Opinión
La justicia íntima cuando el amor no alcanza

Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
Imagina que alguien a quien quieres mucho tiene que pasar nueve años en una institución de encierro. Imagina que tiene un diagnóstico psiquiátrico, imagina que apuñaló a su novio, que él se había saltado la orden de alejamiento, imagina que sufre mucho, que no entiende bien lo que está pasando.
“Esto no es una cárcel”, insisten los y las responsables. “Pero lo parece”, piensas. Lo piensas tú y lo piensa ella, que te pregunta insistentemente: “¿Cuándo voy a poder salir?”. Tú te agarras a lo que dice la sentencia para contestar, intentando que no se te quiebre la voz: “Máximo, nueve años”. Pero dices nueve y ese nueve se convierte en un sapo del tamaño de un gato que tienes que tragarte sin que se note que te están dando arcadas. “Pero seguro que al final es menos, ya verás”, le dices, y ese “menos” rebota por tu cuerpo como rebotan las mentiras.
El hospital está cerca del mar, pero, desde el jardín en el que pasamos el rato, no se ve. Se intuye, sí, pero no se ve. Piensas que si al menos pudiera ver el horizonte, tal vez la espera sería algo más fácil. Pero el mar está escondido como si él también estuviera condenado. El jardín tiene algún banco, papeleras, coches aparcados. Todo allí parece domesticado. Si hace bueno, puedes sentarte debajo de algún árbol y tratar de simular cierta normalidad: “¿Cómo ha ido la semana?”; “¿Has hecho las actividades que te dicen?”. E insistes: “Acuérdate de hacerlas porque es importante”. Pero sabes, lo sabes de sobra, que no es que sea “importante” que se apunte a actividades que no le interesan demasiado, lo importante es que parezca que disfruta haciéndolas, que parezca que está bien, que en los informes digan eso: que la ven bien.
Tratas de no mirar mucho a tu alrededor porque ya tienes bastante con el sufrimiento de sus ojos, pero se te escapa la mirada y te encuentras ante una mujer, no tendrá más de cincuenta años, que le está entregando a su hijo, que no llega a la veintena, una bolsa con la ropa perfectamente limpia y doblada. Te mira ella también a ti, te da vergüenza, agachas la cabeza. “Quizá podríamos compartir viaje”, piensas, pero no te atreves a preguntarle de dónde viene. En las cárceles, por ejemplo, las familias se organizan mejor para acompañarse. Pero a esto, aunque lo sea, nadie lo llama dispersión. Estas condenas parecen que avergüenzan.
Algunos usuarios y usuarias tienen permiso para salir a dar una vuelta por el pueblo. Salen de uno en uno y ella, alguien a quien quieres mucho, se lamenta: “¿Pero por qué no puedo salir yo?”. “Porque tu caso está judicializado”. “Pero me han dicho que él está ya jugando a palas en su pueblo”. “Es una mierda, lo siento”, dices. Y, añades, en voz baja, sabiendo —porque lo sabes— que es lo que menos le importa ahora mismo: “Te quiero mucho”. Y cae en saco roto y te duele, pero ya lo sabes: su sufrimiento lo consume todo. Consume también, cómo no, su capacidad de devolverte el amor que le ofreces. Pero tú sabes que, digan lo que digan los demás, no es por egoísmo, es porque no puede hacer otra cosa. Ahora su única prioridad es que esos nueve años sean menos y que se pasen rápido.
Dejas que ese “te quiero” caiga hasta el fondo del saco, que parece no tener fin, y te repones. Las conversaciones se acaban rápido. Quiere volver a entrar dentro. “Estará cansada”, piensas para no caer en la tentación de creer que no merece la pena ir a verla. Coge las cuatro cosas que te ha pedido, despotrica un poco, llora, te cuenta alguna anécdota y quiere volver a entrar. Os despedís y te marchas pensando que el amor es una mierda porque siempre trae consigo la expectativa de reciprocidad. En tu cabeza, de fondo, Rigoberta Bandini te grita al oído que el amor “desbarata tus grandes ideas, te destroza, te rompe, te parte, te quiebra y te hace ser ese que tú no quisieras y te empuja a ser mala y te deja hecha mierda”. “El amor desbarata tus grandes ideas”, dice. Y es cierto: Quizá el amor desbarate las grandes ideas, pero la justicia las mantiene en pie. Dentro, los minutos parece que no terminan nunca. Fuera, en cuanto sales del recinto, el tiempo vuelve a correr a toda velocidad.
El amor se nos rompe entre las manos, es frágil y mentiroso; el amor te susurra al oído que no hace falta que hagas tantos kilómetros para estar juntas apenas unos minutos. El amor a ella no le sirve para aguantar la dureza de su condena, ni te sirve a ti para no caer en la tentación de empezar a poner excusas para dilatar el tiempo entre una visita y otra. El amor exige devolución: un gesto, una palabra, un mínimo reconocimiento. Aquí no hay lugar para esto. Aquí se resiste por justicia. No esa justicia que emiten los tribunales, que ya dictaron “máximo, nueve años”, sino una justicia íntima y frágil. Una justicia que no espera nada de vuelta. Es una línea recta, un deber sin eco. Una justicia blanda, improvisada, que consiste simplemente en estar. No tiene la promesa de la reciprocidad, ni siquiera la necesidad de ser reconocida. La justicia es la forma en la que se transforma el amor cuando el amor ya no nos alcanza.
Piensas que volverás. No por amor sino porque eso es lo justo. Porque, aunque el amor se quiebre y se desgaste, la justicia —esa justicia íntima que nadie dicta ni firma— sigue en pie, silenciosa, como el mar junto al hospital.
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