Opinión
El tiempo nos lo dirá

Por Silvia Nanclares
Escritora
La culpa de esta columna es de un álbum infantil de la editorial Gato sueco. Una editorial cuyo catálogo provocaría un ictus inmediato al mismísimo Trump. El libro en cuestión se llama 1,2,3 culos y además de culos y tetas contiene menciones a algo mucho más libidinoso para los críos: chuches. No hay sacrilegio mayor en la crianza contemporánea que infestar de azúcar los dientes y arterias de tu prole. Te saldrá caro. Social y económicamente. Al final del cuento, en una cumbre de la subversión educativa, madre y padre compran a la niña protagonista un número de chuches equiparable a su edad. 6 años: 6 chuches. Desde que lo leímos en familia, hemos adoptado esta ecuación como medida para poner un límite al entrar en las tiendas de caramelos que visitamos –excepcionalmente, claro–. En concreto a una que hay enfrente de la piscina a la que vamos los sábados. Está en la calle Andrés Arteaga, barrio de Moscardó, distrito de Usera, Madrid. Para más inri la tienda se llama Mi chuche. Todo encaja, todo similitudes. En el cuento, la niña también recibe sus chuches los sábados a la salida de la piscina. Mi hijo menor, de 3 años, pues, recibe 3 chuches. En ese contexto tan controlado entre realidad y ficción, la pregunta que me hizo saltar por los aires e hizo detonar este texto fue: Mamá, ¿cuándo tenga 50 años me vas a comprar 50 chuches? Vale, espera, hijo, que se me cae la toalla de la taquilla. De la risa, y del miedo.
Acabo de cumplir 50 años y mi hijo ha tomado esa edad como medida de la plena adultez. Así, me pregunta, por ejemplo, ¿cuándo tenga 50 años voy a poder ver Sonic 3? o, estando dentro de la biblioteca–porque además de a tiendas de chuches los llevamos a la biblioteca, por quién nos habéis tomado—, ¿cuando tenga 50 años voy a poder leer este libro? Pero esta vez la pregunta me incluía a mí en la hipótesis, ¿cuando tenga 50 años (tú) me vas a comprar 50 chuches (a mí)? Mi cabeza se disparó sola. Cuando tengas 50 años yo tendré 96, cariño. 96 putos años. Será el año 2072 y enfrente de esta tienda de chuches y de la piscina estará ese horror ideado por el Ayuntamiento de Madrid llamado Chinatown que conecta la Plaza de Hidrógeno con Madrid Río, y que gentrificará aún más la Colonia Moscardó disparando el precio de su metro cuadrado, no existirá la tienda Mi chuche y todo esto será, será, será…, qué será, ¿un secarral con cerezos fritos por las altas temperaturas, una zona vallada como en Years and years porque el centro de la ciudad será inaccesible, o una especie de pueblito recuperado lleno de huertos urbanos, bicicletas y matorrales autóctonos? De momento, es 2025 y el proyecto constructor del Ayuntamiento tiene como objeto la “regeneración urbana” del distrito de Usera. Pues vale. De momento, ha dado la espalda a las necesidades acuciantes del barrio para poner recursos de los fondos europeos al servicio de cuestiones como la promoción turística, la “multiculturalidad” y calentamiento del mercado inmobiliario. Además, cuando el PP acomete un proyecto de obra pública, échense las manos a la cartera porque solo queda esperar a que aparezcan los estragos de los sobrecostes sobre lo presupuestado.
Cuando mi padre tenía 50 años, mi abuela tenía 82, que tampoco está nada mal. Ella aún vivía en la Colonia Moscardó, corría 1995 y yo tenía 20 años y la esperaba en el portal de su calle, Duquesa de Santoña, entre la calle de la Cuesta y Andrés Arteaga –donde solo había hierba y calvas y hierba y más calvas, y luego salieron canchas y columpios, y ahora está todo lleno de barracones de las constructoras– a que volviera del mercado para ayudarle a subir las bolsas. No existía Madrid Río, y la frontera urbana número uno del barrio, la A-42, se solapaba con la frontera urbana número 2, la de la calle Antonio López, que era la trasera de la Avda. del Manzanares, que más bien podía haberse llamado Avda. de la M-30. Todas esas capas de memoria psicoautobiografía se amontonan mientras llevo a mi hijo a su prometida meca de las chuches y sigo rumiando su lapidaria pregunta: Mamá: ¿cuándo tenga 50 años me comprarás 50 chuches? Glups. Y al escribirlo, cada una de esas capas se hace real y se va amontonando, como cuando haces una tarta de galletas y nocilla. Capas, pero de memoria. Cada galleta es un recuerdo, cada piso una década y la crema de cacao el tiempo mismo. En la fachada de la hilera de bloques de la que fue la casa de mis abuelos, donde ahora viven mis tíos –ya solo vive mi tío, pero el espíritu de mi tía, y el de mi padre, y el de mis propios abuelos sigue allí, jugando y paseando por el descampado que mutó en parque y que pronto será un bulevar lleno de terrazas–, hay una pintura mural que representa un reloj de sol. He pasado horas y horas de mi vida en ese descampado-parque tratando de comprender cómo funcionaba el avance de esas sombras. Y no sé si lo he conseguido. Francamente, hijo, cuando tú tengas 50 años solamente espero estar viva y más o menos lúcida. Me imagino, a mis 96, esperándote en algún rincón tranquilo, desde el que poder descorrer el visillo de una ventana para distinguir la figura de un señor, probablemente calvo, y decirle a alguien querido: mira, por ahí viene mi hijo. Nuestro hijo. ¿Llevará una bolsa de colores bien grande en la mano? ¿Existirán las bolsas, habrán prohibido las chuches? ¿Qué será de la Colonia y del barrio de Usera? ¿Qué será de nosotros? Solo el tiempo nos lo dirá.
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