Opinión
¿Quién barre los añicos del techo de cristal?

Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
En 2020, Joaquin Phoenix recibió un Oscar y dedicó su discurso de agradecimiento a los animales, con un alegato vegano que comenzó enumerando todas las opresiones de las que ya somos conscientes, para rogar que nos acordáramos también de la especista: "creo", dijo, "que, ya sea que estemos hablando de desigualdad de género o racismo o derechos queer o derechos indígenas o derechos de los animales, estamos hablando de la lucha contra la injusticia. Estamos hablando de la lucha contra la creencia de que una nación, un pueblo, una raza, un género, una especie, tienen el derecho de dominar, usar y controlar a otro con impunidad". Casi nada que reprocharle a Phoenix: todo es cierto, también lo de la dantesca esclavitud a la que sometemos a los animales en general y a las vacas en particular. Casi nada, porque hubo otra opresión que —por lo que sea— olvidó mencionar al actor: la de clase. Ricky Gervais ironizaba con este olvido frecuente dos años más tarde, también en unos Oscar. "Me enorgullece anunciar", dijo, "que estos son los Oscar más diversos y progresistas de la historia. Veo entre el público a gente de todos los ámbitos de la vida. Todos los grupos demográficos bajo el sol. Excepto gente pobre, claro. Que les jodan".
Pocos se preguntan hoy quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas. Pero Aida dos Santos sí se lo pregunta. Y la respuesta es un librazo que ya no hace falta recomendar, porque es uno de los títulos de la década: Hijas del hormigón: historias de clasismo, sexismo y violencia en las periferias españolas. Un ensayo ejemplarmente interseccional, tan feminista como es posible, y tan socialista también. Aida es una escritora particularmente talentosa para las sentencias que suenen "como el ruido de una tumba al cerrarse", como le pedía su jefe al joven Pedro Vallín en La Nueva España. Y se hace allá preguntas brechtianas como esta: cuando una mujer rompe el techo de cristal, ¿quién barre los pedazos? La respuesta evidente es: otra.
"Winifred Banks recurrió a Mary Poppins para que cuidase de sus hijos mientras ella acudía a las manifestaciones sufragistas", recuerda Aida. Es este uno de esos libros que arroman los lápices, porque hay algo que subrayar en cada página. "Desde las oficinas donde se diseñan los itinerarios de formación se espera de nosotras, las pobrecitas, que nos sintamos dignas sacándole brillo al techo de cristal. Que cantemos supercalifragilísticoespialidoso mientras cuidamos a los hijos de quienes pueden empoderarse". Por ejemplo. O este párrafo mordaz y lúcido sobre el fenómeno de las tradwives:
"Todas anhelamos ser alguien más allá de las tareas invisibilizadas que realizamos diariamente en casa. Cuando ese sueño se ve frustrado provoca un malestar que ya fue bautizado hace sesenta años como La mística de la feminidad. Hasta las abnegadas tradwives que han tomado Instagram están enganchadas a la reafirmación de su vanidad a partir de los likes, los comentarios y los followers. Presumen de ser unas mantenidas mientras monetizan sus publicaciones, por lo que no han abandonado las dinámicas productivas aunque parezca que no es trabajo la decoración de interiores, la cocina y el unboxing. Quieren convencernos de las ventajas de quedarse en casa, pero, sin duda, su interacción diaria con miles de personas demuestran que no saben lo que es aislarse. Su dependencia de su alter ego, eso sí, las hace más humanoides que empleadas".
Antonio Gramsci le decía en una ocasión a su hijo Delio, en una carta desde la cárcel, que, si le gustaba contar historias, tenía que contar la historia de cuanta más gente fuera posible; cuentos sin héroe individual, sino con un héroe colectivo, la multitud de los oprimidos, los silenciados, los invisibilizados. Es lo que hace Aida en Hijas del hormigón. Sus protagonistas son centenares de mujeres anónimas a las que estuvo entrevistando durante años, recabando sus experiencias laborales, domésticas, sanitarias, activistas… En las páginas del libro, hablan desde la sencillez del nombre de pila; un nombre ficticio, para proteger la identidad de estas mujeres que, con demasiada frecuencia, tienen que preocuparse mucho de protegerla. He ahí por ejemplo a Carmina, a quien sus compañeros de gremio bautizaron la Nancy Camionera, y se reían de ella cuando la veían cargar palés, y cuando la mandaban de vuelta a la cocina, decía: "Tengo huevos para estar en la cocina y para estar aquí. Tú solo para estar aquí".
En el libro hay presente y hay memoria; el recuerdo de lo que España fue antes que país receptor de inmigración, y donde nuestros abuelos, migrantes interiores, fueron despreciados y tuvieron que ganarse la vida igual que quienes, ahora, cuidan de nuestros ancianos, recogen nuestras cosechas o regentan las tascas en las que forramos cuando salimos de borrachera. "El bar El Asturiano o El Extremeño, la tapería andaluza o la pulpería gallega son los precursores del kebab, el chino o el senegalés", recuerda Aida.
La clase y el género, el género y la clase. Esto también suena a retumbo de lápida: "¿Viviremos peor que nuestros padres? Lo que sí podemos afirmar es que viviremos mejor que nuestras madres".
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