ésta, la tumbona. Puro malabarismo. Con semejante equipaje acróbata voy sorteando como puedo los cuerpos desnudos que sestean por la arena, enaceitados y resbaladizos como anguilas, bronceados por ese sol impenitente, en los que apenas si reparo salvo para no pisarlos y caer encima con toda mi quincallería. A riesgo de ganarme, con toda justicia, una buena paliza.
En cuanto encuentro un hueco, ya muy cerca del agua, clavo a la carrera, cual bandera blanca, la sombrilla y extiendo debajo los bártulos. A la carrera, pues no es cuestión de dejar tanto tiempo solo a Ignatius. Quería ir descalzo, por ir más rápido, pero la arena abrasa mis pies y tengo que regresar a por mis zapatillas. Al aproximarme, ya veo la cara de mi hijo reflejada en el espejo retrovisor derecho. Inmóvil, pensativo –¿qué estará pensando, con qué estará soñando?–, con la mirada perdida en el mar, atrapada en su luz hipnótica y envolvente: las gaviotas que chillan como él, unos windsurfistas de coloridos trajes y músculos de gimnasio tan distintos a él, un velero blanco de reflejos iridiscentes surcando las olas en el mar de los deseos, unas nubes de espuma que se meten en el agua borrando a retazos la raya azul del infinito.
Después le explico, pues me gusta explicarle todo, cada paso que doy por insignificante que sea, que las dunas se han comido la plataforma de arena y que era imposible conducir por ahí la silla de ruedas. Muy moderna, sí, pero no un todoterreno. Que el temporal de primavera se ha cargado la accesibilidad de un plumazo y nadie ha venido a limpiarlo ni a arreglarlo. Quizás, para otro verano. O para nunca jamás. Porque se agotó la partida presupuestaria y ya no da.–Por eso, Ignatius, y sé que no te gusta, tengo que llevarte a las costillas.
Si alguien piensa que no quiere que cargue con él, a sus veinte años, porque le da vergüenza con toda esa gente observándolo sin disimulo como a un bicho raro, es porque no conoce a Ignatius, ni su sentido del pudor y la vergüenza. Tampoco su vena humorística. No quiere que me lo eche en brazos o a los hombros como un costal de trigo porque le hago cosquillas. Unas cosquillas que no soporta porque se mea de risa. Entonces le digo que, para evitar las cosquillas, puedo intentar llevarlo a caballo en mi espalda, siempre que sus manos torcidas, con esos dedos largos, rígidos y artríticos como sarmientos, puedan abrazarse a mi cuello y sostener el peso de su cuerpo. Ligero y delicado. Etéreo. Más frágil que una fina copa de cristal. Peso pluma. Algo menos de 35 kilos. Y así lo hacemos, intercalando unos cuantos descansos. Hasta llegar a la orilla y sentarlo en la tumbona. Sí, digo bien, porque hemos invertido los términos: yo en su silla de ruedas y él en la tumbona. Las butacas, fila preferente, frente a la pantalla de cine de ese océano inmenso y añil, cuya grandeza hace daño a los ojos.
Cuando se desprende de mala manera de su gorra roja, en la que aparece serigrafiada la frase “LA VIDA ES UN CARNAVAL”, y señala con la cabeza el mar, es que ha llegado el momento, tan deseado, del baño. Todo ese mar para nosotros dos. Ese baño que llevamos tantos días esperando. El primero del año. Ahora no me ando con remilgos y me lo cargo como un saco, haciéndole expresamente esas cosquillas. Por el costado, por la barriga, por los pies, por las raquíticas pantorrillas. Si se mea que se mee, pienso al primer chapoteo, pues lo importante es que ría.
Ya dentro del agua, que está caliente y espesa, en exceso salobre, cambio su postura, no vaya a arrancármelo alguna ola traicionera. Lo sumerjo hasta el cuello, lo mezo en mis brazos como si fueran una cuna. Igual que una sirena rota varada en mis manos. Su cuerpo se relaja, flotando en el recuerdo del líquido amniótico que lo lleva de regreso al útero materno. Su bella madre, naufragada en aquel parto. Su cuerpo se destensa, se reblandece, abandonando su rigidez habitual. Su cuerpo, sin peso ni gravedad, más liviano que el agua. Su cuerpo que está hecho de agua. De anémonas y coral. Entonces vuelve su cara hacía mí, me mira fijamente, lo miro, nos miramos. Silencio y complicidad. Secretos nunca pronunciados. Sus labios mojados de caballito de mar esbozan una leve sonrisa, de felicidad o agradecimiento, de narcótico contra el dolor, quién sabe, mientras yo le guiño un ojo para evitar unas lágrimas más saladas que el agua marina.
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