Opinión
Melody en Jabalia

Periodista
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Hace unos días, el periodista Juanlu Sánchez conversó con Manu Sánchez en un auditorio de Sevilla y le preguntó por los misterios de la comedia, la quimioterapia y el centralismo madrileño. Casi sin querer, surgió el asunto de la polarización y el imperativo social de tener que tomar siempre partido. Hay que elegir bando incondicional y permanente, respaldar sin titubeos a los unos o a los otros, a los tirios o a los troyanos, a los capuletos o a los montescos. Manu Sánchez hace una defensa de los matices y mantiene que sus dudas no deberían entenderse como una pusilánime equidistancia sino como una reivindicación de la opinión lenta e informada.
Entre aplausos y cachondeo aparece un ejemplo reciente: se va la luz a mediodía y nos exigimos de inmediato una opinión categórica sobre las disfunciones endógenas de la infraestructura eléctrica, la extracción de silicio para la industria fotovoltaica y el marco regulatorio de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. "Yo qué sé de las nucleares", dice Manu Sánchez. Y se agradece la franqueza. Después de todo, hay una abundante raza de todólogos que hoy hablan como ingenieros energéticos igual que hace unos años departían sobre epidemiología. Diletantes de mucho y profesores de nada.
Hemos crecido en la cándida creencia de que todas las opiniones son respetables y así nos luce el pelo. Las opiniones no sirven para nada. Lo que tiene algún valor no son nuestras ideas sino los argumentos con que las sostenemos. Parece paradójico que escriba estas líneas en la sección de opinión, pero no hay contradicción en mis palabras. Aquí tenemos licencia para abusar del humor o forzar el ingenio, hacer reír o llorar si se da el caso, narrar y divagar con una libertad que no nos permite la sección de noticias. Eso no nos exime de razonar, aportar datos verificables y asumir un compromiso deontológico.
Pongamos, por ejemplo, que Melody concede una rueda de prensa para explicar su espantada eurovisiva y alguien pregunta por Israel. Imaginemos además que la folclórica se sale por la tangente y asegura que ha firmado un contrato de neutralidad ideológica. Aquí tenemos la obligación de repetir que ese contrato no existe y que su vínculo con TVE le permite tanto contar chistes sonrojantes sobre Lady Gaga como mencionar el último bombardeo israelí sobre la escuela Fahmi al-Jarjawi de la Ciudad de Gaza. Algunos, de hecho, preferiríamos que tuviera prohibido contar chistes por contrato. Pero esto es solo una opinión y no sirve para nada.
El caso es que Melody no necesita legajos notariales para justificar sus evasivas porque entiende que los artistas tienen de sobra con el arte. Que la política es para los políticos. Por eso, desde su rumbera torre de marfil, la cantante compensa su tibieza con un mensaje genérico a favor de la paz en el mundo. Dan ganas de vomitar arcoíris. Al otro lado del sentido común se situaba JJ, ganador de Eurovisión en nombre de Austria, que pidió la expulsión de Israel y ha padecido por ello las rutinarias acusaciones de antisemitismo. Al chaval le ha caído tal lluvia de mierda que ha tenido que pedir perdón y condenar la violencia contra los israelíes. Así funcionan los autos de fe del sionismo.
Por una parte, supongo que Melody tiene derecho a aplicar la regla de Manu Sánchez y abstenerse de regalarnos opiniones desinformadas sobre una realidad que parece desconocer. Por otro lado, juraría que no hace falta doctorarse en Ciencias Políticas para entender que Israel está cometiendo una limpieza étnica a plena luz del día y con el consentimiento cobarde de Occidente. Al fin y al cabo, callar es la forma más innoble de tomar partido. No existe neutralidad posible allí donde la indiferencia se ha convertido en la principal arma de guerra. Y nuestro viejo continente ha exportado ya demasiadas armas y demasiada indiferencia.
En el fondo Melody tiene razón: gritar por Palestina tiene un precio. Pensemos por ejemplo en Youssef M. Ouled, periodista que criticó el genocidio y se enfrentó a una denuncia del Movimiento Contra la Intolerancia y una investigación de la Policía. Pensemos en el aficionado del Osasuna que fue condenado a una multa de 60.000 euros por un tuit contra la matanza de palestinos. Pensemos en la activista Jaldia Abubakra, que se encontró con una querella de Vox en la Audiencia Nacional tras haber defendido los derechos humanos durante unas jornadas en el Congreso de los Diputados. Aquí lo más barato es agachar la cerviz y cerrar el pico.
Pero entonces veo una vieja entrevista con Nina Simone y las excusas de Melody se quedan en los huesos. "Mi deber —dice Nina Simone— es reflejar los tiempos, mostrar la rabia con palabras, sacudir a las personas con tanta fuerza que salgan de la música hechas pedazos". Una artista de ley es Susan Sarandon, que toma el micrófono en las calles para decir: "Nuestro enemigo es el silencio. El silencio de esos que miran hacia otro lado cuando ven niños aplastados, bebés hambrientos, madres que lloran, padres que buscan a sus familias entre los escombros". Las cancelaciones no han apagado la solidaridad con Palestina de Kehlani, Noname, Kneecap, Jayson Gillham o Roger Waters.
El otro día, los músicos gazatíes de Sol Band hicieron sonar sus canciones en Radio Euskadi. Cuentan que escaparon de los bombardeos y que les gustaría regresar a su país, reconstruir sus calles y abrazar a sus familiares. "¿De qué hablan vuestras letras?", les pregunta la presentadora. "Hablamos de la causa palestina", dice la vocalista Rahaf Shamaly, "pero también de las cosas que nos faltan: la paz, la esperanza, la vida". La moraleja es evidente. Si Melody hubiera nacido en Jabalia o en Rafah no habría podido escurrir el bulto, ni permitirse el privilegio de la neutralidad en el nombre de la ignorancia artística. No es el arte, amiga. Es la vida.
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