Opinión
Las merecidas vacaciones de los 'Proud Boys'

Por Miquel Ramos
Periodista
Hace justo ocho años, en el verano de 2017, una convocatoria de la extrema derecha estadounidense en la localidad de Charlottesville, Virginia, se convertía en una batalla campal entre grupos neonazis y manifestantes antirracistas.
Bajo el lema ‘Unir a la derecha’ (Unite the Right), los supremacistas blancos pretendían demostrar su capacidad organizativa en las calles, y lanzar un pulso a los movimientos antifascistas, muy activos ante la nueva oleada ultraderechista que había llevado a Donald Trump a la Casa Blanca. Las protestas se saldaron con múltiples enfrentamientos y un asesinato, el de Heather Hayer, una joven antifascista arrollada por un neonazi, que dejó también varios heridos al embestir a varios manifestantes con su coche.
La reacción del presidente ante el asesinato y la indignación que provocaba entonces en una parte de la sociedad ver las exhibiciones de banderas nazis, saludos fascistas y consignas racistas de los manifestantes fue la de asegurar que, en ambos lados, entre los nazis y en los antifascistas, ‘había buenos chicos’. Trump no quiso mojarse ni apoyando a sus chicos de la Alt-Right ni condenándolos por haber matado a una joven. Su discurso, sin embargo, se volvió cada vez menos ambiguo, más radical, más directo, llegando a sugerir que iba a declarar al antifascismo una organización terrorista tras las protestas por el asesinato de George Floyd.
Este primer mandato de Trump estuvo salpicado de múltiples conflictos más allá de los diferentes disturbios que lo acompañaron, de la política institucional convencional y de su histriónico estilo siempre noticioso. Quizás el que más se recuerda fue, además del Black Lives Matter y la campaña antirracista contra símbolos de la esclavitud y del racismo, y contra las instituciones y los relatos que perpetuaban este mal endémico y estructural del país. Pero se libraron muchas otras batallas en múltiples frentes, resurgió una izquierda y unos movimientos sociales, sindicales y políticos que dieron mucha guerra al presidente y a la entronada democracia norteamericana. Movimientos que hoy, aunque no tengan el foco mediático que tuvieron entonces, siguen latentes.
Recuerdo que, aquellos años, ante las movilizaciones y las campañas antirracistas, hubo una parte de la sociedad, también aquí, que se rasgó las vestiduras ante el derribo de estatuas de esclavistas, los boicots a actos y personajes machistas o LGTBIfóbicos, y los disturbios contra la violencia policial. Hubo una campaña muy potente contra lo que llamaron ‘cultura de la cancelación’, que acusaba de totalitarios a quienes advertían y señalaban los discursos de odio y a sus promotores, así como los legados que eternizaban las desigualdades. Se denunciaba a los abusadores que quedaban impunes y a aquellos que se escudaban en el humor y en la libertad de expresión para justificar sus odios y reafirmar sus privilegios. Pretendían hacernos creer que el antirracismo, el feminismo y la lucha por la igualdad y los derechos humanos era totalitaria, excesiva, histérica e inconveniente.
Ese repliegue del temeroso privilegiado llegó también aquí. Y no eran precisamente ultras quienes criticaban todo esto. Eran los amigos del presidente Sánchez que se asustaban ante el feminismo porque estaba yendo demasiado lejos. Eran también quienes negaban la compatibilidad de la lucha por los derechos LGTBIQ+ y la lucha de clases, o quienes picoteaban parte de su argumentario en las tolvas de la ultraderecha. La habilidad que tuvo el movimiento reaccionario en sus múltiples formas para impregnar el sentido de una gran parte de la población mucho más allá de su clientela habitual ha sido su mayor éxito.
Uno de los grupos supremacistas que estuvo siempre cerca del presidente Trump y que se exhibía constantemente en las calles fue el de los Proud Boys. Los ‘chicos orgullosos’, machistas, supremacistas, ultraderechistas, que representaban la reacción contra lo woke, esto es, contra el feminismo, el movimiento LGTBIQ+, el antirracismo y todo lo que acusaban de ser una extensión del socialismo. No eran los únicos grupos que emergieron aquellos años y a los que el trumpismo arropó y usó como fuerza de choque contra el antifascismo, pero sí de los más activos y cercanos al presidente.
Esta semana, The New York Times recogía las palabras de su líder, Enrique Tarrío, valorando estos primeros meses de mandato, y cómo habían cambiado las cosas desde que empezaron a desfilar todos aquellos grupos fascistas excitados con el primer gobierno de Trump. “Las cosas que hacíamos y de las que hablábamos en 2017 y que eran tabú, ya no lo son: ahora son la corriente dominante ¿Por qué protestar cuando la Casa Blanca está haciendo básicamente lo que tú quieres?”.
Tarrío fue arrestado y encarcelado tras el asalto al Capitolio. Sus chicos formaron parte de aquél intento de golpe de Estado. Aunque Tarrío había sido condenado a 22 años de prisión, fue uno de los agraciados por los indultos de Trump. Asaltar el Capitolio salió gratis. Hoy, como confirma Tarrío, contempla el devenir de los acontecimientos tranquilamente desde su casa, orgulloso, sintiéndose partícipe de la historia que su presidente escribe en nombre de todos ellos.
Hoy, en EEUU no se derriban estatuas. Hoy se prohíben libros, se reinterpretan los museos y los relatos históricos y políticos que invitaban a la autocrítica, se censuran protestas en las universidades y se deporta a quienes se manifiestan por Palestina. Hoy, las calles están tranquilas, excepto para los migrantes, víctimas de una cacería televisada e inmisericorde para saciar a los racistas. Hoy Trump se postula como candidato para premio Nobel de la Paz, y asegura que lo llaman ya “el presidente de Europa” (no dice quién) por poner a los países de la UE y de la OTAN a bailar con sus chantajes y amenazas.
Echo de menos aquellas tribunas y aquellos gritos de desesperación de quienes se arrogaban el sentido común y la democracia ante la terrible embestida de los activistas antirracistas y feministas. Ante la dictadura de la corrección política y la inquisición izquierdista. Echo de menos a Enrique Tarrío y a sus Proud Boys en las calles luchando contra lo woke y la decadencia de Occidente. Aquello, al menos, era señal de que algo estaba en juego. Hoy, que Tarrío y sus Proud Boys están de vacaciones. Y sabe que son merecidas, por el trabajo hecho. Que no tenga ganas ni motivaciones de luchar, porque todo va según lo planeado, debería preocupar incluso a quienes se mantuvieron al margen de aquellos debates, de quienes creían que, en ambos lados, había buenos chicos.
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